lunes, 22 de febrero de 2010

Schopenhauer sobre los nuevos naturalistas




El impulso vigoroso y sin ejemplo que han cobrado las ramas todas de las Ciencias Naturales, cultivadas en gran parte por gentes que fuera de ellas nada han aprendido, amenaza llevarnos a un grosero y torpe materialismo, en que no es lo más escandaloso la bestialidad moral de los últimos resultados, sino la increíble ignorancia de los primeros principios, ya que se niega la fuerza moral y se rebaja la naturaleza orgánica a ser un juego casual de fuerzas químicas. No sería malo que se enterasen estos señores del crisol y la retorta de que la simple química les capacita para boticarios, pero no para filósofos; así como tampoco les vendría mal a ciertos otros señores, que se dedican a Ciencias Naturales, el caer en la cuenta de que se puede ser un consumado zoólogo y tener al dedillo hasta sesenta especies de monos, y sin embargo, si es que no se ha aprendido fuera de eso nada más que el catecismo tomado en bruto, no pasar de ser ignorante, uno de tantos del vulgo. Y esto ocurre con mucha frecuencia hoy. Métense a lumbreras gentes que fuera de su química, su física, su mineralogía, su zoología o su fisiología, nada han aprendido acerca del mundo y sin otro conocimiento alguno que no sea lo que les quede de lo que en sus años juveniles aprendieron del catecismo, si no ajustan bien esos dos fragmentos, vuélvense mofadores de la religión y, en su consecuencia, materialistas groseros. Es fácil que hayan oído alguna vez en la escuela que existieron un Platón, un Aristóteles, un Locke y un Kant; pero como estos señores no manejaron crisoles ni retortas, ni embalsamaron monos, no merecen que se les conozca de más cerca. Echando por la ventana el trabajo mental de dos siglos, filosófase ante el público con medios propios, sobre la base del catecismo de una parte, y de los crisoles, retortas, y registros de monos de la otra. Deberían saber que son unos ignorantes a quienes les queda aún mucho que aprender antes de poderse meter a hablar de ciertas cosas. Todo aquel que se meta hoy a dogmatizar acerca del alma, de Dios, del origen del mundo, de los átomos, etc., con un realismo tan infantil e ingenuo como si no se hubiese escrito la Crítica de la Razón Pura, o no quedase ejemplar alguno de ello, es uno que pertenece al vulgo: despachadle con los criados a que emplee con ellos su sabiduría.

Schopenhauer

jueves, 18 de febrero de 2010

Homo miser




Las bestias, irritadas, se dejan llevar del ímpetu y satisfacen al momento pasional, cuando sus fuerzas lo permiten; pero cuando pasa aquella emoción, olvidan al mismo tiempo que ella la ofensa y el ansia de venganza.

En cambio, el hombre, como para demostrar que no sólo se coloca por debajo del hombre, sino de la bestia, no se contenta con ceder a la pasión del momento: conserva en la memoria la ofensa, al que la infirió, a los amigos de éste y a sus familiares. Y eso no por un día, o un mes, o un año: sino por muchos años y aún generaciones.

Porque la ira, como dice un refrán antiguo, es la que envejece más tarde: traspasa las enemistades de padres a hijos, como en herencia: induce a la venganza: excita todas las fuerzas y propone todos los procedimientos para realizarla.

Parece que el hombre no ha recibido esas dotes sublimes por las que se diferencia de las fieras, sino para hacerse peor que ellas en lo mismo que las aventaja.

Por eso, a algunos les pareció que Cota, el personaje de Cicerón, iba acertado cuando culpaba a la razón de ser el instrumento de todos los crímenes y maldades. Sin embargo, bien pudo deducir que nuestra naturaleza se había apartado de su perfección.

Pues ¿y aquello de que la venganza no se limita al que ofendió, sino que se extiende a otros? Uno es el que peca y son muchos los castigados.

(...)

Y lo mismo que extendemos el campo de la venganza, extendemos el de las personas a quienes tenemos que vengar. No sólo perseguimos las ofensas propias, sino las de todos nuestros parientes, amigos, clientes, conocidos, amigos de los amigos y conocidos de los amigos. Y esto no para evitar que la ofensa se perpetre, o para que no se extienda (lo cual tal vez fuera excusable), sino para que perpetrada ya y casi olvidada se renueve y se vengue. Así, con una nueva ofensa, no curamos la primera, porque es imposible, y exacerbamos las dos.

(...)

Los hombres se unen en apretado haz para vengar lo que estiman injuria, o por lo que favorece una causa, o por una esperanza: se toman las armas; se forma un bando. Y si no es de temer la ley, o un poder superior, estalla una guerra civil dentro de los mismos muros entre conciudadanos, o fuera entre dos pueblos o naciones. Y lo que dentro de un orden legal merecería la horca y demás suplicios, pasando sobre la ley, no sólo queda impune, sino que es lícito y honroso.

Festo, el gran escritor latino, hace derivar la palabra "bellum" (guerra) de "bellua" (bestia).

Y en efecto: la guerra es más propia de las bestias que de hombres, ya que éste fue conformado por su naturaleza para la bondad y humanidad y las fieras para la lucha. Pero nuestros delitos han conseguido que el mal, propio de las bestias, éstas no lo hagan y que nosotros hagamos lo más ajeno y más contrario a nuestra naturaleza.

¿Decíamos que la guerra es propia de las bestias? Pues ninguna siente esa rabia feroz del hombre, como escribió Plinio.

A los demás animales los vemos vivir tranquilos, cada uno en su orden: se congregan: se defienden contra los de otra especie. La fiereza del león no se ejerce contra el león: la serpiente no ataca a otra serpiente... Solamente el hombre (quien menos debía) lucha contra el hombre.

Así se ve que todo permanece dentro de su orden natural, mientras el hombre ha caído del suyo, degenerando en algo peor, como los frutos, que jamás cambian mejorando.

Fácilmente se comprenderá que la guerra es antinatural al hombre estudiando las causas de aquélla.

Se ve que es natural saciar el hambre y la sed, por lo que muchas veces atacan las fieras; rechazar la fuerza; evitar las inclemencias del calor, el frío, las lluvias, la nieve; satisfacer las necesidades naturales...

La guerra no se hace por eso.

En la antigüedad los galos traspasan los Alpes con grandes ejércitos y entran en Italia: los helvecios, en la Galia; los cimbrios, en Italia; los godos en España. Pues ninguno iba tras los alimentos o necesidades naturales: todos tras los placeres. Unos buscaban el vino; otros, el aceite; otros, la amenidad de la región.

Hace siete años hubo una escasez terrible de cosechas, sobre todo en Andalucía, de tal modo que murieron muchas personas de hambre tiradas por las calles y dentro de sus propias casas, y perecieron todas las yuntas, hasta el punto de que al año siguiente tuvieron los hombres que uncirse el arado, si quisieron cultivar los campos. ¿Quién salió entonces de su casa? ¿Quién tomó las armas para luchar contra la desgracia? Sin embargo, una palabreja, una ambición, un deseo, pone el hierro en las manos y lanza pueblos enteros a la guerra.

Es que sobrellevamos más fácilmente lo que hiere a nuestra naturaleza que a nuestra soberbia; es decir, renunciamos a aquélla por ésta.


Juan Luis Vives

miércoles, 10 de febrero de 2010

Entre lo razonable y lo racional




Ciertas acciones no dependen, se nos dice, ni del hábito ni del instinto, y por tanto contienen un razonamiento. Resulta embarazoso; pues, en fin, hete aquí razonamientos tan claros como si hubieran sido expresados con palabras, sin que se los pueda contemplar como el resultado de un orden preestablecido. ¿De dónde podrían nacer más que de una razón particular en el bruto, que lo determina respecto a algo, tras haber deliberado, y que se acomoda sobre la marcha a las coyunturas, sin contar con leyes generales que pueda seguir?

(...)

Nuestra imaginación, predispuesta en favor de las bestias, les presta siempre el espíritu. Vincula en sus acciones cosas que debería considerar separadamente. Lo que depende de causas simples, lo atribuimos a una complicación de vías alejadas; y si lo que el animal hace tiene algunas consecuencias, jamás dejamos de suponer que las ha previsto.

(...)

Dejando a un lado la ventaja de la palabra que distingue al hombre de las bestias, aún así sostengo que no se aprecia nada en los movimientos de éstas que merezca ser comparado con una secuencia de acciones razonadas como se aprecia en el hombre. No sé si alguna vez se ha prestado suficiente atención a lo que voy a decir. Por un pequeño número de hechos que nos dan lugar a creer que la bestia razona, ¿cuántos otros hay que desmienten esta suposición? En cierta ocasión vuestro perro presentó, decís, un razonamiento admirable, mostró su espíritu, y por cierto del modo más refinado. Ya veo: pero decidme, ¿por qué en otro caso en todo semejante no ha hecho uso alguno de esas pretendidas cualidades, conduciéndose como una auténtica bestia que no razona en absoluto? ¿Qué ha sido de todos esos bellos talentos? ¿Qué hechizo pudo suspender su ejercicio? Por un ejemplo que cuadre bastante con vuestra suposición, y que os dé lugar a decir que si esta bestia no razonase no sería nunca capaz de eso que le veis hacer, se hallarán miles, si uno se digna a tomarlos en cuenta, que me den derecho a responder a mi vez que si dicha bestia razonase se conduciría de una manera completamente distinta. La mayor verosimilitud está, pues, por entero de mi lado. Pues podemos decir que la razón en un alma que la posee no puede ser concebida como un mero rayo pasajero que atraviesa la nube y se extingue acto seguido. Es una esfera luminosa, cuyo fin es iluminar determinado entendimiento. Si conduce al animal en ciertos casos, es natural que lo dirija en todos los casos similares; en todos aquellos que no son ni más difíciles, ni más complicados, ni menos previsibles. Un principio de razón en absoluto se contenta con aparecer por intervalos, a fogonazos, en rasgos singulares y detallados. Anima la conducta toda, y si hay excepciones que deroguen dicha regla, siempre constituyen un número exiguo.


Boullier

sábado, 6 de febrero de 2010

Lo sobrenatural en lo animal




Recuerdo a Bacon:


Quienes niegan a Dios destruyen la nobleza del hombre, pues sin duda el hombre es de la estirpe de las bestias por razón de su cuerpo, y si no fuera de la de Dios por su espíritu, sería una criatura baja y mezquina. Destruye asimismo la magnanimidad y la naturaleza humana emergente. Por tomar el ejemplo de un perro, baste señalar qué generosidad y coraje empleará cuando es sustentado por un hombre, quien ocupa para él el lugar de un dios o "melior natura"; coraje que no demostraría si no tuviese la certeza de una naturaleza mejor que la suya jamás pudiese adquirir.


Lo evoco tras leer a Konrad Lorenz:

Ningún instinto prefijado inclina al perro a recostar la cabeza en la rodilla de su dueño, y es por este motivo que tal acción guarda una relación más estrecha con nuestro lenguaje humano que lo que los animales salvajes "se digan" entre ellos.


El perro, en su relación con el amo, adopta un lenguaje que es en cierto modo creativo, abierto a la experiencia y a la inteligencia, y no una mera rémora en su ADN. Lorenz sostiene que si estos resultados no pueden repetirse en un entorno científico en el caso del perro es por la falta de incentivos de éste fuera del espacio cotidiano de sumisión al dueño, muy difícilmente traducible a las condiciones artificiales del laboratorio. En particular, escribe:

Todavía es demasiado temprano para comparar al perro con los simios antropoides, pero creo que el perro demostrará ser más apto para la comprensión del habla humana, no obstante lo mucho que el simio pueda adelantarlo en otras habilidades intelectuales.


Pero el perro no es un simio y no parece merecer ni una cienmilésima parte de la atención que éstos copan hoy. Lo que para el darwinista es simple determinismo por parentesco, a saber, la sensibilidad, la empatía y cierta capacidad de abstracción, para este etólogo es una irrupción cultural en una mente embrutecida a la que el trato continuado con una melior natura transforma con el paso de las generaciones. El énfasis en el chimpancé y el sofocante protagonismo que el mandarinato científico parece concederle se debe, entonces, a la falacia genética, al materialismo militante y al desprecio que los sacerdotes de la evolución profesan hacia el espíritu.

jueves, 4 de febrero de 2010

Washoe





El lenguaje se ha considerado el último bastión de la singularidad humana.


Mentira. Una multitud de animales tiene lenguajes de signos con los que emitir señales reconocibles por el grupo. Estos chimpancés y sus gracietas no van más allá de lo que cabría esperar de un perro espabilado. No veo la novedad por ninguna parte. Me parece una pérdida de tiempo establecer vínculos "genéticos" entre ellos y nosotros cuando es obvio que estos seres no pasan de experimentar triviales sentimientos de glotonería y excitación que ni entienden ni dominan. La humanidad no es una cuestión cuantitativa, como esta torpe investigación presupone.

En apoyo de esta tesis, Reid, que también negaba la analogía entre hombres y brutos:




lunes, 1 de febrero de 2010

Génesis interrupta




Entre el nacimiento de Dios y su muerte se desarrolla la historia del hombre.

La humanidad ensambla con la espesa animalidad que la precede y el acto humano se acompaña de un gesto animal que lo anticipa: himenópteros humillan nuestras ambiciosas burocracias, la astucia de un felino avergüenza estrategas, un gorila enjaulado resuelve problemas de mecánica práctica.

Pero el antropoide carnívoro, que se prepara a erguir un torso burdo sobre piernas combas, no abandona su arbórea morada porque catástrofes geológicas o rebeldías genéticas lo constriñen a un ingenioso vivir donde su humanidad despierta. La aparición del hombre supone la renitencia de un organismo a su recta actividad animal.

Una experiencia insólita arrancó vagos lemuroides al torpor placentero de la sumisión al instinto.

Si las causas que diversifican las grandes familias animales explicaran la aparición del hombre, la especie humana diferiría de otras especies como difieren éstas entre sí; pero el hombre patentiza contra la agresiva penumbra animal de su ser una diferencia irreductible. La presencia del hombre rompe la continuidad biológica. Escondidas escolleras tuercen el homogéneo flujo de la vida. La suma de las contestaciones animales al universo circundante se corona con una interrogación angustiada.

La evidente diferencia no es invención de nuestra vanidad, redactando en cuerpo autónomo una ciencia antropológica que sería mero capítulo postrero de un manual de zoología; la sola existencia de una zoología es la confirmación de su diferencia, y su prueba.

Pero lo que distingue al hombre no es el arma que talla o el fuego que enciende. El empleo astucioso de objetos materiales complica, sin alterar, viejos empeños animales. Entre los selacios, un priste o un torpedo anexan electricidad o mecánica a sus reflejos defensivos. Por lo demás, basta el protozoario más humilde para ilustrar cómo toda estructura orgánica es transitoria solución formal al problema que a sí misma se plantea la ávida tenacidad de la vida.

Sin duda la riqueza de sus circunvoluciones encefálicas facilitaba al hombre, con un más amplio repertorio de gestos, un más seguro dominio de su universo inmediato; pero ni la victoria de los grandes saurios secundarios, ni los monstruosos hormigueros de las selvas tropicales prefiguran los anhelos colmados de nuestro ser inconforme.

Aun cuando el hecho de que sus herramientas de dominio no sean meras excrecencias de su carne haya concedido al hombre la utilización de materias infinitas, el ejercicio de una inteligencia escuetamente ceñida a sus funciones primigenias no hubiera impetrado de una tierra indiferente una rxistencia menos mísera que la del ser que abrigaron las grutas de Tcheu-k'eu-tien. Aun el hombre robustamente adaptado a su ámbito ecológico sólo repetiría rutinas familiares a un paleontólogo bisoño. En las técnicas empíricas cristalizan gestos orgánicos.

La inteligencia prolonga potencias biológicas, y sólo traspasa la frontera del reino animal cuando presencias axiológicas desquilatan sus metas naturales y la someten a esa noble servidumbre donde la razón se engendra.

Los animales ingeniosos y triunfantes no son los auténticos precursores del hombre, sino los perros que aullan a las sombras.

El hombre aparece cuando al terror, que invade toda vida ante la incertidumbre o la amenaza, se sustituye el horror sagrado. Una inexplicable ruptura en la homogénea substancia de las cosas revela una presencia ajena al mundo y distinta de las presencias terrestres. El hombre es un animal posesor de una insólita evidencia.

Ni su organización física ni su constitución mental distinguen al hombre de sus genitores animales. Sus modificaciones estructurales, sus atributos inéditos, sus particularidades nuevas, no alteran sus características zoológicas, ni varían su pertenencia taxonómica. No lo aisla de la serie animal, para crearlo en su calidad de hombre, una mera acumulación de rasgos animales, en cuya totalización repentina emergiera su ordenación humana. Aquí no asistimos a la realización de una virtualidad inmanente y necesaria, ni contemplamos una conformación casual de comportamientos anteriores. Pero tampoco una ajena, extraña y heterogénea potencia se suma a las potencias animales. El aparato mental del hombre no difiere del aparato mental del hominida. El hombre es un animal que la percepción, misteriosamente concedida, de un nuevo objeto coloca en un universo bruscamente invadido por una presencia que lo agrieta.

En el silencio de los bosques, en el murmullo de una fuente, en la erguida soledad de un árbol, en la extravagancia de un peñasco, el hombre descubre la presencia de una interrogación que lo confunde.

Dios nace en el misterio de las cosas.

Esa percepción de lo sagrado, que despierta terror, veneración, amor, es el acto en que el alma se afirma.

El hombre aparece cuando Dios nace, en el momento en que nace, y porque Dios ha nacido.

El Dios que nace no es la deidad que una teología erudita elabora en la substancia de experiencias religiosas milenarias. Es un Dios personal e impersonal, inmediato y lejano, inmanente y transcendente; indistinto como el viento de las ramas. Es una presencia oscura y luminosa, terrible y favorable, amigable y hostil; satánica penumbra en que madura una espiga divina.

Una luminosidad extraña impregna la íntima substancia de las cosas. Las piedras sagradas señalan la carne sensual del mundo.

Detrás del universo inerte se revela su auténtica esencia de horror, de majestad, de esplendor y de peligro. En ese universo húmedo de un rocío sagrado que chorrea sobre las superficies, penetra en las llanuras y llena la concavidad de los objetos, urge asumir actitudes que organizan el comportamiento humano ante las nuevas evidencias.

Nada más equívoco, así, que imaginar al hombre afrontando solamente las amenazas del ámbito inmediato que lo encierra. La ambigüedad del universo le planteó más insólitos enigmas.

Si el hambre, el frío, o el golpe vertical de una zarpa lo despertaban de su natural inercia, no es tanto para multiplicar los productos de su caza o la ubertad de sus campos, ni tampoco para aplacar un cielo inclemente, ni aun para afianzar una solidaridad que lo defiende, que el hombre inventa ritos, templos, mitos, instituciones y éticas.

Más allá de ese mundo, cuya crueldad conoce y que su inteligencia lentamente subyuga, no se eleva la bóveda cerrada de una pura oquedad donde naufraga su ignorancia. El horizonte total de su acomodación biológica no es una vacuidad incógnita que su inteligencia, sometida a terrestres tareas, puebla con celestes faunas. Aquellas construcciones de su espíritu, que exceden sus evidencias materiales, no son las pálidas proyecciones de su interés o de su angustia sobre la muelle blancura de las nubes.

Detrás del esquemático universo que sus actos elaboran, interrogaciones más urgentes que las que inquietan su carne acechan sin compasión sus vigilias y sus sueños. El hombre ha descubierto un mundo que el gesto del labriego, del artesano, o del guerrero no somete; un mundo que no conquuista sino que lo conquista; un mundo a cuya interrogación solamente responde, si calla; y en el que impera quien se inclina y se postra.

En la naturaleza; en su alma misma; y en ese más allá que yace tanto en el más íntimo corazón de cada cosa, como en los más remotos confines de los más lejanos horizontes, el hombre desenmascara la impasible presencia de una realidad rebelde a su violencia y compasiva sólo a la paciencia de su espíritu.

El hombre nació allí, el hombre disímil del animal que lo engendra, el hombre víctima sacrificada a un destino más augusto.

La elaboración tenaz de su experiencia religiosa ha sido la empresa milenaria del hombre.

Tarea nunca concluída y aparentemente susceptible de infinitas soluciones, pero tarea que nos somete a implacables e impertérritas normas. Todas las altas afirmaciones del hombre convergen hacia un arcano centro.

Toda grandeza es secretamente fraternal.

La experiencia religiosa es la matriz de las constataciones axiológicas. En los duros y opacos bloques de evidencia que les entrega la experiencia religiosa, estética, ética y lógica labra sus afirmaciones perentorias.

A la luz de esas exigencias de su razón el hombre lentamente procede a la postrera creación del mundo. El recinto limitado que trazaban sus apetitos materiales se ensancha y se transforma en el universo que la verdad explica, el bien ordena y la belleza ilumina.

Verdad, que sólo cumple sus propósitos al realizar una coherencia interna que refleja la inmutabilidad divina. Toda proposición, toda ley, como todo gesto y todo paso, son fe en un atributo de Dios. Ni el principio de contradicción, ni el principio de causalidad, ni ese principio de uniformidad que más hondamente los soporta, pueden separarse de la raíz axiológica que los ata al terruño mismo de la divinidad. Todo empirismo científico es alboroto de ave que anhela volar en el vacío.

Bien, a que sólo obedecemos porque una irresistible exigencia nos subyuga. Bien que impera sobre la rebeldía de nuestro ser, y desprovisto de amenazas, carente de sanciones, inerme y soberano, erige en la intimidad de la conciencia una obligación absoluta que ordena sin promesas y exige sin premios. Bien que las necesidades de vivir no explican, porque entorpece la vida; y que la sociedad no construye, porque ninguna soledad nos exime de acatarlo.

Belleza, en fin, que es aparición momentánea de un objeto liberado de las servidumbres de nuestra propia vida y que, en el fugaz silencio de nuestro espíritu absorto en una contemplación desinteresada, revela su esencia autónoma, es decir su manera de existir en lo absoluto. Efímera experiencia que el arte inmoviliza, y levanta en simulacro de estela conmemoratoria del itinerario divino del hombre.

Que pueda Dios morir no es, luego, una vana amenaza. El hombre puede perder lo que habia recibido. Un hombre eterno en un mundo inmóvil garantizaría sólo la permanencia de Dios. Pero el hombre surgido de las lontananzas pliocenas puede sumergirse en el vasto océano animal. Sólo lo separa de la bestia tenebrosa la frágil evidencia que su orgullo olvida.

¿No vacila ya la estructura incomparable que erigió su paciencia atenta y sometida? Su espíritu sospecha un capricho irreductible en el corazón de las cosas e intenta velar su fracaso con un ademán que rechaza, como vanas, las certidumbres mismas que anhela.

Recorre con voracidad la tierra para amontonar en cámaras mortuorias los nobles despojos de sus sueños, e imagina fecundar su esterilidad con el vigor de estirpes sepultadas.

Desorbitado, en fin, perdido, ebrio, las empresas que inventa su soberbia culminan en sangrientas hecatombes; y si humillado inclina hacia la placidez de ocupaciones subalternas, una vida mezquina, baja y vil, lo sofoca en su tedio.

Las cicatrices de su industria sobre un suelo paciente insultan la belleza de la tierra, pero su necia temeridad se vanagloria de todo lo que hiere y mutila sus victorias inermes. Sus empresas coronadas lo hinchan con ventoso orgullo, y su incauta osadía cree haber asegurao la promesa de ascensos infinitos porque una lábil luz golpeó su frente. Confiado en hipotéticos derechos desdeña los viejos instrumentos de su triunfo; y avergonzado por la servidumbre en que germina la virilidad de su espíritu, cercena, como lazos que lo ataran, los secretos canales de su savia.

El hombre morirá, si Dios ha muerto, porque el hombre no es más que el opaco esplendor de su reflejo, no es más que su abyecta y noble semejanza.

Un animal astuto e ingenioso sucederá, tal vez, mañana al hombre. Cuando se derrumben sus yertos edificios, la bestia satisfecha se internará en la penumbra primitiva, donde sus pasos, confundidos con otros pasos silenciosos, huirán de nuevo ante el ruido de hambres milenarias.


Nicolás Gómez Dávila