Pamela Sciantarelli
El mejor modo de entender de veras la milagrosa naturaleza del amor de Dios es encontrar a alguien con el corazón más duro que una piedra y amarlo con todas tus fuerzas. Sólo cuando el amor sea por completo unilateral –prodigado en abundancia y rechazado con vehemencia- se empezará a comprender la índole de un Dios que nos amó mientras todavía éramos pecadores.
Recientemente me he visto involucrada en las vidas de siete chicos nepalíes, de seis a catorce años de edad, que con anterioridad moraban en la calle. Productos de la vida callejera y de todo lo que ella implica, mis niños se drogaron, mintieron, robaron, estafaron y entraron en pendencias de manera habitual. La mayoría de niños de la calle se convierten en pordioseros antes de los seis años, fumadores de marihuana antes de los ocho y consumidores de drogas más duras –principalmente heroína- antes de los diez. A lo largo del itinerario que había de arrancar a mis chicos de las calles, apuntarlos a la escuela y darles otra oportunidad, he tenido mis dudas. ¿Iban a ser capaces de cambiar realmente alguna vez?
El auténtico amor no está motivado por los resultados potenciales. El amor no elige actuar cuando los riesgos son bajos y los beneficios elevados. El amor se ve obligado a amar, no tiene más opción que darlo todo a pesar de todo.
Pese a que el amor tiene el poder de suscitar un cambio en quien lo recibe, no depende de ese cambio. El amor medra sobre sí mismo, sin importarle las reacciones a las que da lugar.
La resistencia no lastra al verdadero amor. El carácter definitorio de éste es su virtud para permanecer solo, imperturbable, firme y resoluto. El amor se mantiene constante en la prueba e invariable frente a la rebeldía. Aunque el objeto de nuestro afecto llegue a retirarse, el verdadero amor no se rinde.
Tuve un conflicto con Rashon, de doce años, como jamás he observado en otra persona. Cuando está de buen humor es el chico más cariñoso y considerado de todos. Se aplica en la escuela, y sus ojos brillan con la bondad de los niños. Sin embargo, de súbito, la cólera incontenible de un corazón perverso eclipsa su bondad.
“No quererte – ¡Te odio! Tú no buenos. ¡Tú no darme de fumar! No gusta leer escuela. ¡Quiero dormir todas las noches! Mi vida no buena. Yo no importa”, me grita Rashon al cabo de uno de sus muchos arrebatos pendulares de tristeza. “¡Quiero fumar cada día! Dormir calle y cada día estar loco y tomar drogas”.
Rashon ahueca sus manos alrededor de la boca imitando el modo en que los niños de la calle inhalan pegamento, para a continuación agacharse y tomar un trozo del linóleo que pavimenta su habitación. En señal de desafío, Rashon se saca una bolsita de marihuana que ha escondido hasta ahora y sonríe mientras la sostiene enfrente de mí. Casi retándome, empieza a liarla.
Mi corazón desearía increparle: “¿Después de sacrificar tanto en mi vida por ti? ¿Después de todo lo que hecho por ti? ¿Después de recogerte, hacerte una casa, darte una cama, ofrecerte una vida – esto? ¿De este modo me recompensas?
Pero Dios hace que me apacigüe y me obliga a mirar más de cerca.
"¿Te involucraste en las vidas de estos chicos a la espera de una recompensa suya o por obediencia hacia Mí? ¿Qué no has entendido respecto a la naturaleza incondicional del amor? Antes de que Yo Te importase, Te amaba. Incluso cuando Me desafías –y vuelves tu espalda a Mi amor- Mi amor por ti sigue intacto. Si dependiera de tu respuesta, sin duda Te habría abandonado ya hace mucho tiempo”.
Ante mí aguarda el mismo chico colérico, pero visto con los ojos de Dios. Ahora veo a un chiquillo al corriente de la maldad del hombre, que a pesar de ello no ha experimentado nada de la bondad divina.
De repente mi enfado es sucedido por un amor que no me pertenece, y, aunque momentos antes no quise más que reprobar a mi niño rebelde, las únicas palabras que se escuchan son “Te quiero, Rashon”.
“No quererte”, Rashon sigue fumando y tira su baúl de metal por la habitación. Su ropa y sus libros se desparraman al golpear la pared. “Te quiero. Si fumas cada día, te querré”.
Rashon corre hacia mí y empieza a golpearme con los puños en un intento de zafarse de esa cosa extraña llamada amor. “No quererte. No querer que me quieras”. “Rashon, pase lo que pase, te querré. Rómpelo todo en la habitación y aun así te querré. Si tú no me quieres, no pasa nada. Aun así te querré siempre. Si huyes, te querré. Si dejas de ir a la escuela, te querré. Nada de lo que puedas hacer impedirá que te quiera”.
“Tú hablas, yo no escucharte. Tú me quieres, yo no importa. Yo no quererte”, al tiempo que lanza sus zapatos por los aires y arranca los pósters de las paredes. Antes de conocer el amor de Dios, me pregunto cuántas veces mis actos significaron exactamente lo mismo para Él.
Y con todo… “Mas Dios aumenta su caridad para con nosotros, porque siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom. 5:8).