jueves, 25 de marzo de 2010

Más sobre la prueba de Dios




No tiene sentido afirmar que quizá el universo es necesario. Si lo es, ha de serlo por razones a la vista; no puede asumirse sin más ni dudarse al respecto. Y la única razón para que podamos considerarlo necesario es que resulte imposible pensar en otro universo como existente en su lugar, o en éste y cualquier otro como inexistentes, cosa que a todas luces no sucede. Si yo digo "Es necesario que DV sea el más listo", estoy diciendo que carece de lógica conjugar siquiera como mera posibilidad a alguien más listo que DV; pues, de no ser así, me habría bastado con afirmar que DV es el más listo actualmente.

Por tanto, si algo puede negarse mediante análoga operación mental, nos hallamos ante un objeto contingente y no necesario, o lo que es lo mismo: superfluo, dependiente, casual, perecedero. Y todo ello sin considerar la complejidad o inmensidad de dicho objeto, que en nada afectan a esta conclusión.

Acostumbrados a la realidad, la creemos necesaria. Tendemos a pensar al estilo materialista, esto es, de forma imaginativa. Ciertamente es imposible imaginar la inexistencia del universo o la de una simple manzana, pues el vacío carece de representación visual, pero es por completo posible el concebirla. Ergo, el universo es tan contingente como las manzanas.

Lo necesario es aquello de cuya no existencia se sigue una contradicción. Del hecho de que el universo sea contingente y no haya Dios se sigue la contradicción de que el universo i) se cree a sí mismo, o ii) sea creado sin creador. Por tanto, hay Dios.

La necesidad de Dios se prueba por el argumento de la contingencia, que es metafísico, mientras que el universo sólo nos permite argumentos físicos. Postular que algo físico es lógicamente necesario implica un salto ontológico injustificable. ¿Qué características susceptibles de ser observadas ha de tener un objeto para ser necesario? Acaso alguien sepa contestarlo.

Algo es necesario o contingente no por sus características mensurables o por su inteligibilidad, sino por su relación con el todo.

El teísta hace bien no dando por bueno que algo contingente haya existido y vaya a existir siempre, por más que no podamos ver más allá de ese objeto y lo consideremos único o uni-verso. Esta excepcionalidad metafísica va contra la propia definición de contingente y resulta en extremo sospechosa. Puede que de hecho suceda que X sea eterno, sin darse ninguna necesidad de que ocurra así. Pero la pregunta se repite, devolviéndonos al lugar del que partíamos: ¿En base a qué se produciría un fenómeno tal, ya que no en base a sí mismo?

Cuando te pregunto si el universo es necesario, sólo cabe una respuesta afirmativa o negativa. Si es afirmativa, debes compaginar la definición de necesario con la de este universo. Si es negativa, debes buscar una razón por la que el universo sea de este modo y no de otro, razón que no puede estar en el universo mismo. Aunque no sepas por cuál de las dos posibilidades optar, eres consciente de que no hay otras. Y si entiendes el término necesario igual que yo, a saber, como lo que posee en sí su propia razón de ser y sus modos de ser, en exclusión de todos los demás, te sentirás inclinado a admitir que nada hay en el universo que no pueda ser de otra manera.

El ateo se ve obligado a negar a Dios al tiempo que fabula un alma inmutable del universo que es completamente extraña a la pluralidad y cambio que contemplan nuestros sentidos. El mismo filósofo que por afán reduccionista no cree en las substancias debe creer ahora en la substancia de substancias, identificándola con la materia para colmo de los ridículos y fingiendo que algo contingente pueda ser substancia de sí.

viernes, 19 de marzo de 2010

Objeciones a una moral natural




En cierta manera es imposible el tener una gran opinión de la felicidad de la virtud sin haber concebido elevados pensamientos sobre la satisfacción que producen la admiración generosa y el amor a la virtud. Nada más que la experiencia de tal amor es capaz de dar crédito a dicha satisfacción. En consecuencia, la razón y apoyo principales de la opinión que dice que "la virtud hace feliz" habrá de surgir del poderoso sentimiento de esta generosa afección moral y del conocimiento de su poderío y fuerza. Mas, una cosa es cierta, y es que la suposición de que en el UNIVERSO mismo no existen ni bondad ni belleza ni ejemplo o precedente alguno de una afección buena en un Ser Superior, esa suposición no puede representar un gran robustecimiento de nuestras afecciones morales ni prestar gran ayuda al puro amor a la bondad y a la virtud. Semejante creencia tenderá más bien a enajenar las afecciones respecto a todo lo amable y estimable por sí mismo y a suprimir el mismísimo hábito y la familiar costumbre de admirar las bellezas naturales, o sea todo lo que en el orden de las cosas está de acuerdo con un plan justo, con la armonía y con la proporción. Ya que una persona que piense que el Universo mismo es un dechado de desorden, estará poco dispuesta a amar o admirar cualquier cosa como ordenada en el Universo. ¿Cómo no va a ser inepta para venerar o respetar alguna belleza particular subordinada de una parte del Universo, cuando AL TODO se lo piensa como desprovisto de perfección como vasta deformación infinita?

Ciertamente, nada puede haber más triste que el pensamiento de que se vive en un Universo perturbado del que cabe esperar muchos males y donde no hay nada bueno y hermoso que se haga presente, nada cuya contemplación pueda satisfacer o suscitar una pasión que no sea el desprecio, el odio o el desagrado. Semejante opinión puede llegar a amargar gradualmente la índole de uno, y hacer no sólo que se sienta menos el amor a la virtud, sino ayudar además a perjudicar y arruinar el mismísimo principio de la virtud, a saber la afección natural y amable.


Shaftesbury

jueves, 11 de marzo de 2010

Bifurcación de la naturaleza



El error capital que, transmitiéndose desde Aristóteles, ha viciado la mayoría de las filosofías de la vida es ver en la vida vegetativa, la vida instintiva y la vida razonable tres grados sucesivos de una misma tendencia que se desarrolla, cuando son tres direcciones divergentes de una actividad que se ha dividido al desarrollarse. La diferencia entre ellas no es de grado, sino de naturaleza.

Como la vida animal y la vegetal, así la inteligencia y el instinto se oponen y complementan. No hay entre ellas sucesión ni diferencia de rango. Veamos por qué se considera, sin embargo, a la inteligencia como superior al instinto en el orden del desarrollo y en jerarquía.

Inteligencia e instinto conservan algo de su común origen. Varían las proporciones, pero no hay inteligencia donde no se descubran huellas del instinto, ni instinto que no esté rodeado como de una franja de inteligencia. Del hecho de que el instinto es más o menos inteligente se ha deducido que entre ambos no hay más que una diferencia de complicación o perfección. En realidad no se acompañan más que porque se completan, y no se completan más porque son diferentes y hasta opuestos. Para aprehender lo esencial de cada uno tenemos que recurrir a distinciones demasiado tajantes, pero la definición obliga al esquema, a una acentuación de contornos y límites que no puede reflejar la fluidez de la vida. Por eso, una vez trazada la separación, será preciso volver a difuminar la línea divisoria.

Cuando buscamos el momento inicial de la inteligencia sobre la superficie de la tierra, lo señalamos en el instante en que el hombre fabrica por primera vez armas o útiles. Asimismo reputamos más inteligentes a los animales que, como los monos y elefantes, emplean un instrumento artificial, fabricado groseramente por ellos, o proporcionado por el hombre. Si examinamos la historia humana, advertimos que la invención mecánica es el paso esencial de la inteligencia humana y que todavía hoy nuestra vida social gravita en torno de la fabricación y utilización de instrumentos artificiales, que las invenciones que jalonan el camino del progreso han trazado también su dirección. Aunque las costumbres de una época se prolonguen por inercia en la siguiente, cada nuevo instrumento modifica las relaciones entre los hombres, levanta nuevas ideas, suscita nuevos sentimientos. El hombre no es "homo sapiens", sino "homo faber".

(...)

El animal posee también útiles, pero estos forman parte del cuerpo que los utiliza y a ellos corresponde un instinto que sabe emplearlos. Observemos que la mayor parte de los instintos son la prolongación, más aún, el término del mismo trabajo de organización de la materia viva. Para su metamorfosis la larva ejecuta actos apropiados que pueden considerarse tanto iniciativas del instinto como continuación del trabajo organizador de la materia. Adviértese también que cuando el trabajo se divide y el instinto se especializa en las colonias de insectos sociales -abejas, hormigas, etc.- a diferentes instintos corresponden estructuras orgánicas diferentes. Puede, pues, decirse que en su grado de máxima perfección el instinto es la facultad de utilizar e incluso de construir instrumentos organizados y la inteligencia es la facultad de fabricar y emplear instrumentos inorganizados.

Ambos modos tienen sus ventajas y sus inconvenientes. El instinto emplea instrumentos tan adaptados a su función que lo que está llamado a hacer lo hace maravillosamente, sin ninguna dificultad, en el momento apetecido. Pero, justamente por la invariabilidad de su forma, queda preso por su propia función y no puede ejercer otra. El instinto está, pues, ineludiblemente especializado por ser sólo la utilización de un instrumento determinado para un fin determinado. Por el contrario, el objeto fabricado por la inteligencia es un instrumento imperfecto; fabricarlo y manejarlo requiere esfuerzo, pero al estar constituido por materia inorganizada puede tomar cualquier forma, servir para cualquier uso, superar toda nueva dificultad, prestar al ser que lo usa un número ilimitado de poderes, proveyéndole de una organización artificial más rica, que amplía el organismo natural y lleva su actividad cada vez más lejos y la hace cada vez más libre. Pero para las necesidades inmediatas el instrumento natural y el instinto son más perfectos y certeros. Obtienen la perfección a cambio de la limitación, mientras que la inteligencia y el instrumento artificial consiguen la ilimitación a cambio de la imperfección. La vida podía elegir entre dos maneras de actuar sobre la materia bruta: inmediatamente creando un instrumento organizado, mediatamente dotando al organismo de la facultad de fabricar un instrumento con materia inorganizada. Ha elegido las dos: unidas primero, el instinto toma vuelo enseguida en los artrópodos, mientras que en la línea de los vertebrados sólo en el hombre la inteligencia se despide definitivamente del instinto. Instinto e inteligencia son, pues, dos soluciones divergentes, igualmente elegantes, para un solo y mismo problema.


Bergson

miércoles, 10 de marzo de 2010

Campanella: Monismo animista




Que ningún ente puede dar al otro lo que no tiene en sí mismo fue ya probado (Metaphysica, pars II, 1), y resulta conocido por muchos, demostrándolo por doquier la experiencia, pues nunca se ha visto a la luz causar oscuridad, ni al calor frío, ni a la púa alisar, ni a lo pesado aligerar, cosa que se advierte en todas partes. Cierto es que una masa caliente puede enfriarse, pero el frío no puede ser producido por el calor, ni el calor convertirse en frío. Es por accidente, al estar entre lo frío, que lo caliente incluso se reaviva y crece, no porque el frío le dé un mayor calor, sino que por sí mismo aumenta, siendo de naturaleza difusiva y multiplicativa; lo que no sucede en las cosas de por sí estériles.

Ahora bien, si los animales tienen por consenso universal sensibilidad, y el sentido no nace de la nada, es forzoso decir que los elementos, su causa, sienten; y también todo lo demás, como se mostrará en base a la afinidad de las cosas. Sienten, pues, el cielo, la tierra y el mundo, y están en su interior los animales como gusanos dentro del vientre del hombre, los cuales ignoran el sentido de éste, porque es desproporcionado a su exiguo conocimiento.

Mas se dice: el sol no es ni animal ni planta, y hace animales y plantas; y es sutil y móvil y blanco, y no obstante endurece y condensa el fango, e inmoviliza y ennegrece a los etíopes bajo Cáncer y Capricornio, donde más tiempo mora; y el fuego calienta, y la fría nieve calienta la mano y engrasa la tierra; y el salitre caliente enfría las bebidas; y el miedo, que no es frío, enfría al hombre; y el vivo da muerte a otro vivo; y muchos entre sí semejantes producen cosas a ellos desemejantes; y todo se hace de lo que no es. Por lo que lo sensible podría nacer de cosas no sintientes.

Respondo que las cosas que se hacen en el cielo y en la tierra participan de estos dos elementos. Mas el animal no es sol, sino tierra en la que el sol, obrando, produce una tal dureza que, no pudiendo ser exalada, organiza a la masa y hace que la vida en ella actúe, como se dirá después. Es así que el animal y la planta poseen espíritu, calor, sutileza y movimiento del sol, y materia de la tierra formada con el arte del sentido solar; mas no tienen nada, empero, que no esté en su causa, aunque no en el mismo modo que en la causa.

(...)

Semejantemente, el sol no endurece el fango produciendo dureza y sequedad, sino descubriendo la dureza terrena que estaba escondida y mezclada en la blandura del agua, pues de tierra, dura por sí, y de agua blanda se compone el fango. Y el fuego, actuando, primero convierte en humo y aire, y luego en cielo, el agua que le es más semejante y menos resistente a su acción, de manera que la tierra queda sola con su sequedad propia, la cual puede licuar un gran fuego y producir humo, como se observa en las calderas y en las minas de sal y de metales.

(...)

Si esta carta ardiese, siendo blanca, verás exalar la llama blanca, que es la parte tenue de la carta, quedando la materia negra y grosera. Pero si el fuego obra más en ella la hará vidrio; y si más todavía, aire tenue y blanco, y aunque toda materia sea negra, como probamos en nuestra Filosofía, es negra de negrura inerte y no activa como la del frío.

(...)

La nieve no escalda la mano, sino que es el calor natural del hombre que, sintiendo que el frío arruina su morada, se une, crece y sale de la mano para ahuyentarlo.

(...)

Por tanto, cuando uno mata al otro, la muerte es semejante a la mente del asesino, no a su ser; y la herida es larga y grande a semejanza de la espada; y cuando lo hace por azar, se asemeja al pensamiento del primer moviente, en el que el azar no cabe.

(...)

Se rebela Lucrecio el epicúreo mostrando con su Demócrito que de las cosas no sintientes nace el sentido, porque de elementos indiferentes a la risa o al llanto se hacen hombres que ríen: y muchos ejemplos semejantes aporta contra Anaxágoras. A lo que respondo lo mismo, que aunque así sean la risa y el llanto en los elementos, no son del mismo modo en el hombre, porque la risa es dilatación del espíritu, dilatarse que es extraño a las cosas; y el fuego, cuando siente la ocasión de conservarse, se dilata y se alegra a su modo. El llanto es a su vez un constreñimiento de los espíritus, que expulsan el agua que está entre las membranas y el cráneo, como cuando se exprime la tierra húmeda y suelta agua.

Es preciso no olvidar que Lucrecio no sólo niega sensibilidad a los elementos, sino que dice, con Demócrito y Epicuro, que toda cosa se forma del concurso de los átomos que vemos en las espirales del sol; y, en segundo lugar, las distintas configuraciones que aquéllos toman agitándose y acoplándose dan lugar a distintas formas y apariencias.

(...)

Esta opinión, reprobada por nosotros en la Física y en la Metafísica, debe ser examinada. Diré sólo que si los hombres tienen razón y juicio, en los árboles la razón hace que las hojas, las flores y las espinas se vean, y el gran sentido de las abejas, hormigas y otros animales; y es necesario decir que así es la primera sabiduría llamada Dios, de la que éstos participan, y que el azar no puede, arrojando estas letras infinitas veces, unirlas para hacer este libro, por citar su ejemplo; mas el arte de una vez lo hace. Así, no debe atribuirse la ordenada fábrica del mundo sino al arte en primer lugar.


Campanella

lunes, 8 de marzo de 2010

Aborto




Se confía al perpetuo mejoramiento de la raza humana, es decir, a un futuro vago e incierto, aquello que afecta a nuestra conciencia pero no a nuestra vida. Delegamos en la multitud informe lo que individualmente preferimos soslayar acogiéndonos a la prerrogativa del olvido. El vulgo reclama más educación para evitar lo que sin duda considera un mal, y de ahí que desee enmendarlo, aunque lo atribuya a la ignorancia y crea así eludir la responsabilidad, o aplazarla acaso, como si los ignorantes fuesen menos criminales que los doctos.

Nuestras normas no están a la altura de nuestros ideales, parecen decirnos. Y acto seguido añaden: mas lo estarán al debido tiempo, vencidos los obstáculos en la larga marcha hacia la virtud. Es ésta una promesa que no están en disposición de garantizar. No sólo eso: es una promesa en la que no creen. Rousseaunianos de pacotilla, no reparan siquiera en que la educación ha de ser coherente. Si se da una escapatoria legal a la inmoralidad, disminuyen los incentivos para obrar bien desde el comienzo y el arrepentimiento es autoabsolución. Pues, ¿cómo va a estar mal lo que yo quiero y la ley me permite? Y lo permite prácticamente sin límites, en la medida en que sus buenas intenciones son un pagaré sin plazo y sin fondos.

Así, no hay equilibrio de intereses cuando se tolera que el mismo ser al que se deja vivir si nace y al que debe prestarse auxilio desde ese instante, se le niegue tal derecho si su madre lo repudia mientras permanece en el útero. ¿No es esto admitir que todo depende de la voluntad de aquélla, y que no hay más obligación que el que la misma se autoimponga? Una ley que defienda la autarquía moral del individuo en determinada área y sólo procure por guardar las apariencias de un cierto orden moral externo, al tiempo que le ofrece toda clase de recursos y argucias para maximizar su función de placer, es una ley equívoca y una ley inútil. Una ley falsaria, que contiene en sí su propia violación. Una ley cobarde, que evita pronunciarse sobre los principios, que los contradice "de facto" y que ratifica a ciegas la costumbre por miedo a mirarse en el frío espejo de la lógica.

Ni siquiera hay que plantear el supuesto del aborto como un problema de compasión y ternura de los afectos. Es la justicia la que debe evaluarse, no la lástima. Es, en fin, el respeto a la vida humana como noción indisponible, y no la simpatía hacia determinado fenómeno antrópico, la que ha de determinar que una acción libre desde un punto de vista moral devenga ilícita desde el prisma jurídico. ¿No sabemos qué es el hombre? Entonces no sabemos qué es la vergüenza, esto es, la certeza de estar por debajo del Hombre, ni dónde detener nuestros actos. El obrar sólo puede tener un fin recto si el que obra se identifica con él, y lo hace hasta el punto de no reconocerse derecho alguno cuando de él se aparta. Lo contrario es orbitar en torno a fantasmas y evaporar la realidad mediante las palabras. La potestad del individuo es nula tras traicionar a la especie.

jueves, 4 de marzo de 2010

Moral y ética


El sufrimiento voluntario se reputa meritorio si persigue un fin noble; el involuntario se tiene por censurable si lo dirige indigno fin, y por justo si el mismo es digno. El crimen y el castigo, igual que la herida y su cura, sólo se distinguen teleológicamente. Por ello quien niega los fines que trascienden el deseo se ve obligado a negar la justicia. El sacrificio, en cambio, se separa de los anteriores no por la naturaleza del fin, sino por la presencia espontánea y autónoma de la voluntad. Quien niega el carácter libre de ésta, desecha la moral.

Sólo procede moralmente quien, exponiendo sus bienes actuales por un bien mayor y futuro, desea aquello a lo que no se siente naturalmente inclinado
. La naturaleza ha procurado que los demás seres vivos busquen sin repugnancia la consecución de sus fines, esto es, que la bestia prefiera comer a desnutrirse y huir a ser apresada. Sólo al hombre puede resultarle desagradable lo que le conviene, aun a sabiendas de que así es. De ahí el mérito, innecesario e inexistente en el animal, de violentar el propio gusto y desdeñar los placeres inútiles.

Ahora bien, la sola capacidad de sufrir no añade nada positivo en términos morales, ni por supuesto genera derecho alguno. A los delincuentes se los castiga de ordinario dado que poseen la capacidad de padecer, y se los condena porque, extraños a la sociedad humana, se conducen como las bestias, aunque a diferencia de éstas podrían haberlo hecho de otro modo. Por esto el castigo de un criminal es ejemplar, mientras que la inmolación de un animal es mística. En el primer caso se restablece la moral, y en el segundo se establecen sus límites.