miércoles, 26 de enero de 2011

El fin de lo bueno




La felicidad es al alma lo que la salud al cuerpo; por tanto, el infeliz es un enfermo. Será crónico si no halla curación definitiva a su estado, y hereditario si de nadie más se contagia una vez ha nacido.

El hombre es homo infirmus. El pecado original hace que la razón y el deseo se disocien a medida que la primera se desarrolla. Así, en un niño predominan todavía las voliciones sobre las concepciones, por lo que la infelicidad es rara o circunstancial; en el adulto, en cambio, se da un estado de frustración permanente y es la felicidad la que deviene extraña.

Se debe esto a que, en lugar de adoptar fines externos (i.e., el trabajo) y de realizar nuestras potencias conforme a nuestra naturaleza, volvemos sobre nosotros y nos constituimos como fin, simulando que la potencia indeterminada pudiera ser causa final de sí misma. Reconocemos, sin embargo, que esto es falso. Por este motivo llamamos virtuoso a quien se olvida del interés pasajero para perseguir otro más estable y propio; y, semejantemente, tenemos por noble en grado sumo a quien llega a renunciar a las prerrogativas de su individualidad para la consecución de un ideal. Ahora bien, todas estas actitudes son acostumbradas en los animales y no les hacen violencia.

Hete aquí, entonces, la pregunta: ¿Por qué en los brutos toda actividad se dirige al exterior, según la naturaleza, mientras que en el hombre refracta hacia sí mismo y en sí mismo se detiene sin obtener fruto? Nadie anda hacia sí, y sin embargo solemos obrar hacia nosotros, esto es, según nuestras voliciones y al margen de la razón. ¿Cómo entender, pues, que seamos tanto más irracionales cuanto más racionales nos tornamos, ya sea respecto al animal, ya respecto al niño? ¿Acaso apelaremos al error? Con todo, es indudable que el hombre usa mal de su raciocinio no por defecto de atención, sino de intención.

El paganismo definió el vicio como un círculo en los mitos de Ixión, Sísifo y Tántalo: un incesante volver sobre sí para encontrar lo mismo que se había dejado. Adán y Eva, que procedían de la animalidad y cohabitaban con ella, cobran conciencia para descubrir que están desnudos y son animales. Vemos en el paraíso de unos el mismo miserable bucle que en el infierno de los otros.

De más está recurrir a revelaciones especiales: no hay ninguna gran verdad que haya escapado a la mayoría de los pueblos. Todos, excluyendo a los más embrutecidos, supieron de algún modo que la infinitud del mal no está en su grandeza, mas en su capciosa autorrecurrencia. La distinción que estipularon entre el espíritu y el alma del hombre obedece a la experiencia de la eterna disonancia entre el querer y el quererse, siendo este último signo de vanidad, que es amar lo que se muere.

¿Es el hombre el único ser que no obra espontáneamente para la eternidad? Aunque las bestias estén apegadas a lo terreno, lo están para siempre si desconocen que van a morir. Perecen, dado que no pueden elevarse a los principios por los que viven, pero son felices, ya que no hay paradoja ni tropiezo en su aplicación práctica. Por regla de semejanza, lo feliz se inmola en pro de la felicidad y lo sano por causa de la salud. El hombre sacrifica animales a los dioses por guardar aquéllos analogía con lo inmortal y lo puro, que sólo están muy imperfectamente en él. Quien compadece al animal ignora, presa de la melancolía, que es él quien debería ser compadecido, puesto que "no existe ser más desgraciado que el hombre entre cuantos respiran y se mueven sobre la tierra".

Sin coherencia no hay moral; ni música, sino ruido, sin armonía. Sin eternidad no hay coherencia, sino círculo; sin conocimiento no hay eternidad, sino engaño. Luego, será feliz quien sepa que es eterno, para la eternidad trabaje y persevere en tal disposición eternamente.

Nuevas pruebas contra el judaísmo




Dios declaró suficientemente que el culto mosaico debía cesar, siendo reemplazado por otro más perfecto, y que debía ser fruto y complemento de las lecciones del Mesías.

Prueba I. La ley moral o el Decálogo fue dictado a los judíos por la boca misma de Dios, con el aparato estruendoso del Sinaí; la ley ceremonial fue dada sucesivamente y cuando la ocasión se presentaba. La primera al punto de la salida de Egipto; mas las ceremonias por la mayor parte después de la adoración del becerro. Moisés colocó en el arca de la alianza los preceptos morales o el Decálogo, pero no los mandatos concernientes al ceremonial del culto. He aquí ya una diferencia esencial, que anuncia la diversa importancia y duración de estas leyes.

Prueba II. Dios declara muchas veces por medio de sus profetas a los judíos que el culto exterior no tenía para él mérito ni eficacia para borrar los pecados; que lo desechaba porque no estaba acompañado de la inocencia y la virtud. Luego este culto había sido instituido no por su propia excelencia, sino por razones particulares, tomadas del carácter nacional de los judíos y de las circunstancias en que se hallaban al salir de Egipto. Luego era natural que aboliese este culto, cuando las circunstancias hubiesen variado, y las razones de su institución no subsistiesen. (...)

Prueba III. Tomada de las profecías mismas que anuncian al Mesías. En primer lugar, Dios en el Deuteronomio promete a los judíos un profeta semejante a Moisés, que les anunciará sus voluntades. Ningún profeta puede ser semejante a Moisés, si no es legislador como él. Luego esta promesa debe entenderse de un profeta que dará una ley nueva. Dios mismo declara que entre los antiguos profetas ninguno hay que sea semejante a Moisés, a quien Dios hable cara a cara, y no solamente en sueños y visiones. Luego cuando Moisés anuncia un profeta semejante a él, entiende un hombre que estará revestido del mismo carácter, que tendrá las mismas funciones y privilegios, y a quien Dios concederá los mismos favores. Ninguno de los profetas, enviados a los judíos para exhortarlos a la obediencia de la ley de Moisés tuvo todas estas cualidades; sólo pueden convenir al Mesías. En segundo lugar, Dios promete a los judíos una nueva alianza diferente de la primera (Jerem. 31:31). "He aquí la alianza, dice el Señor por su profeta, que yo haré con ellos: pondré mi ley en el fondo de su alma... seré su Dios y serán mi pueblo... todos me conocerán desde el más pequeño hasta el más grande". San Agustín alega este mismo pasaje contra los maniqueos, que sostenían la pretensión de los judíos, que se apropian los impíos. En vano pretenderían estos con aquellos aplicar el cumplimiento de estas profecías al tiempo de la cautividad de Babilonia, porque mientras duró ésta el pueblo fue fiel y no idólatra; y nada de lo que los profetas anuncian se verificó entonces; y sí después de establecida la ley de gracia. (...) En tecer lugar, Dios prometió un nuevo sacerdocio eterno, no según el orden de Aarón, sino de Melquisedec (Psal. 109). Éste no había de depender del nacimiento, sino de la elección de Dios. Isaías nos dice que Dios tomará sacerdotes y levitas de entre las naciones (Isaías 66:20-21). No ejercerán sus funciones como los antiguos en el templo solo de Jerusalén, sino en todo lugar, según la predicción de Malaquías (Malach. 1:5). Las víctimas no serán las mismas, pues que Dios según el mismo profeta desechará en adelante las oblaciones de los judíos; y, según Daniel, las víctimas, los sacrificios y el templo deben destruirse después de la muerte del Mesías (Dan. 9:26). San Pablo se detiene e insiste con razón en estas diferentes pruebas para demostrar a los judíos que después de la venida del Mesías no subsistía la ley. En cuarto lugar, según la profecía de Jacob, el Mesías debía reunir los pueblos; luego debe hacer cesar la distinción que ponía la ley ceremonial entre los judíos y los demás pueblos. Según las predicciones de Daniel, la alianza debe concluirse cuando cesen los sacrificios y víctimas; luego el Mesías no debía dejar subsistir el culto ceremonial.

Prueba IV. Tomada de la naturaleza y fin mismo de la ley. Es evidente que la ley de Moisés tenía por único fin distinguir los judíos de las demás naciones hasta la llegada del Mesías. La circuncisión estaba ordenada como un signo distintivo de la posteridad de Abraham, y como un monumento de las promesas que el Señor había hecho. Con el mismo designio, había prescrito Moisés a los judíos tantos ritos y usos contrarios a los de las demás naciones, y que los hacían odiosos a sus vecinos. Dios había declarado que, en viniendo el Mesías, todas las naciones serían llamadas a conocerle y se agregarían a su pueblo. Lo hemos visto en muchos pasajes de los profetas, y los judíos no lo niegan. Era pues imposible que, bajo el Mesías, hubiese querido conservar observancias destinadas a separarlos de otras naciones. El ejercicio del culto mosaico estaba afecto y limitado a un lugar particular, al templo de Jerusalén. Dios había prohibido severamente oferecer en otra parte primicias, víctimas, inciensos y sacrificios. Pues que bajo el Mesías quiere extender su culto a todas las naciones, es absurdo creer hubiesen de venir de las extremidades del mundo a ofrecer sacrificios y celebrar tres veces al año las fiestas que arreglaba su calendario, en estaciones que no podían corresponder a las de las regiones distantes del Norte y del Mediodía. La ley de Moisés arreglaba el culto, las costumbres, usos civiles, políticos y militares. ¿Podían convenir a todos los pueblos?

Prueba V. La Providencia general de Dios. El Evangelio debía ilustrar todas las naciones, haciéndolas conocer el verdadero culto y la moral perfecta. "No es por vosotros, dice el Señor a los judíos por Ezequiel, por quien yo haré todas estas maravillas, sino por mi santo nombre, que vosotros habéis manchado en todas las naciones entre quienes habéis habitado. Yo glorificaré mi nombre a fin de que todas las naciones sepan que yo soy el Señor". Esto no podía cumplirse ni era conciliable con la existencia de la ley mosaica; luego el Mesías, destinado a hacer conocer por medio de sus discípulos el verdadero Dios, y el culto que quería se le diese en todo el universo, debía terminar y terminó la ley de Moisés.

Prueba VI. Tomada del mismo hecho, que es el mejor intérprete de las profecías y designios de Dios. Hace dieciocho siglos que Dios desterró a los judíos de la tierra prometida, hizo arrasar el templo, sin que ningún poder humano, a pesar del empeño de un emperador apóstata haya podido reedificarlo; ha hecho su religión impracticable, las leyes y constitución de su república imposibles de restablecer para siempre. Esta constitución dependía esencialmente de la distinción de las tribus y conservación de las genealogías. La distribución de la Palestina tenía relación con ella; los sacerdotes debían ser de la sangre de Aarón y de Leví, el rey de la raza de David, y el Mesías había de nacer de esta misma familia.

Mas, después de la dispersión de los judíos y la ruina de su república, sus genealogías se confundieron, la distinción de las tribus y razas quedó abolida. Es imposible a cualquier judío probar que es de la tribu de Judá y no de la de Leví o Benjamín, mucho más mostrar que desciende de David. Luego es un absurdo negar que la ley quedó abolida, siendo todo el fundamento y objeto de ésta la venida de un Mesías libertador que había de nacer de la familia de David.

La prueba más evidente de que no existe tal ley, por consiguiente de que el Mesías la abolió, es que el mismo Dios no ejecuta la sanción que le había dado. ¿Cuál era la sanción de la ley de Moisés? Dios había prometido que en tanto que los judíos se conservaran fieles en su observancia, los protejería, los colmaría de bienes y libraría de las manos de sus enemigos. Es así que desde la venida del Mesías esta promesa, cumplida hasta entonces, ha quedado sin efecto. A pesar de la obstinada adhesión de los judíos a su ley, ellos padecen hace más de mil ochocientos años la más dura cautividad; lo conocen ellos mismos y lo lloran. Luego, desde la venida del Mesías, Dios dejó de imponerles la ley de Moisés. No pueden decir lo contrario, sin acusar a Dios de que falta a su promesa.


Bergier

jueves, 20 de enero de 2011

Odres nuevos




I. Jesús y la Ley antigua.

Hace exactamente un mes tuve un agradable y breve encuentro con el doctor Mario Saban, autor de "El judaísmo de Jesús", entre otros trabajos relacionados, a quien conozco gracias a un amigo común. A propósito de un conato de debate anterior que no llegó a concretarse en torno a la figura de Jesús, me obsequió con tres de sus obras sobre esta materia, comprometiéndome por mi parte a ejercer de crítico de sus posiciones. Éstas se resumen en la tesis según la cual Jesús jamás quiso apartarse de la común obediencia de los judíos a su Ley, la Torá, ni fundar un nuevo credo con nuevos dogmas; ni divinizarse, ni predicar a los gentiles, sino que por el contrario enseñó como rabino fariseo y murió martirizado por su adhesión radical a la palabra de Dios.

Agradezco a Mario Saban que en su meritorio trabajo haya librado a Jesús del título infamante de innovador mediante numerosas pruebas que lo insertan en el contexto rabínico. Ni siquiera el Jesús divino que adoramos los cristianos resiste bien semejante acusación, por lo que los esfuerzos de Saban, además de ser dignos de elogio por su agudeza y rigor académico, han de reputarse como un favor hecho a nuestra causa. Un Dios que innova es un Dios que se contradice, toda vez que muda sus principios fundamentales y no sólo su aplicación particular. Ahora bien, un Dios que muestra principios diametralmente opuestos en la economía de la salvación altera la noción de salvación misma y disocia sus revelaciones, lo que carece de sentido siendo único el género humano. Esto nos llevaría a Marción y a la dualidad maniquea, que los sabios cristianos rechazaron como herética desde su mismo surgimiento, lo cual puede apreciarse, entre otros, en los escritos de Tertuliano y San Ireneo.

Sin embargo, se cree asestar con ello un golpe decisivo al cristianismo, cuya razón de ser, se nos dice, fue la abrogación de la Torá y la ruptura con la Sinagoga. Esto es una pura ilusión y un hombre de paja, cosa que me propongo mostrar en lo sucesivo. La tesis de Saban yerra por atribuir a los cristianos una voluntad cismática de la que carecieron. Saban sostiene que Jesús nunca quiso fundar una religión distinta. Los cristianos asentimos, pues nos consideramos los auténticos herederos de Moisés y de las promesas hechas a los patriarcas. No estimamos en Jesús la originalidad, sino que reconocemos en Él la voz que salió de la boca de los profetas, que es anterior a ellos y anterior a Abraham. Todo, pues, depende del valor que le demos al término "distinta" al referirnos a la religión cristiana respecto de la judía.

Renovar no es lo mismo que innovar: lo primero parte de una realidad que se actualiza y que contiene en potencia todo lo que llega a ser en su sazón y perfección máxima; innovar, en cambio, conlleva partir de cero y arrogarse una autoridad creadora, lo que supone una discontinuidad absoluta con lo dado anteriormente. Así, del mismo modo que los fariseos negaban toda aspiración a innovar con sus interpretaciones, pues adaptaban la letra de la Torá al espíritu de su religión, tampoco los concilios de la Iglesia pretendieron novedad alguna al definir, concretar y regular la fe preexistente frente a los extravíos doctrinales que la amenazaban. Se dirimían en ellos las discrepancias sobre uno o varios puntos de la doctrina que hasta el momento eran sostenidos más o menos unánimemente y sin disputa. ¿Por qué entonces Saban, que no ve ninguna novedad en la enseñanza de Jesús en relación a la Torá y a la tradición oral del judaísmo, se afana en verla en la de la Iglesia respecto a su cabeza y Maestro?

Cierto es que Jesús, en tanto que permanece en la substancia del judaísmo, no funda una nueva religión, sino que refunda la antigua, como Moisés respecto a Abraham. No se aparta de la Torá, pero evidencia la defección de los fariseos, que el propio Saban admite en su libro –página 69- al acusarlos de traición; no deroga la Ley, pero la ilumina mediante una revelación nueva que es al mismo tiempo una “buena noticia” y un paso más en lo que Lessing llamó la educación providencial del género humano. Se nos insiste en “El judaísmo de Jesús” en que éste jamás quiso colocarse por encima de la autoridad de los rabinos de su época. Ahora bien, si Saban concede que eran indignos de la Torá tanto sus más eminentes doctores (fariseos), que degradándola la abrogaban en la práctica, como sus príncipes (saduceos), que se sometían a la autoridad despótica del invasor pagano, ¿acaso no precisó Jesús desafiar a las instituciones y fuerzas vivas del judaísmo?

Saban discrepa de esta conclusión –páginas 113 y ss.- por entender que la religión cristiana, que procedería de una elaboración teológica posterior a Jesús, está adulterada con elementos a su juicio paganos como la Trinidad, la cristología o el uso de imágenes para la adoración. Según Saban, el "Shemá Israel" (“Escucha, oh Israel”) o credo principal del judaísmo permite la relación directa con Dios –esto es, con Dios Padre- y se opone a la mediación sacerdotal exclusiva, así como los misterios y dogmas ajenos a la unicidad de Dios. Contra lo primero alegamos el testimonio de Melquisedec en el tiempo de Abraham, cuyo sumo sacerdocio es eterno según el salmo 110, verso 4; y objetamos igualmente, la existencia del Templo hasta el comienzo de nuestra era, que vertebraba la vida religiosa judía antes de su destrucción. No podemos fingir que hubo en el judaísmo un “libre examen” y un sacerdocio universal de todos los fieles (por el contrario: “no te fíes de tu propio entendimiento”, Abot 4:14), como tampoco lo hubo en el protestantismo pese a predicar tal ideal utópico. El propio Jesús habla de “la cátedra de Moisés”, lo que implica magisterio, y manda respecto a los fariseos: “Haced y observad lo que ellos digan” (Mateo 23:2-3).

Contra lo segundo, a saber, la inadecuación de los misterios cristianos a la simplicidad de la fe judía, alegamos la cábala, de la que el doctor Saban es estudioso y cuyo carácter esotérico conoce sobradamente. Pues bien, el erudito Reuchlin opinaba que puede fundamentarse la Trinidad en la especulación cabalística. Por tanto, no es obvio y, por ende, no puede asumirse sin más como hace Saban, el que la unidad de Dios excluya su triunidad en el judaísmo, místicamente considerado, extremo éste que, de querer examinarlo con detenimiento, nos alejaría demasiado del objeto de este debate. Pero, si se prefiere el argumento de autoridad a la argumentación filosófica, en el Salmo 82:6 leemos: “Sois dioses e hijos todos del Excelso, mas como hombres que sois moriréis y lo mismo que uno de los príncipes caeréis”. Sin embargo, Jesús murió en tanto que hombre y resucitó en tanto que Dios, distinguiéndose así de los que caen para no levantarse. Veremos esto luego.

Todavía más. No existe una separación radical entre el judaísmo y el paganismo. La diferencia entre ambas religiosidades es tanta como la que media entre la verdad y el error, el cual es siempre una verdad mal contada, mientras que el absurdo no guarda con lo verdadero ningún punto de contacto. Ahora bien, aunque la pluralidad de númenes de los gentiles sea falsa y hasta demoníaca, el paganismo no es absurdo: conviene en la necesidad de sacrificar a los dioses, confía en su providencia y atribuye a los de su panteón las virtudes y cualidades que la Torá predica de Yahvé solo, exceptuando la de ser un Dios celoso. Pico Della Mirandola, del que Reuchlin fue un ferviente seguidor, creyó en que las semillas de la divinidad se encontraban esparcidas en el conocimiento de los pueblos en base a distintas revelaciones; lo cual concuerda con la propia revelación judía: “toda la tierra está llena de Su gloria” (Isaías 6:3). Por su parte, Spinoza demuestra en el Tratado teológico-político que el pueblo judío sólo puede tenerse por el pueblo escogido de Dios en términos muy restringidos, ya que la Biblia señala esta elección como condicional y no excluye a la gentilidad de un modo absoluto.

La doctrina de la inmortalidad del alma, que Jesús afirma vigorosamente, era sólo una opinión de una secta del judaísmo y no la de todo el pueblo. Esto es así dado que no figura en la revelación de la Torá, sino que se adquirió durante la estancia entre los caldeos, los persas y los egipcios, en contacto a su vez con la filosofía griega. Pregunto, entonces, si es posible que una doctrina de tal importancia, de la que depende la salvación ultraterrena, pudiera ser discutida y hasta negada sin mella de la piedad en el continuo debate antidogmático fariseo, del que Saban se enorgullece; o si es imaginable siquiera que ésta se añadiese al credo común prescindiendo de una autoridad especial para sancionarla y el pueblo tolerase tamaña novedad sin escándalo. Por consiguiente, o se recibió de los gentiles –y en ese caso podemos referirnos sin ambages a una gentilización del judaísmo- o la introdujo Jesús con autoridad divina. Lessing escribe:

Pues aunque con anterioridad a Cristo se había implantado en muchos pueblos la fe en el castigo reservado en la otra vida a las malas obras, sin embargo sólo se castigaba las malas obras que resultaban perjudiciales para la sociedad civil, y por eso encontraban su castigo también en esta vida. Mas estaba reservada a solo Cristo la exigencia de una interior pureza del corazón con vistas a la otra vida.


Saban, que se declara seguidor “del rabino Jesús”, mantiene a pesar de esto que las enseñanzas de éste no pueden ser superiores al judaísmo, del que es parte viva. Sin embargo, escribe en la página 124 (énfasis mío):

Esta búsqueda de la superioridad de la Torá [respecto a la estéril casuística farisea] no es la búsqueda de la superioridad de su propia interpretación, sino que es la aplicación de la mejor interpretación posible a una cuestión objeto de debate.


Ahora bien, "mejor" y "superior" son términos sinónimos. Es más, "mejor posible" es sinónimo de "óptimo". Luego, en rigor lógico, si la de Jesús es la interpretación óptima en todas las cuestiones objeto de debate (aunque sea como síntesis y no por aportar elementos originales), entonces su doctrina es superior a la escuela farisea en su conjunto, y por tanto al fariseísmo en tanto que tradición de hombres. Por ello puede decirse que Jesús devuelve a la Torá a su substancia divina mediante una nueva revelación, la cual lo faculta para purificarla y restituir su inteligencia a los fieles. Jesús no quiso compartir su magisterio con el resto de rabinos cuando afirmó: “El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama” (Mateo 12:30). Así, las enseñanzas éticas de Jesús son exclusivas, al no haber históricamente un maestro equiparable a él, lo cual Saban viene a reconocer al señalar su excelencia fuera de lo común. Pues, teniendo lo mejor al alcance, ¿quién querrá elegir lo peor en aras de la libertad escéptica? En religión la disputa entre fieles se reserva a lo accesorio, y ni la moral ni la salvación lo son.

La moral cristiana conserva la esencia de la Torá y, al igual que ésta, puede interpretarse, pero no contradecirse en lo que es en ella sagrado. Jesús se enfrentó al fariseísmo desde su misma entraña acusándolo de ignorar o de esconder el espíritu de la Torá, deformándolo mediante sutilezas (Lucas 11:52):

¡Ay de vosotros, intérpretes de la ley!, porque habéis quitado la llave del conocimiento; vosotros mismos no entrasteis, y a los que estaban entrando se lo impedisteis.


Luego, o la llave está en Cristo, o en vano acusa éste a los rabinos, siendo tan ignorante como ellos. Que la llave se encuentre en él no significa que sea el primero en poseerla o que a los demás les esté privado absolutamente el acceso al corazón de la Ley. Eso diría poco a favor de la providencia de Dios, que no habría dotado a su pueblo de pastores inspirados y rectos, dejándolo a merced de las tentaciones y los extravíos. No cree el cristiano que el Espíritu hablase por primera vez a través de Cristo, sino que en él habló de una vez por todas, de manera definitiva.

Estableciendo un paralelismo histórico, podríamos decir que Jesús fue el Sócrates de los fariseos, esto es, alguien capaz de cuestionar su autoridad y minar su fama haciendo uso de sus mismas artes, por lo que tan correcto en cierto sentido –y tan falso en un sentido más profundo- es decir que Jesús fue un fariseo como que Sócrates fue un sofista. Sócrates y Jesús supieron que una moral sólo madura y sale de su primera niñez cuando pasa de estar fundada en la autoridad de quien la emite, “ratio personae”, a estar fundada en sí misma y convertirse en dogma objetivo, “ratio ipsa rationis”. Sócrates, a través de la mayéutica y de la dialéctica, logra que un esclavo carente de instrucción descubra leyes de la geometría por la fuerza de la misma razón natural. Jesús, a su vez, quiere emancipar al judaísmo de la volubilidad de los fieles y de la falibilidad de sus maestros, refundándolo sobre la autoridad de Dios, que él representa. En ambos casos nos hallamos ante hombres que aparecen no como profesores, mas como profetas; que no sancionan una doctrina en base a su opinión o interpretación personal, sino más bien en virtud de la sumisión que la propia verdad debe infundirnos. “La verdad es grande y más fuerte que todo” (1 Esdras 4:41). El judaísmo no puede, pues, superar jamás la ética de Jesús, ya que desde el prisma relativista rabínico nada es superior a nada.

A ojos de Dios nada es relativo. Luego -parece decirnos Jesús- será como Dios quien logre ver con sus ojos. De ahí que el cumplimiento de la Torá sólo pueda redimir bajo una interpretación rigorista. La mera obediencia a los mandamientos es de derecho natural; no exige una revelación, lo que explica que podamos encontrar ejemplos de genuina virtud en las costumbres de los gentiles, y aun en el instinto de los niños y de los mismos animales, pues éstos por regla general no roban, ni mienten, ni deshonran a sus padres, ni adulteran, ni hieren salvo por conservar su vida. Sin embargo, al seguirse en este trance la común inercia al bien impresa por el Creador en la criatura, no teniendo la voluntad ocasión de manifestar su soberanía sobre las pasiones, hallamos que no merece un tal obrar recompensas en el ultramundo, ni quedan redimidos en éste quienes guardan semejantes preceptos. No puede aspirar a un premio divino quien no se violenta, ya que en la consecución de su interés encuentra su recompensa terrena. No matar es prudente, pero no irritarse es santo; no robar es procurar por la propia fama, mientras que no codiciar es no ceder a la secreta tentación. Por esta razón, la pobreza, la austeridad y la limosna tampoco aprovechan si no van acompañadas del desprendimiento moral o pobreza de espíritu. Se aplica en todo ello el adagio latino: Minima cura si maxima vis. Aunque quepan en el Reino terreno los infractores de los mandamientos más pequeños (Mateo 5:19), son nulidades como maestros y no deben ser ejemplo en la Iglesia. Según San Juan Crisóstomo, ni siquiera son salvos:

A la verdad, ¿qué razón habría para que quien llamó necio a su hermano y traspasó uno solo de los mandamientos, caiga al infierno, y fuera, en cambio, admitido al reino de los cielos el que los infringió todos y hasta indujo a los otros a infringirlos? No dice, pues, eso el Señor, sino que en el momento del juicio será mínimo, es decir, que será rechazado, que será el último. Y el último caerá entonces, infaliblemente, en el infierno.


Por tanto, la corriente doctrinal laxista se aviene mal con la virtud heroica que Dios pide a sus fieles y con las recompensas previstas por la escatología para aquellos que aman a Dios “con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas”. Si el judaísmo en el estado de corrupción farisea en que lo encontró Jesús hubiera sido la religión verdadera, habría declarado heréticos o perniciosos a los que escatimaban la Ley y no habría perseguido a Jesús y a sus discípulos, que la defendían. Ergo, fue una religión falsa, en tanto que pervertida por sus elites.

Es probable que, no preguntándoselo nadie, un simple rabino no hubiera hecho ninguna declaración de intenciones sobre su propósito de respetar la integridad de la Ley y los profetas (Mateo 5:17). Jesús no habría hablado así de no haber sido consciente de la novedad de enfoque de su doctrina, aunque resultase sólo novedosa más por haber sido olvidada y malinterpretada que en cuanto a su origen o raigambre. Quiso igualmente distanciarse del disimulo e hipocresía de los auténticos novadores, que él consideraba nocivos, pues como jabalíes hollaban la viña de Dios. San Juan Crisóstomo escribe:

Porque es cierto que los judíos no cumplían la ley, pero sentían gran veneración por ella, y aun cuando diariamente la infringían de hecho, querían que la letra permaneciera inalterable y nada se le añadiera. O, por mejor decir, consentían que sus sumos sacerdotes añadieran muchas cosas a la ley, y, cierto, no para mejorarla, sino para empeorarla. Con sus añadiduras, en efecto, habían poco menos que destruido el honor debido a los padres; y por el estilo habían eliminado muchos otros de sus preceptos por tales redundancias. Ahora bien, como Cristo no pertenecía a la tribu sacerdotal y lo que Él iba a introducir era una añadidura, no ciertamente que rebajase la ley, sino que la realzaría en su virtud, sabiendo Él que uno y otro motivo los había de turbar, antes de dictar Él aquellas leyes maravillosas, trata de disipar el reparo que había de surgir en su espíritu.


El judaísmo también es una religión incompleta incluso en su estado incorrupto. No siempre es coincidente con el derecho natural, como sostiene Jesús frente a los fariseos: “Por la dureza de vuestro corazón Moisés os permitió divorciaros de vuestras mujeres; pero no ha sido así desde el principio” (Mateo 19:8). Volveremos a esto en el último apartado de este comentario. Tampoco da la Ley el debido honor a Dios, ya que más bien es concebida como un freno de los hombres para que no se desaten sus pasiones y se entreguen a torpezas mayores. En este sentido, en el Antiguo Testamento la fe es más valorada por Dios que las propias obras, a las cuales quedó sujeto el pueblo judío por la Ley en atención a su flaqueza, a su brutal rusticidad y a su limitaciones para entender lo sobrenatural. Escribe Pedro Abelardo:

Es claro que antes de la entrega de la Ley y de la observancia de los sacramentos legales, la mayoría de los hombres se contentaba con la ley natural, consistente en el amor a Dios y al prójimo. Practicaban la justicia y eran plenamente aceptados por Dios. Tal fue el caso, por ejemplo, de Abel, Henoch, Noé y sus hijos y también de Abraham, Lot y Melquisedec, de todos los cuales hace memoria vuestra Ley y a los que ensalza con énfasis.

(…)

Se desprende de ello cuán grata fue a Dios aquella obediencia desinteresada de los primeros padres, una obediencia a la que ninguna ley les obligaba todavía y con la libertad con la que todavía le servimos. Pero si pretendes que la ley había comenzado en cierto modo con Abraham, debido al sacramento de la circuncisión, hallarás que eso no le valió remuneración alguna por parte de Dios y ello para que no hubiese motivo de jactancia por vuestra parte a causa de la Ley. Y tampoco fue favorecido por una justificación especial ni el Señor lo ensalzó por ello. Está escrito, de hecho, que al igual que los patriarcas anteriores fue justificado, todavía incircunciso, por la fe, como dice este pasaje: "Y creyó él en Yahvé, el cual se lo reputó por justicia" (Gén. 15,6). La religión de Abraham se remonta al tiempo anterior a la promesa de la tierra y de su multiplicación futura, hecha en su favor o en el de sus descendientes. Incluso una vez circuncidado y tras oír del Señor que todos los pueblos serían benditos en él o en su descendencia, no mereció esto en virtud de la circuncisión sino en virtud de la obediencia que le hizo mostrarse dispuesto a sacrificar a su hijo.


Y el Crisóstomo:

Estaban orgullosos de ser descendientes de Abraham y temían perder ese parentesco si abandonaban la Ley. Por eso Pablo los refuta y destruye ese temor al demostrar que la fe es la que les proporciona el parentesco con él. Lo demuestra claramente en la epístola a los Romanos, y también en este punto diciendo: “Entended que los nacidos de la fe, esos son los hijos de Abraham” (Ga 3:7). Aduce también el testimonio del Antiguo Testamento para probarlo. “Previendo la Escritura –dice- que por la fe justificaría Dios a los gentiles, preanunció a Abraham: ‘En ti serán bendecidas todas las gentes’”. No son hijos de Abraham, en efecto, los que tienen con él un vínculo familiar, sino los que imitan su fe (esto significa la expresión: “En ti serán bendecidas las gentes”), es evidente que esto es lo que les convierte en sus descendientes.


En fin:

Sea por la edad de Sara, sea por su esterilidad, su útero era infecundo, por lo que ni la carne posibilitó la concepción, ni el esperma el nacimiento. Fue la Palabra de Dios quien lo hizo posible. No sucedió así con el esclavo, pues fue engendrado según las leyes de la naturaleza y en virtud de la unión conyugal. Ahora bien, el que no fue engendrado según la carne fue más estimado que el que nació según la carne. No os escandalice no haber nacido según la carne: por eso vosotros sois sus descendientes, ya que no nacisteis de él por la carne. (…) Ismael, aunque engendrado según la carne, era esclavo, y, además, fue expulsado de la casa paterna. Isaac, en cambio, nació según la promesa, y puesto que era hijo y libre, era señor de todo.


En respuesta a estos razonamientos, Saban se aferra a la prohibición de Jesús de predicar a gentiles y samaritanos como prueba irrefutable de que no quiso dirigirse a los paganos, sino “a las ovejas perdidas de la casa de Israel”. El cristianismo ha contestado que las disposiciones de Jesús antes de su resurrección son distintas a las que procedieron después de ella. San Jerónimo añade en su comentario a Mateo 10:5-6:

Convenía anunciar primero a los judíos la venida de Cristo para que no tuvieran una excusa justa diciendo que ellos habían rechazado al Señor precisamente porque Él había enviado a los apóstoles a los gentiles y a los samaritanos.


Todo esto no es inverosímil, partiendo de una lectura sistemática del Evangelio. Así, en Mateo 12:41 leemos estas palabras de Jesús:

Los ninivitas se levantarán en el Juicio con esta generación y la condenarán; porque ellos se convirtieron con la predicación de Jonás, y aquí hay algo más que Jonás, etc.


¿Podían los ninivitas, paganos al cabo y por tanto “perros”, disputar la salvación eterna a la generación de judíos a la que Jesús predica? Esto lleva a confirmar la opinión de San Jerónimo según la cual Jesús iba a dirigirse primero a Israel y después el resto de naciones. No, como cree Saban, a Israel solamente.

Todavía más, leemos en Mateo 23:12:

Mas ¡ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque cerráis el reino de los cielos delante de los hombres; pues ni entráis vosotros, ni dejáis entrar a los que están entrando.


¿A quiénes no dejaban entrar los fariseos shammaitas? A los hombres, esto es, a los gentiles. En Mateo 21:28-32 Jesús impreca a los fariseos, anunciándoles que prostitutas y publicanos los precederán en el Reino de Dios. Este Reino no es el paraíso, sino la Iglesia. Por ello, los penitentes, por despreciable que sea su origen, son más dignos de formar parte de la Alianza que los laxistas erigidos en guardianes de la Ley. Jesús no cree que la estirpe o alcurnia confieran preferencia en el Reino: “Más bien, bienaventurados son los que oyen la palabra de Dios y la guardan” (Lucas 11:28). Y así el Bautista: “Dios puede hacer de las piedras hijos de Abraham” (Mateo 3:9). Puesto que “ningún profeta es acepto en su propia tierra” (Lucas 4:24), debe ir más allá de ella. De modo que “Vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos; pero los hijos del reino serán arrojados, etc.”(Mateo 8:11-12).

Además, en el talmúdico Pirkei Abot, tratado ético del que el doctor Saban se vale en repetidas ocasiones a lo largo de su libro, leemos que Hillel dijo: “Sé de los discípulos de Aarón, amantes de la paz y pacificadores; ama a tu prójimo y atráelo a la Torá” (Abot 1:12). Ahora bien, si el prójimo para el judaísmo no son sólo los judíos sino la humanidad toda (así lo sostiene Saban en el capítulo VII de su libro, sobre el amor a los enemigos), entonces, en buena lógica, el rabino Hillel encareció a sus seguidores a que difundiesen la Torá por el orbe entero y a todo prójimo. ¿Qué tiene de extraño que los discípulos de Jesús hicieran otro tanto a través de la buena nueva?

Prueba, no obstante, de que el cristianismo no es una "nueva religión" es el que considere santos y parte de la primera Iglesia a Abel, a Noé, a Abraham, a Lot, a Isaac, a Jacob, a Moisés, a Josué, a los profetas. Si fuera verdaderamente nueva, no podría elevar a una posición de máxima virtud ni tratar fraternalmente a aquellos que precedieron a Jesús en el tiempo y se mantuvieron en los preceptos de la Torá, sino que estos tales deberían ser tenidos por heterodoxos. Ahora bien, a diferencia de los herejes y los cismáticos, judíos y paganos son admitidos en la Iglesia sin penitencia, lo que los excluye de esta categoría, ya que forman parte del género humano generaliter. La escisión entre judíos y cristianos se produce en un primer momento al no darse la conversión del pueblo hebreo a las enseñanzas de Jesús, prefiriéndose en su lugar la Ley bajo la antigua revelación, que sólo prometía bienes temporales, y la doctrina corrupta de los fariseos, que hacía prevalecer lo ceremonial sobre lo ético. En un momento posterior, el divorcio se ahonda con la entrada de la segunda generación gentiles y la destrucción del Templo.

La condescendencia de Jesús para con los judíos no debe interpretarse como una falta de determinación en todo lo que sus ideales tuvieron de universal. No hay un espíritu más ajeno al provincianismo que el de Cristo, pese a ser, como se señala, profundamente judío. Encontramos en su actitud los dos rostros de Jano, una ambigüedad enigmática que da pie a las más dispares conjeturas sobre su persona. Con todo, no cabe duda de que su advenimiento supuso un cambio de época y una revolución espiritual. Su influencia sobre la posteridad tanto inmediata como lejana fue demasiado grande, demasiado violenta y arrebatada, para tenerse por un accidente histórico o un contubernio episcopal. San Pablo, conocedor de la tradición oral del judaísmo, experimenta una auténtica conversión a Jesús y no un mero cambio de opinión respecto a sus enseñanzas. En fin, el ardor de los discípulos y la fidelidad al Maestro hasta entregar la vida por su memoria, aun siendo ésta objeto de la pública ignominia por parte de sus compatriotas, va más allá de lo que se espera del prosélito de un simple rabino; no encajan estos furores en el acólito de un guía espiritual elocuente o de un discreto reformador de las costumbres. Con Jesús, pues, no cabía hablar de una novedad parcial, sino de tornarse nuevo lo viejo y de renacer el sentido. En palabras de Lessing:

Pero, todo libro elemental sirve sólo para una cierta edad. Entretener al niño con el libro elemental más tiempo del que se tenía pensado, le resulta perjudicial. Pues, para entretenerle con él útilmente, en cierta medida siquiera, hay que poner en el libro elemental más de lo que en él se encuentra, hay que meter más de lo que allí cabe. Hay que buscar y poner demasiadas cosas en las alusiones e indicios, apurar con exceso las alegorías, interpretar los ejemplos demasiado circunstanciadamente, exprimir las palabras en demasía. Esto confiere al niño una inteligencia mezquina, torcida, meticulosa; le hace ser misterioso, supersticioso, lleno de desprecio por lo que es comprensible y fácil. ¡Justo lo que hacían los rabinos con sus libros! ¡Justo el carácter que infundían así en el espíritu de su pueblo! Lo que hace falta es que venga un pedagogo mejor y que le quite de las manos al niño ese libro elemental ya exhausto. –Y vino Cristo.



II. Jesús como Hijo de Dios.

Se diría que, por la insistencia en llamar rabino a Jesús, Saban cree con ello despojarlo de algo más grande. Ahora bien, los títulos que los cristianos otorgamos a Jesús no son incompatibles con la condición de rabino o de fariseo, de semejante manera a como no lo son con la condición de carpintero. Saban pretende destruir la divinidad de Jesús recordándonos su humanidad, lo que es olvidar que el catolicismo sostiene como dogma de fe su doble naturaleza divina y humana. También se nos dice que Jesús era demasiado humilde para creerse Dios. Mas ¿era acaso Dios demasiado soberbio para humanarse? Jesús sufre y ora con los hombres, sin lugar a dudas. Pero perdona los pecados como Dios y anuncia su poder para resucitarse, que ningún otro enviado tuvo. En él se materializan las promesas y se cumple lo profetizado.

Saban piensa en la Trinidad al modo de un cristiano moderno, es decir, como una cuestión puramente dogmática y sin una relación clara con la cosmogonía y la soteriología. No aprecia conexiones entre los títulos de Cristo y la economía de Dios, viendo en ellos sólo el distintivo externo que había de conducir a la fundación de una nueva religión. Por ello concluye que la fe en la divinidad de Jesús fue casi un pretexto eclesiológico para la desjudaización de su figura y la emancipación de la Iglesia respecto de la Sinagoga. No obstante, todo nos inclina a pensar que las disensiones cristológicas surgieron con anterioridad al cisma interjudío. Los Hechos de los Apóstoles describen la figura de Simón Mago (Hechos 8:9-11), del que sabemos que fue un gnóstico. La riqueza teológica de las primeras grandes polémicas sobre la naturaleza de Cristo escritas durante el siglo II, el Adversus Praxeam de Tertuliano o el Adversus haereses de San Ireneo, delata una tradición conceptual previa actuando como sustrato, la cual bien podría remontarse a los tiempos de los apóstoles y los simonianos. Luego, estas cuestiones de índole especulativa debieron suscitarse poco después de la resurrección de Jesús. Escribe von Harnack:

La fe en la exaltación de Jesús a la diestra del Padre provocó que se pensara en el comienzo de su existencia como en armonía con aquélla. Más tarde el hecho de la exitosa conversión de los gentiles arrojó nueva luz sobre el alcance de su obra, esto es, sobre su significación para toda la humanidad. Y finalmente las pretensiones personales de Jesús condujeron a los hombres a reflexionar sobre su peculiar relación con Dios, el Padre.


Prosigue este autor, sobre la incorporación de los gentiles y el abandono de la Ley:

Este hecho bien demostrado es la prueba más sólida de que Cristo despertó entre sus discípulos directos una fe en sí mismo que fue por ellos más querida que todas las tradiciones de sus ancestros.


Saban, hemos visto ya, rechaza insistentemente la trascendencia de la relación de Jesús con los gentiles. Todos los pasajes evangélicos y veterotestamentarios en los que se alude a su futura conversión son, bajo su criterio judío, alusiones a la predicación del Reino en la segunda venida del Mesías, esto es, al fin de los tiempos, cuando los paganos serán también llamados a unirse a Israel. Esto, se nos dice, no ha sucedido todavía, y por tanto el cristianismo no tendría razón de ser excepto en la economía global que, según él, ha de acercar a los gentiles a la fe hebrea sin separarlos de la Sinagoga. Se me escapa, con todo, cómo logra Saban encajar a San Pablo en la ortodoxia judía, pues era llamado "apóstata de la Ley" por los ebionitas, a quienes Saban considera ortodoxos.

Al mismo tiempo que lo aparta de los gentiles y finge en él cierta hostilidad nacionalista hacia ellos, Saban trata de minimizar todo conflicto de Jesús con los fariseos, defendiendo su pertenencia a esta secta por la filiación de su doctrina. No niego que esto último puede ser plausible. Sin embargo, no lo acecharon como a un rabino más ni con intenciones tan nobles como Saban les presupone, léase perfeccionar la Torá y potenciar el judaísmo mediante su diligente interpretación. No podemos pasar por alto la gravedad de las acusaciones de los fariseos contra Jesús y quienes le siguen: tiene demonio, es mago, niega el tributo al César. En una ocasión el pueblo de Nazaret, quizá azuzado por aquellos maestros recelosos de su enseñanza, lo intenta despeñar. No parece que ninguno de los cargos formulados contra él sea inocente o fruto de la envidia de unos pocos. Al proclamar que Jesús expulsa los malos espíritus con el concurso de Satanás se lo llama hechicero e idólatra, lo que está penado con la muerte en virtud de Éxodo 22:18 y 22:20. Al enfrentarlo al César se le hace igualmente reo de pena capital. No hay, en suma, un debate libre entre él y un importante grupo de fariseos, como querría Saban, sino una defensa enconada de las propias posiciones y una clara voluntad homicida en aquéllos, que pasa por identificar a Jesús a ojos de la autoridad y de la multitud como hereje o como sedicioso. Esto hace que Jesús prevea la futura persecución de sus discípulos y la compare con la que él sufre en el presente.

En este orden de cosas podemos plantearnos el motivo de la traición de Judas. Siendo discípulo de Jesús y no habiendo recibido de él agravio o afrenta, ¿qué lo movió a mostrar tal desafección y entregarlo a sus enemigos? Salvo que se crea que lo hizo por simple avaricia ante el ofrecimiento de la recompensa, lo cual es a todas luces muy improbable, podemos pensar sin miedo a errar demasiado que Judas compartía el malestar de aquellos fariseos contra Jesús y había aceptado su crítica y su condena. Viendo a su maestro como a un heterodoxo o a un falso Mesías, ya no podía seguirlo, pues estaba en juego su salvación como judío.

Admitimos que entre los que siguieron a Jesús tras su muerte no todos reconocían su divinidad. Saban menciona a los ebionitas, a quienes tiene por ortodoxos frente a las desviaciones gentilizantes del cristianismo posterior. Ahora bien, es cuestionable la ortodoxia judía del ebionismo, si hemos de creer el testimonio de San Epifanio, pues se nos dice que rechazaban comer carne, como los pitagóricos y los gnósticos, profesaban un cierto dualismo entre Jesús y el diablo, y no admitían la autoridad de David, la de Salomón ni la de buena parte de los profetas. Por lo demás, tampoco está claro que sostuvieran un monarquianismo sin fisuras. En atención al testimonio de San Jerónimo, parecen aceptar la estirpe divina de Jesús en su Evangelio de los Hebreos, extracanónico, poniendo estas palabras en su boca:

Poco ha me tomó mi madre, el Espíritu Santo, por uno de mis cabellos y me llevó al monte sublime del Tabor….


Y también:

Y sucedió que, cuando hubo subido el Señor del agua, descendió toda la fuente del Espíritu Santo, descansó sobre Él, y le dijo: Hijo mío, a través de todos los profetas te estaba esperando para que vinieras y pudiera descansar en ti. Pues tú eres mi descanso, mi Hijo primogénito, que reinas por siempre.


Los ebionitas creían, con todo, que Jesús, engendrado carnalmente, había nacido de hombre y recibido su condición de Hijo de Dios por adopción y no por naturaleza. Esto no obsta para que nos preguntemos con el profesor Antonio Orbe (“Introducción a la teología de los siglos II y III”):

¿Por qué Is. 7:14 anunció con tan desusada solemnidad la concepción y parto normales de un niño, a título de signo? ¿por qué un hombre nacido de solos hombres mereció el bautismo del Jordán en forma tan ajena a los demás?.


Según lo examinamos, vemos que para el ebionita Evangelio de los Hebreos Jesús es impecable, o desconoce haber pecado:

He aquí que la madre del Señor y sus hermanos le decían: Juan el bautista bautiza en remisión de los pecados; vayamos (también nosotros) y seamos bautizados por Él. Mas Él les dijo: ¿Qué pecados he cometido yo para que tenga que ir y ser bautizado? De no ser que esto que acabo de decir sea una ignorancia mía.


Esto es, está libre de los pecados personales al ir a solicitar su bautismo a Juan, lo que se prueba por su predestinación a recibir el Espíritu. Esto nos conduce a hacernos dos preguntas:

1) ¿Quién es el Espíritu que en forma de paloma Dios Padre envía sobre Jesús? Si es un ángel, ¿por qué se lo llama Espíritu Santo? Y si es una simiente de Dios, ¿acaso es Dios divisible?; y

2) Pecando el justo “siete veces al día” (Proverbios 24:16), o lo que es lo mismo, todo el tiempo, ¿puede Jesús ser hombre y no pecar?

Respecto al pecado original, decir que aunque el judaísmo lo niegue expresamente, lo acepta en cambio de forma implícita, por un lado, al ofrecer a Dios sacrificios que no atienden a la reparación de un pecado en concreto, sino a aplacar a Dios ante un hombre “concebido en iniquidad” (así lo sintieron también todos los pueblos paganos en los que el sacrificio ha sido instituido); por el otro, al incluir entre los signos del advenimiento del Reino la desaparición de la tendencia al mal en el hombre. Pero esta dignificación del género humano aparece en el judaísmo “ex invisibilis” y por vía del milagro, en un futuro indefinido, mientras que en el cristianismo acontece con la Iglesia y la nueva revelación de la que ésta es depositaria.

San Ireneo escribe contra los adopcionistas: “Et quemadmodum homo transit in Deum si non Deus in hominem?”. La redención es imposible sin la purificación del pecado original, y ésta sólo puede ser obrada por Dios. Si, por el contrario, la efusión del Espíritu sobre Jesús en el Jordán se hubiera efectuado en carne pecadora, la redención no podría venir de Jesús en calidad de profeta adoptado como Hijo de Dios y a tal efecto habilitado para hacer partícipe a la humanidad de los dones salvíficos. Es absurdo plantear la salvación al margen de la carne, como hacen los gnósticos, pues también se espera la resurrección del cuerpo. Ahora bien, si el bautismo de Jesús en el Jordán mudó su carne y su espíritu, creó un nuevo hombre en lugar de anunciar al predestinado, lo que es todavía más absurdo. La economía es imperfecta si el hombre no toma parte en su redención, así como la tomó en su caída. Por tanto, Jesús, verdadero hombre, debe ser verdadero Dios para que por él los hombres se divinicen (i.e. rediman).

Más aun. Si Jesús es pecador y, por ende, injusto, ¿cómo puede juzgar a justos e injustos en el otro mundo, llamando a unos a su diestra y expulsando a los otros como “obradores de iniquidad” (Mateo 7:23)? Al reprender a los malos sin ser él bueno ¿no será un ciego guiando a ciegos?

Tan lejos estaban los primeros cristianos de concluir así que incluso en los escritos apócrifos se ensalza la excepcionalidad de Jesús por encima de toda criatura. Leemos en el valentiniano Evangelio según Felipe, citado por Orbe en su obra:

Nazara en hebreo es la verdad. El Nazareno según eso es el de la verdad. (…) Jesús en hebreo es la redención. Nazara, la verdad.


Siendo el fin de los profetas anunciar la redención al género humano, su trabajo concluye con la llegada de Cristo, capaz de iniciarla personalmente y de poner término a la misión de aquéllos (Mateo 11:13):

Porque todos los profetas y la Ley profetizaron hasta Juan.


Jesús no es profeta, es la voz de la profecía de todos los tiempos. Es, entonces, la conclusión de todo lo profetizado que le precedió. Por ello puede transfigurarse, dominar los elementos con su sola voz, cambiar nombres y fundar una Iglesia. El Bautista llama a los hombres a la penitencia y a iniciar una nueva vida, mientras que Jesús, en recompensa, les abre las puertas de la vida eterna. La prédica del primero es amenazadora, se cierne como una negra nube sobre el pueblo de Israel y conserva el sabor de las diatribas veterotestamentarias en nombre de Dios; la del segundo llena a la humanidad de esperanza y atrae y consuela hasta al más ínfimo pecador, convocándolo en su propio nombre: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os haré descansar; tomad mi yugo sobre vosotros, etc.”. Incluso cuando Jesús advierte y anuncia en tono severo no lo hace como profeta, sino como Dios, cuya providencia se extiende al futuro (Mateo 23:34):

Por tanto, mirad, yo os envío profetas, sabios y escribas; de ellos, a unos los mataréis y crucificaréis, y a otros los azotaréis en vuestras sinagogas y perseguiréis de ciudad en ciudad.


¿Quiénes son esos profetas perseguidos? Los apóstoles, mártires y confesores de su Iglesia. ¿Por qué los persiguen? Por causa de Jesús (Mateo 5:11):

Bienaventurados sois cuando os vituperen y os persigan y mintiendo digan toda clase de mal contra vosotros por mi causa.


Evidentemente, seguir a Jesús y entregarse a su causa debía ser algo distinto a cumplir la Ley, ya que de lo contrario todos los que la cumplían, y no sólo los discípulos de Jesús, deberían haber sido incluidos en el pronóstico de persecución de estas palabras suyas.

En fin, si Jesús era tan Hijo de Dios como cualquiera que cumpliese sus preceptos, ¿por qué bastó esta declaración ante Caifás para condenarlo a muerte? (Mateo 26:63-76).

Pero Saban no puede aceptar todo esto. Acude con este fin a un verso muy socorrido por los arrianos, Marcos 10:18:

¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo uno, Dios.


San Hilario responde de una forma que a algunos parecerá esquiva y artificiosa, pues en cierto modo presupone lo que hay que probar, a saber, la divinidad de Jesús:

¿Se confiesa manso y humilde, y creeremos que se irrita porque se le llama bueno? La diversidad de estas dos afirmaciones nos muestra que es contradictorio que uno que ha dado testimonio de su bondad rechace que se le llame bueno. No podemos pensar, por lo tanto, que se haya irritado porque se le haya llamado bueno. Debemos buscar, por consiguiente, a qué otra afirmación que le afecta quiere oponerse aquel que no podemos creer que haya rechazado el apelativo de "bueno".

Veamos qué dijo el que le preguntaba además de "bueno". Dice: "Maestro bueno: ¿qué cosa buena he de hacer?" (Mt. 19, 16). Le llamó, por tanto, dos cosas; "bueno" y "maestro". Y puesto que Jesús no se opuso a que le llamara "bueno", es necesario que se oponga a que se le haya llamado "maestro bueno". Pero rechaza que se le llame "maestro bueno" en un modo tal, que se opone a la fe del que le pregunta más que a los apelativos de "maestro" y "bueno". Pues el joven se había hecho orgulloso por la observancia de la ley, desconocía el fin de la ley que es Cristo y se creía justificado por las obras; y sin entender que Jesús había venido a las ovejas perdidas de la casa de Israel y que era imposible a la ley salvar a los creyentes mediante la fe en la justificación, pregunta al Señor de la ley y Dios unigénito como a un maestro de los preceptos comunes y consignados en la ley. El Señor rechazó esta impía profesión de fe en él, porque se le preguntaba sólo como maestro de la ley, y respondió: "¿Por qué me llamas bueno?" (Mc. 10, 18). Y para dar a entender en qué sentido debía ser considerado y confesado bueno, añadió: "Nadie es bueno más que el único Dios" (Mc. 10, 18), y así no rechazó el nombre de "bueno" si se le atribuía como a Dios.


Este argumento no es del todo inválido, ya que aunque Jesús creyera en su divinidad, no la había manifestado aún y por consiguiente el joven rico la desconocía. De este modo, la corrección ante el elogio de aquél es pertinente dada su ignorancia.

Hay, no obstante, una manera más expeditiva de resolver la cuestión, y es yendo al Evangelio de Mateo, donde se repite el pasaje significativamente alterado. Leemos en la versión de la Vulgata:

Et ecce unus accedens ait Illi: Magister bone, quid boni faciam ut habeam vitam aeternam? Qui dixit ei: Quid me interrogas de bono? Unus est bonus, Deus.


Es decir:

Y he aquí que uno de los principales le preguntó: Maestro bueno, ¿qué obra buena he de hacer para lograr la vida eterna? Jesús le dijo: ¿Por qué me preguntas sobre lo bueno? Sólo uno es bueno, Dios.


En Lucas y Marcos esta pregunta es formulada de manera que en lugar de a la bondad de la obra requerida se alude a la bondad de Jesús, a quien se pregunta qué obra sea ésa. En Mateo, por el contrario, Jesús no corrige al rico por llamarle “bueno”, sino por dudar de cuál sea la fuente de la bondad, que es Dios y los preceptos que comunica al hombre, como testimonia Jesús al citar a continuación los mandamientos. Podemos inferir que en el Evangelio según Mateo se trata de aclarar así lo que en los de Marcos y Lucas podría haber servido para objetar algo a la divinidad de Cristo. Sobre la discordancia aparente de los evangelistas en este extremo, San Agustín opina que se dijo una y otra cosa: “¿Por qué me llamas bueno?” y “¿por qué me preguntas acerca de lo bueno?’”.

Supongamos por un momento, como hace el autor de “El judaísmo de Jesús”, que no existe en el Maestro de los cristianos conciencia de estar en una relación privilegiada y única con Dios y que, por tanto, sólo aspira a emular humanamente su perfección inalcanzable. Ahora bien, la imitación de Dios debe tener un límite, y éste es la potestad que sólo a Él le está reservada. Saban considera que la misma radica en juzgar, pero estima en cambio que perdonar está en la mano de todo fiel que siga el precepto de Levítico 19:2: “Como Dios es santo, los hombres deben ser santos”. Por consiguiente, que Jesús perdonara los pecados no lo iguala a Dios. Este razonamiento no me parece adecuado, como mostraré.

Perdonar” puede entenderse en tres sentidos: perdonar el pecado, perdonar la transgresión y perdonar la injuria. Se peca contra Dios, se transgrede la moral (reflejada en la ley o en la costumbre) y se injuria al ofendido. Jesús nos exhorta a que, deponiendo nuestra ira y desistiendo de la venganza personal, perdonemos las injurias. No nos dice, en cambio, que evitemos el castigo al malvado, cuya ejecución corresponde a los soberanos de la tierra; ni, con mucho más motivo, que nos arroguemos el lugar del Dios del Cielo en la concesión del perdón, condenando o salvando las almas a nuestro antojo. Pues, de no ser así, nada obstaría a que frívolamente perdonásemos a quien blasfema de Dios y ofende a su majestad, o a que nos perdonásemos a nosotros mismos al hacer otro tanto. Sin embargo, ameritamos el perdón por el arrepentimiento, que es signo de la fe en Dios y del temor de Él. No por la buena voluntad de nuestro prójimo, el cual sólo puede disculpar lo que le ha perjudicado de forma directa y exclusiva; ni por el mero sufrimiento del ofensor, como –nos recuerda Saban- afirma una equivocada tradición oral judía, ya que el padecer no conlleva necesariamente la conversión al bien. Jesús pide que concurran el arrepentimiento, la reconciliación con los hombres y la humillación ante Dios. Si del solo reconciliarse con el ofendido se siguiera el perdón de los pecados, ¿a qué entonces presentar la ofrenda a Dios prescrita en Mateo 5:24? Es más, ¿qué nos impediría entablar una amistad hipócrita con la que fue nuestra víctima para así obtener su bendición? Pero sólo Dios conoce el corazón de los hombres, y sólo Él juzga si hay que perdonarlos.

Los profetas no perdonaban en su propio nombre, sino en el de Dios. Jesús, en cambio, asume que todos los pecados son ofensas contra él, como vemos en la parábola de Lucas 7:41-47. En ella Jesús compara las deudas con los pecados y al magnánimo prestamista consigo mismo. No es la primera vez que se establece un paralelismo similar, pues también leemos en el rezo del Padre Nuestro: “Y perdónanos nuestras ofensas, como también nosotros hemos perdonado a nuestros deudores”. Sólo Dios perdona las ofensas que a Él conciernen, a saber, las que no son ni delitos ni injurias, sino impurezas. Ahora bien, como hombre y como mortal, ¿qué injuria había recibido Jesús de la pecadora penitente, a quien no conocía, para que ésta estuviera en deuda con él? En este caso el perdonar está mucho más cerca de juzgar –prerrogativa que Saban admite que corresponde sólo a Dios- que de obrar santamente en imitación de la santidad divina. En efecto, ¿qué tiene de santo condonar deudas que no se nos deben? Si roban a mi vecino y yo, en su nombre y sin su venia, disculpo al ladrón, ¿soy bueno y santo o más bien un necio y un malvado? La pecadora ha ofendido a Dios, que es su principal acreedor. Jesús la absuelve porque juzga que “ha amado mucho”. ¿A quién? Sin duda a Dios, cuya dignidad se había visto menoscabada por el pecado; a Dios, del que Jesús, tenido por profeta, era una suerte de imagen terrena. Amando a Dios con todo su corazón cumplía lo esencial de la Torá, por lo que sus anteriores ofensas se cancelaban. Dice también que su fe la salva. ¿Qué fe? No la fe de los demonios que “creen y tiemblan”, sino la fe con obras de misericordia. ¿Y qué obras son éstas? Derramar perfume sobre Jesús, participando así secretamente de sus misterios; preparándolo como víctima propiciatoria –ya que no viene en calidad de caudillo, sino de siervo sufriente- y proclamándolo el Ungido de Israel. El amor de Dios y el honor de Cristo se unen en un mismo acto mesiánico y concluyen en la salvación de la pecadora.

Veamos otro episodio. Jesús se defiende con gran rotundidad de las acusaciones de derogar la Ley, de congeniar con los pecadores, de negar el tributo al César y de expulsar malos espíritus con la ayuda de Satanás. Sin embargo, en el pasaje de la curación del paralítico, no repele con igual claridad la acusación gravísima de tenerse por Dios al perdonar los pecados en su propio nombre, sino que da pábulo a la misma respondiendo: “¿Qué es más fácil, decir ‘Tus pecados te son perdonados’ o decir ‘Levántate y anda’?” (Mateo 9:5, Lucas 5:23). Jesús, comenta San Jerónimo, confirma un milagro espiritual con otro corporal, pues acto seguido y sin invocar a Dios cura al paralítico con su sola palabra. San Ambrosio escribe:

Aunque es grande perdonar los pecados a los hombres –‘¿quién puede perdonar los pecados sino solo Dios’, el cual los perdona también por aquellos a los que ha dado la potestad de perdonarlos?-, sin embargo, es mucho más divino resucitar los cuerpos, siendo el mismo Señor la resurrección.


¿Diremos que Jesús obró como profeta y no como Dios en ambas ocasiones, al perdonar y al sanar? En cualquier caso, de haber querido con su declaración y sus obras alejar el equívoco sobre su usurpación de la divinidad, éstas estuvieron muy lejos de ser las más adecuadas. Por el contrario, tenemos motivos para pensar que quiso aparecer como algo más que un profeta, y por supuesto como algo más que un excelente rabino.

En apoyo de esto, vemos que Jesús establece un parangón entre la autoridad de sus palabras y las de Dios en la Torá, pues proclama que “pasarán el cielo y la tierra y no se perderá ni la letra más pequeña ni una tilde de la Ley hasta que todo se cumpla” (Mateo 5:18), y en otra parte: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mateo 24:35). En Mateo 7:24 podemos trazar un paralelismo entre la parábola de la casa edificada sobre la roca y el salmo 127: “Si Dios no edificare la casa, en vano trabajan quienes la edifican”. Luego, si según los pasajes exhibidos sus palabras son tan eternas, fundamentales e insoslayables como las de Dios, él es uno con su sabiduría. Si, en cambio, habla sólo como inspirado por Dios, en lugar de refugiarse en peligrosas metonimias que condujeran a identificarlo con Aquel en quien radicaba el origen de su poder, debió haberlo mencionado solemnemente para confirmar así su don de profecía. Jesús, que tan bien conocía la Torá, no adopta el estilo profético para anunciar el fin del mundo o la destrucción del Templo, ni para respaldar cualquier otro vaticinio extraordinario. Esta elipsis es muy reveladora, correspondiéndose tanto con la majestad de Dios, que anuncia en su nombre lo que sólo Él conoce, como con la humildad y la prudencia de Jesús, que no quiere llamarse divino para no escandalizar a quienes todavía no comprenden el misterio de la Encarnación, cuya realidad no será conocida hasta que, con su muerte y resurrección, se haya cumplido todo.

Mario Saban, al escribir más como historiador que como teólogo, dice no querer entrar a discutir cuestiones trinitarias, pero las insinúa y emite veredicto al afirmar que la Trinidad se opone a la unicidad, impasibilidad e inmutabilidad de Dios. Esto lo conduce a identificar el trinitarismo con una suerte de paganismo politeísta, lo que es a todas luces incorrecto. En las apoteosis paganas hombres tenidos por incomparables como Hércules, Esculapio, Apolonio de Tiana o el propio emperador devenían dioses tras su muerte y recibían un culto personal en calidad de tales. Sin embargo, hubo ilustres paganos, a saber, Jenófanes, Sócrates, Platón, Epicuro y Séneca, entre otros, que se opusieron a las nociones vulgares y antropomórficas de Dios, por lo que no es justo ni exacto asociar paganismo e idolatría. Es más, Evémero sostuvo, y con él varios apologistas cristianos, que los propios númenes del panteón eran héroes y reyes de tiempos remotos que la memoria poética de los pueblos había transmutado en divinidades. Luego, si los paganos fueron capaces de esta reflexión muchos siglos antes, ¿creeremos que los discípulos de Jesús, miembros del pueblo con el que Dios había trabado su alianza, incurrieron en un error tan craso? A no dudar tampoco lo hicieron los primeros filósofos cristianos, buenos conocedores de Platón.

Así, a fuerza de no entrar en sutilezas teológicas, Saban propicia el equívoco. En primer lugar hay que decir que es falso que en el cristianismo lo humano de Jesús se divinice tras la resurrección o en atención a sus milagros. La divinidad de Jesús es coeterna al Padre; es ella la que encarnándose asume la humanidad, no a la inversa. Por consiguiente, ni podemos hablar del carácter consubstancial de la divinidad y la humanidad de Cristo, lo que es condenado por ser doctrina herética de Apolinar de Laodicea, ni del descenso celestial del cuerpo del Salvador, quien no habría asumido una verdadera carne, opinión ésta de Valentín y los docetistas. Todo ello nos lleva a descartar que en Jesús resulte adecuado referirnos a una apoteosis (etimológicamente, “separación hacia lo divino”), sino que más bien creemos en una apoantroposis o decantación hacia lo humano. Sólo en estas estrictas coordenadas se encuadra el misterio al que los cristianos dan fe. Pues bien, hay en el paganismo muchos ejemplos de dioses visitadores bajo la apariencia de hombres y animales, así como de hombres hechos dioses por sus hazañas, pero ninguno de un Dios hecho hombre verdadero desde el nacimiento.

Las dificultades filosóficas de considerar a Dios uno y trino pueden resolverse mediante la especulación y el correcto planteamiento del dogma. Nicolás de Cusa compara la unicidad de Dios en sus distintas personas a la unicidad del poder real compartido con su heredero:

¿No es el heredero propiamente verbo del rey, y no sólo mensajero o mandatario, misiva o carta? Y en el verbo del heredero ¿no es cierto que se comprenden todos los verbos de los mensajeros y de las cartas? Que el heredero del reino no sea el padre sino el hijo no resulta extraño a la naturaleza real [común a ambos], y es gracias a esta igualdad que él es el heredero.


Para entender esto bien, continúa el cusano, debemos abstraer la pluralidad de las personas del poder real que subyace en ellas, que es uno y el mismo:

Supongamos, pues, que existe un tal poder real absoluto, a la vez inengendrado y engendrado, y que un tal poder inengendrado llama a compartir la sucesión del poder engendrado –que es de la misma naturaleza que él- a un ser extraño por naturaleza, a fin de que una naturaleza extraña en unión con la naturaleza propia posean el reino simultáneamente y de modo indiviso. ¿No podría decirse entonces que la sucesión natural y la sucesión por gracia, es decir por adopción, se unen en una sola herencia?.


Por tanto, concluye:

No habrá dos sucesores, uno adoptivo y otro natural, aunque haya dos naturalezas distintas, la de la adopción y la de la naturaleza. Pues si hubiese separación y el hijo adoptivo no estuviera en la misma hipóstasis que el hijo por naturaleza, ¿cómo tendría parte con él en la sucesión de la herencia indivisible? Por ello en Cristo debe sostenerse que la naturaleza humana está de este modo unida al Verbo, esto es, a la naturaleza divina, de manera que la naturaleza humana no se transforma en naturaleza divina, sino que está unida a ella de una forma lo bastante indisoluble como para devenir persona, no en sí misma, en estado de separación, sino en la naturaleza divina, con tal de que esta misma naturaleza humana, llamada con la naturaleza divina a la herencia de la vida eterna, pueda obtener la inmortalidad en la propia naturaleza divina.


En vano acusa a Saban a los cristianos de innovar sobre este punto respecto a las enseñanzas de aquel al que siguen, pues la revelación en el Pentecostés, según la promesa de Cristo de enviar al Paráclito, y lo resuelto en los concilios siglos más tarde resolvieron lo que el Maestro no determinó en ningún sentido, o al menos no de forma unívoca, por no ser entonces el momento apropiado. Si lo hubiera determinado con anterioridad, nada habría que resolver más tarde, ni a favor ni en contra.
Mucho más podría escribirse en defensa del dogma de la Trinidad, pero puesto que Saban no lo ataca directamente ni entra en estas lides, preferimos detenernos aquí.


III. Jesús y la nueva ética.

En toda la obra de Saban apreciamos una suerte de reduccionismo ético, ya que se parte del presupuesto, que jamás se abandona, de que Jesús fue sólo un comentarista de la Ley y un reformador de las costumbres. Por tanto, lo que no es estrictamente ético en la doctrina de Jesús es silenciado. La prueba más manifiesta de que Saban no puede aceptar aquello que en Jesús supera la ética judía es el hecho de que lo pase por alto y lo deje en la más absoluta penumbra. Así, preceptos ascéticos como vender todos los bienes o ser eunucos por el Reino de los cielos son incomprensibles para la mentalidad del judaísmo. El primero porque alaba la pobreza, que es maldición de Dios no menos que la lepra en el Antiguo Testamento, y no obstante debe ser buscada por todo discípulo de Cristo, pues son “bienaventurados los pobres de espíritu”. El segundo porque la castidad es despreciable en la Torá, dado que resulta nociva para la comunidad, siendo sin embargo santa y mejor que el matrimonio en el cristianismo.

También se dan en “El judaísmo de Jesús” extrapolaciones a mi juicio demasiado generosas. Fascinado por su figura, Saban ve a Jesús en todas partes, como los humanistas que descubrían en los versos de Homero toda clase de doctrinas cristianas. Cabe decir que Saban cristianiza inconscientemente el judaísmo para mejor judaizar el cristianismo. Un caso bastará para verlo. Aunque la Ley promueva formalmente el amor al gentil, lo niega en la práctica en sus mandatos. En Deuteronomio 23:20, por ejemplo, se permite prestar a interés a los extranjeros mientras que se prohíbe obrar así con judíos. Toda la Ley tiene un marcado carácter nacional y hace acepción de personas; todas las recompensas previstas en ella son materiales. El amor en Jesús es, en cambio, tan universal como espiritual. Así, San Agustín:

Nuestro Señor Jesucristo declara que da a sus discípulos un mandato nuevo de amarse unos a otros: Un mandato nuevo os doy: que os améis unos a otros. ¿No había sido dado ya este precepto en la antigua Ley de Dios, cuando escribió: Amarás a tu prójimo como a ti mismo? ¿Por qué, pues, el Señor lo llama nuevo, cuando ya se conoce su antigüedad? ¿Tal vez será nuevo porque, despojándonos del hombre viejo, nos ha vestido del hombre nuevo? El hombre que oye, o mejor, el hombre que obedece, se renueva, no por una cosa cualquiera, sino por la caridad, de la cual, para distinguirla del amor carnal, añade el Señor: Como yo os he amado. Porque mutuamente se aman los maridos y las mujeres, los padres y los hijos y todos aquellos que se hallan unidos entre sí por algún vínculo humano; por no hablar del amor culpable y condenable, que se tienen mutuamente los adúlteros, adúlteras, los barraganes y las rameras y aquellos a quienes unió, no un vínculo humano, sino una torpeza perjudicial de la vida humana. Cristo, pues, nos dio el mandato nuevo de amarnos como él nos amó.


En todo lo demás Saban ofrece citas veterotestamentarias, conocidas por la patrística, como antecedentes de la ética de Jesús. Pero no muestra qué importancia doctrinal o grado de aplicación práctica tenían dichas citas en el judaísmo del siglo I. El principal defecto de su tesis, en mi opinión, es identificar la doctrina de Jesús con versículos y preceptos dispersos que, pese a existir, eran marginales para el judaísmo fariseo del siglo I. Aunque Jesús tal vez los empleara implícitamente en su particular interpretación de la Torá, de ahí no se sigue que tal enseñanza preexistiera en los mencionados fragmentos, pues la misma es un todo sintético y aquéllos forman parte de un cuerpo distinto. Así, tampoco diremos, salvo que queramos fantasear, que la estatua de Fidias estaba en el bloque de mármol antes de cincelarlo.

Quizá, insisto, las mayores flaquezas de "El judaísmo de Jesús" estén en sus omisiones. De ellas, la más clamorosa e injustificable es la que acto seguido detallaré, para terminar con este comentario, y que ha de llamar poderosamente la atención de cualquier lector honesto.

No hay en todo el libro cuyo análisis nos ocupa ni una sola mención a la postura de Jesús sobre la unión legal entre un hombre y una mujer, el matrimonio. Es decir, una obra centrada en la ética de Jesús obvia su doctrina concerniente a la que es la institución ética por excelencia, vertebradora de las sociedades y garante de su continuidad en el tiempo. No fue, por cierto, una doctrina pacífica, como prueba el que los evangelios de Mateo y de Marcos la sitúen en un contexto de polémica con los fariseos (Mateo 19:3-9, Marcos 10:2-12). El hecho de que Jesús, declarando inviolable el matrimonio en base a la propia Torá (Génesis 2:24: "serán una sola carne"), suprima el derecho de repudio del varón sobre su esposa y atribuya la permisión divina del divorcio hasta entonces a la "dureza de corazón" del pueblo judío no arranca al doctor Saban ni una sola explicación o argumento en defensa de su tesis continuista. ¿Qué expresión bíblica o tradición oral rabínica puede aportarnos aquí como contrapartida? Con toda probabilidad, ninguna. De lo contrario, habría exhibido el precedente en cualquiera de las muchas páginas que dedica a desgranar las peculiaridades de la enseñanza de Jesús en el ámbito fariseo. Su silencio sobre este punto tan crucial resulta elocuente y es digno de destacarse.

El ejemplo de derogación por interpretación que Saban toma del prosbul, a saber, la excepción al perdón obligatorio de las deudas con motivo del año sabático, no le sirve como analogía en este caso, pues con aquella estipulación Hillel adaptó un precepto de la Ley a una nueva circunstancia, sobrevenida y no prevista por la misma, para que el fin de la norma no se enervase en la práctica. Lo que en Derecho llamamos una interpretación teleológica, que es la que trasciende la literalidad para resguardar el cometido implícito en ella; aquí, que los pobres contasen siempre con alguna ayuda financiera, o lo que es lo mismo, que no se dejara de prestar en fechas próximas al año sabático por miedo a perder lo prestado.

Ahora bien, al revocar –más que adaptar- la ley dada por Moisés sobre el divorcio en Deuteronomio 24:1 y permitirse, por añadidura, juzgar “duros de corazón” a los patriarcas y ancestros que observaron dicho precepto, Jesús rebasa toda casuística y deja de ser un “excelente rabino” para subrogarse en la posición del supremo legislador. Pues ¿en virtud de qué otra autoridad podría Jesús considerarse un interlocutor y mandatario válido de Dios, revelando la intención con la que éste promulgó su Ley y fijó los límites de su vigencia? ¿Qué maestro de la Torá estaba facultado para innovar en una institución de carácter contractual como la del matrimonio hasta el extremo de redefinirla como una relación sacramental? Declarando que su disolución voluntaria era ilícita siempre y en cualquier supuesto, exceptuado el adulterio del otro cónyuge, Jesús dejaba fuera del alcance de toda potestad humana y jurisprudencial el rescindir con rectitud un matrimonio consumado e inocente, que por tanto sólo podía extinguirse por causas ajenas a la voluntad (por la muerte) o contrarias a la justicia (por la infidelidad). Sin embargo, al tratar de los requisitos del divorcio, Moisés habla de un modo genérico de hallar el marido en la mujer “alguna indecencia” (o simplemente odiarla), lo que puede comprender y de hecho comprendía casos distintos del adulterio de ésta, sin que fuera sencillo poner coto a la arbitrariedad del marido. Es cierto que el Eclesiastés loa el matrimonio que permanece hasta el fin de la vida (Ecl. 9:9), si bien no ha de entenderse todavía este ideal como una obligación para el hombre, en la medida en que la Ley permite traspasarlo. A su vez, Malaquías declara que Dios aborrece el repudio y exhorta al pueblo hebreo a la fidelidad conyugal (Malaquías 2:16), pero lo hace sólo para evitar la contaminación con la sangre y las costumbres de las paganas naciones vecinas. No hay en Malaquías un imperativo moral, sino uno de tipo nacionalista o religioso; tampoco se da, entonces, una prohibición absoluta, sino una prohibición condicional, por la que no será lícito dar carta de divorcio a una mujer hebrea si se hace para contraer matrimonio con una gentil.

De todo esto leemos en San Jerónimo:

¿Acaso puede Dios estar en contra de sí mismo de manera que haya ordenado una cosa y quebrante su decisión con un nuevo mandato? No hay que pensar así, sino que Moisés, viendo que por el deseo de tener segundas esposas que eran más ricas o más jóvenes o más hermosas, se mataba a las primeras esposas o se las encaminaba a una mala vida prefirió ser indulgente con el divorcio a que persistiesen los odios y los homicidios. Al mismo tiempo, considera que no dijo: “Por la dureza de vuestro corazón os permitió Dios”, sino “Moisés”, de modo que, a juicio del Apóstol, se trata del criterio de un hombre, no de un precepto de Dios.


En definitiva, Jesús, que no vino a destruir la Torá, mas a darle cumplimiento, obra en ella como el hábil agricultor que corta las ramas secas para que las ramas vivas tomen mayor fuerza del tronco, a saber, eliminando lo superfluo, temporal o condicional de la letra con tal de que sólo su substancia eterna o espíritu permanezcan incorruptos.

sábado, 15 de enero de 2011

Apostilla


La transición del paganismo al cristianismo, aun siendo traumática en la lenta agonía de los últimos siglos del Imperio, no conllevó una mudanza absoluta de las concepciones sobre la divinidad y la vida futura. Muchos paganos pudieron sentir que abrazando la fe cristiana purificaban sus anteriores creencias, emancipándolas del lastre pueril de la poesía y librándose ellos mismos, fieles, de la sujeción a las imágenes vulgares para abstraerlas hasta la dureza del concepto y reconducirlas de este modo a la sobriedad del nuevo culto, de misterios más amables, conversiones más íntimas y sacrificios incruentos.

Lo que sigue refiere a los emblemas de las lámparas funerarias romanas de la anterior entrada.

El mito de Prometeo cincelando a su criatura humana en el primer emblema guarda estrecha relación con el relato en el libro del Génesis de la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios, esto es, unido a Él por su vínculo con la razón y su conocimiento del bien moral. Es hecho así dominador de lo animal y, en menor medida, de la propia animalidad, que permanece en el cañamazo de su alma como doloroso estigma, del que los suplicios prometeicos en la roca del Cáucaso podrían ser reflejo. Al escapar el neonato de las manos de su Hacedor, a su diestra, se enfrenta con la muerte y con la eternidad, a su siniestra. Minerva, a la que asciende el homúnculo de Prometeo, representa la sabiduría en sí misma que se obtiene como galardón de la pureza; nace también puramente esta diosa de la testa de Júpiter, lo que recuerda a la concepción virginal de Cristo y a la generación eterna del Verbo en el dogma de la Trinidad.

En el segundo emblema la nereida se abraza al hipocampo, simbolizando la esperanza del alma de renacer en su elemento primigenio, el agua, según era opinión común, respaldada por la filosofía del de Mileto. Con agua es bautizado el cristiano; al agua es comparado Dios en los salmos, y a un ciervo sediento el alma. Orfeo canta que es Océano padre de los dioses inmortales y de los hombres mortales. Y Sócrates en el Fedón cree que acaso exista una armonía entre las almas que nacen y las que mueren, procediendo todas del mismo lugar y retornando a él. Así pensaba también Pitágoras.

Psique, el alma, es presentada en el tercer emblema con alas de mariposa, pues como la larva ha de mutar a una vida nueva, a la que espera mientras se pudre su primer cuerpo para dar lugar a un cuerpo etéreo o glorioso. Pero ahora decaen sus sentidos y se sume en la oscuridad. Abandona su existencia presente entre lamentos, llorando su suerte, según nos cuenta Homero que hizo la de Héctor muerto por Aquiles.

Júpiter, Óptimo Máximo, es en el cuarto emblema guardián de la Providencia y vínculo eterno de las edades.

Vesta, el quinto emblema, porta la tea con la que fertilizar el suelo nutricio, del que es ella misma alegoría. Todo ha de renovarse al morir, puesto que nada sucede en vano. Y están las palabras de Cristo: "Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto”.

En fin, son todas las demás imágenes de la vanidad de la vida y mementos de la tutela de los dioses, estampadas en la efigie de la muerte. Sale el hombre del teatro del mundo como entró en él, desnudo, sepultando con su cuerpo su dicha y su infortunio.