miércoles, 23 de enero de 2013

Máquinas morales




Siempre me ha parecido que los autores que establecen la voluntad de Dios como primer principio de la moral pecan contra las reglas del buen método. Si no hay obligación sin superior, ¿sobre qué se funda, pues, la obligación de conformarse a la voluntad o a las intenciones de este superior? ¿Dirán estos autores que estamos obligados a hacer lo que Dios quiere, porque Dios lo quiere? 
Exista Dios o no, la existencia del hombre, tal y como nosotros lo vemos, es un hecho igualmente cierto. Es un ser que siente, que piensa, que se ama a sí mismo, que tiende a conservarse, que trata continuamente de procurarse sentimientos agradables, y que, para satisfacer más fácilmente sus necesidades, vive en sociedad con otros hombres, a los que su conducta puede tornar favorables o adversos a él. 
Indicar al hombre sus deberes es indicarle los medios que debe emplear para alcanzar el fin que se propone sin descanso, que es la felicidad. Probar que una acción es su deber es probarle que poniéndola en práctica actuará conforme a sus verdaderos intereses, y que omitiéndola disminuirá el número de sentimientos agradables que se habría podido procurar. Sentirse obligado a una acción es sentir que la misma es necesaria para su felicidad. 
Hay dos maneras de hacer sentir al hombre sus deberes o sus obligaciones. La primera consiste en probarle por el razonamiento o por una especie de cálculo fundado en la experiencia, que se procurará la mayor abundancia posible de sensaciones agradables al conformarse a determinadas reglas. La segunda manera es apelar a ese sentimiento moral que el Señor d'Alembert llama justamente la "evidencia del corazón", sentimiento que podemos suponer aquí como un hecho. Por el primero de estos dos métodos se prueba que una acción nos es útil; por el otro, se nos hace sentir que es bella. 
Todos los razonamientos por los cuales se procura persuadirme para que realice una acción, probándome su utilidad, no son más que cálculos de probabilidades. En la presente constitución de las cosas, el moralista no puede garantizarme el éxito de ninguna de mis acciones; las ventajas y desventajas que de ella resultarán para mí dependen de una infinidad de circunstancias que no se pueden ni prever ni disponer al gusto de uno, y principalmente de la duración de una vida de la que ignoramos el término. Además de esta consideración general, cada hombre tiene otras reglas de utilidad, siguiendo las circunstancias individuales en las que se encuentra. El más prudente es aquel que calcula y compara mejor los resultados posibles de sus acciones en relación a sus intereses, y que se determina en base a las mayores probabilidades. 
Si la moral no tuviera otros motivaciones que proponernos que los intereses de esta vida, sería una ciencia asaz quimérica. Cualesquiera que fueran las reglas que nos prescribiera, sus promesas serían en todo momento desmentidas por la experiencia. La misma conducta que enriquece a uno, sume al otro en la miseria; las mismas acciones que encumbran a uno a la cima de los honores, conducen al otro al  cadalso; las mismas conductas que a menudo me granjean el favor de aquellos seres necesarios para mi felicidad, los indisponen contra mí en una coyuntura distinta; todo depende, menos o más, de las circunstancias, del momento y de la habilidad. Notemos también que estos cálculos de probabilidad que la moral hace sobre los resultados de nuestras acciones son demasiado generales y demasiado complicados para que puedan causar una impresión lo bastante eficaz sobre nuestras voluntades; a menudo y casi siempre sitúan las ventajas lejanas, y por consiguiente inciertas, en oposición a las ventajas presentes que, aunque menos grandes, son más seguras y repercuten tanto más en nuestro espíritu. 
La segunda manera de probar en moral consiste, como ya he dicho, en mostrar la belleza de un cierto sistema de conducta. Se hace sentir al hombre que una acción es bella, como se le demuestra en geometría que una proposición es verdadera. Aquí, se se traen a colación axiomas que se suponen evidentes a todos los hombres; aquí, se apela a los sentimientos universales que podemos llamar los axiomas de los corazones humanos. Se dice con razón que las primeras verdades de todas las ciencias, para ser reconocidas, no requieren más que ser presentadas; que son indemostrables porque, en efecto, constituyen la base de toda demostración y son los límites de todo análisis. Es verdad que el todo es mayor que su parte, que es bello ser agradecido; he aquí, por ejemplo, dos proposiciones que se admiten por su mera enunciación y que, a causa de su simplicidad, no son susceptibles de demostración alguna. El hombre que la solicitara sería un hombre de mala fe o un ser pervertido. 
Creemos en la verdad; nos gusta lo que hallamos bello, y todo amor es un sentimiento agradable. Lo moralmente bello en acción es la virtud. Habiendo unido la naturaleza el carácter de lo bello a todas las afecciones sociales, el hombre virtuoso es aquel cuyas nociones tienden constantemente al bienestar de sus semejantes. El precio de la virtud es ese sentimiento delicioso, ese placer del alma, esa satisfacción interior que llamamos buena conciencia, inseparablemente vinculada a todas las acciones, de la que la virtud es la fuente o el móvil. 
La experiencia enseña a todos los hombres que lo útil y lo bello, la prudencia y la virtud, se encuentran muy a menudo en conflicto. Las sensaciones agradables, de las que la virtud exige tantas veces el sacrificio, son placeres tan reales como aquellos que se derivan de una buena conciencia; las penas del cuerpo, a las que la práctica de la virtud puede a menudo exponerme, no ceden en realidad al sentimiento desagradable que excitan los remordimientos. Mi naturaleza me obliga a amar mi bienestar; sólo puedo, pues, contemplar la virtud como mi deber, en tanto que estoy convencido de que ésta me hace más feliz que la búsqueda de mi interés personal. Estando la magnitud de los placeres y de las penas en general en razón compuesta de su intensidad y duración, me pasaré al bando en el que crea que tengo más a ganar. Corresponde a la moral hacer este cálculo por mí. 
¿Dirá el moralista que los placeres que nacen de los sentidos, y que el hombre busca tan ávidamente, no son verdaderos placeres? Se burlarán de él, como se burlaron del estoico que pretendía que la gota no era un mal. ¿Pretenderá acaso que los placeres del alma son más vivos que los del cuerpo? La experiencia también lo desmentirá. La satisfacción que sintió Escipión por haber sacrificado su interés a la generosidad no iguala por su intensidad al placer del que habría podido gustar con su bella cautiva. Otro tanto ocurre en relación a las penas. Los horribles tormentos en los que expiró Régulo fueron ciertamente más dolorosos de lo que habrían podido ser los remordimientos de haber traicionado a su patria. Añadamos todavía que hay medios de silenciar la mala conciencia, o de no pararle mientes, mientras que respecto a los dolores del cuerpo somos enteramente pasivos. 
Los placeres del alma comparados con los placeres del cuerpo perderán, pues, de ordinario, si no se tiene en cuenta más que su intensidad. Por el contrario, sobrepasan en mucho a éstos por su naturaleza y la longitud de su duración. Los placeres sensuales disminuyen a medida que duran; el uso demasiado prolongado o frecuente los hace propensos a debilitar el alma o destruir el cuerpo. Los placeres del alma son duraderos, aumentan con su disfrute y, en lugar de enervar al hombre, le dan fuerza y vigor. 
Pero, ¿me demuestra bastantemente todo esto que estoy obligado a ser siempre virtuoso? Por de pronto, toda vez que la virtud exige el sacrificio de mi vida, la moral no dispone de absolutamente ningún motivo capaz de determinarme a ella. ¿Me prometerá una satisfacción interior de la que gozaré cuando cese de existir? Ello sería absurdo sin duda. En todos los otros casos donde la virtud deviene un obstáculo invencible para la felicidad que mi corazón no cesa de buscar (y estos casos se dan con excesiva frecuencia), ¿la contemplación del bien moral será lo bastante fuerte para mantenerme por encima de las solicitaciones de mis sentidos? No dejaré nunca de encontrar bella a la virtud, la amaré siempre, pero me parecerá irrazonable amarla hasta el punto de negligir lo necesario. Haré como un hombre que, gran amante de la música, se va bruscamente en mitad de un concierto porque le han dicho que el fuego ha tomado su casa; no es que ese hombre no sienta los encantos de la música, sino que el deseo de conservar su casa es todavía más fuerte. No se trata sólo de un intercambio de placeres; a menudo he de comprar la satisfacción del alma a precio de dolor, y a precio de todo lo que la naturaleza me ha hecho más querido. 
En la medida en que vea la utilidad unida a las acciones benevolentes, no podré albergar dudas sobre el partido que me conviene tomar; mi deber es claro, y mi obligación indudable. Pero cuando mi bienestar se encuentra en conflicto con el de mis semejantes, no hay ya regla general. Entonces, soy reducido a calcular, y este cálculo variará no solamente de hombre a hombre, sino también de circunstancia a circunstancia para el mismo individuo. Todo depende de la intensidad y de la duración de los placeres que se trate de sacrificar, y de aquellos que este sacrificio me prometa, de la magnitud de las penas que me amenacen al determinarme de un modo o de otro, de la delicadeza y vivacidad de mis sentimientos morales; en fin, de la distinta perspectiva en la que los resultados buenos o malos de mi determinación se presenten. Se hallará en un caso particular que, hechas todas las cuentas, obtengo más placer a esperar o menos penas a temer aficionándome a mis propios intereses que prestándome a los de los otros. La virtud, por más que siempre bella y amable, no me parecerá ya oportuna; me reservaré a gustar de sus encantos en casos menos comprometedores. Es así que puedo encontrarme en mil circunstancias en las que los atractivos de lo moralmente bello perderán ante el tribunal de una razón fría que analiza y calcula. Contrarrestarán éstos todavía más raramente las pasiones que se erigen independientemente de nuestros razonamientos, y nos llevan con tanta violencia a preferir nuestros intereses particulares a la felicidad general. 
Hasta el momento he visto sólo obligaciones puntuales, mas ningún sistema de conducta que pueda convenir ni a todos los hombres ni a las diferentes situaciones en las que el mismo individuo pueda encontrarse. Querría poderme unir a la virtud que amo; mi corazón me habla sin descanso en su favor; mas, por otro lado, la razón y las pasiones me apartan de ella en una infinidad de casos, y la moral no posee ni los argumentos lo bastante fuertes para reducir la razón al silencio, ni los contrapesos capaces de inclinar la balanza y vencer a las pasiones. Siento que sin la virtud no puedo jactarme de perseguir la felicidad, pero no dejo de ver que ella sola no es capaz de hacerme por completo feliz. Sea cual fuere la manera en que me conduzca, mi felicidad será siempre muy imperfecta; es difícil, o más bien imposible, determinar con justeza la dosis de vicios que puedo razonablemente permitirme, y el grado de virtud que los debe acompañar. Mientras permanezca en esta incertidumbre, los momentos que me quedan por vivir se suceden con rapidez, y falto de máximas seguras, acepto el consejo provisional de las circunstancias y de mi temperamento. 
Todo cambia con la persuasión de que la virtud es la voluntad de un Dios, al que debo todo, que no quiere más que mi felicidad, que observa mis más secretos pensamientos, que desaprueba hasta los deseos viciosos, que será el remunerador infalible del hombre de bien, y que castigará al malvado. Adoptado este sistema, ya no dudo ni un momento de la naturaleza de mis deberes. Puedo en adelante librarme a los encantos de la virtud, sin el menor temor de perder algo en ello; lo moralmente bello, conciliado con la razón, es la única regla de mi conducta, y la obligación de conformarme a ella es completa. Los atractivos naturales de la virtud son entonces infinitamente realzados por la idea de un Ser que me ha dado la existencia, que es mi benefactor y que merece el más alto grado de mi amor y reconocimiento. Opongo los intereses de la eternidad a los del momento presente; mi conciencia, revestida de la autoridad del Ser supremo, habla más alto; no puedo ya hacer nada en secreto: mi benefactor y mi juez es testigo de todos mis pensamientos y de todas mis acciones. Amar a Dios de todo corazón y amar a los demás hombres como a mí mismo, he aquí los solos medios de hacerme feliz, he aquí, pues, mis deberes y mis obligaciones. 
Es así que la religión da a la moral su consistencia, o más bien su ser. Sin las ideas de Dios y de la inmortalidad del alma no puedo formarme ningún sistema razonado; encuentro ventajas y desventajas tanto en el vicio como en la virtud; la diversidad de circunstancias en las que puedo encontrarme, sea voluntariamente, sea involuntariamente, no me permite obtener un resultado exacto. ¡Y cómo podría calcular la suma de los bienes y de los males que deben acarrearme mis acciones en una existencia cuya duración y acontecimientos se encuentran en la más profunda incertidumbre, y bien a menudo al margen de mis máximas y de mi conducta!

Georg Jonathan von Holland

miércoles, 16 de enero de 2013

La mancha




Es evidente que nos encontramos en un estado de corrupción. Basta con admitir que existe una ley natural para valorar hasta qué punto el hombre la cumple sin coacción -miedo o esperanza- en términos generales. Podemos encontrarla en el denominador común de las religiones preponderantes. Mi mujer, exbudista, hoy cristiana, me habló de los cinco preceptos básicos que todo hombre medio debe cumplir en su antiguo credo: no matar la vida, no robar, no cometer estupros, no mentir y no embriagarse. Los cuatro primeros, según se encargó de explicarme, dependen del último en sentido amplio, que representa el mantenimiento de la conciencia frente al ataque de las pasiones. Cada uno de ellos e infinitos más se resumen en el amor cristiano.

Ahora bien, si restringimos el primer principio a no matar sin razón justa, es decir, para proteger un bien equivalente que no es posible conservar de otra manera, ninguno de ellos cae fuera de la observancia de los brutos animales en su práctica totalidad. Eso es admirable y debería movernos a reflexión: aunque no sean racionales cumplen con una ley racional. Mientras que en el hombre sucede justo lo contrario, ya que continuamente son traspasados, y lo serían en mayor medida si no hubiera leyes o costumbres que obligasen a refrenar el deseo de perturbar el orden.

En efecto, las criaturas asociales sobre las que nos ha sido dado dominar y disponer a nuestro antojo jamás guerrean, y por cierto casi nunca a muerte, si no es por defenderse de peligros inminentes, disputarse la supervivencia con otros depredadores o rivalizar por una hembra con elementos de su misma especie. Tampoco estiman de ordinario ninguna comida o bien que no proceda de su trabajo. Carecen de la doblez de las personas. No contemplan el sexo vago, sino que lo restringen a la búsqueda de descendencia, evitando el derroche de energía. Desprecian, en fin, los placeres superfluos.

De lo que se deduce que, existiendo esa ley eterna de la que hasta las bestias son peritas, y que el hombre, la más racional de las criaturas que deambulan por la tierra, infringe como si desconociera (aunque el error resulte inexcusable), en base a esa norma grabada en nuestras entrañas y perfectamente comprensible incluso por el más ignorante, digo, podemos inferir que algo ofusca nuestra inteligencia de forma permanente como para no cumplirla con la fidelidad debida.

Encontramos, es cierto, animales cuyo comportamiento -regular o esporádico- parece ir contra los principios naturales. Pero son la excepción que confirma la regla, al revés de lo que sucede con el hombre. Si los crímenes fuesen algo marginal y extraordinario, no se precisarían las leyes que los previenen, pues, como dice el brocardo, la ley no se ocupa de lo insignificante.

¿Qué es, en definitiva, lo que embota nuestros sentidos y discernimiento hasta colocarnos por debajo de las fieras salvajes? ¿Se trata del albedrío, del que nosotros disponemos y ellas no? Sería como culpar al cuchillo del acuchillamiento. No es por la conciencia que caemos, sino a pesar de ella. No por la inteligencia, que tiende a lo razonable, ni por el deseo, que desea lo inteligible. Lo que nos oprime, entonces, no está en la voluntad, como creyeron los budistas; más bien es previo a sus estímulos. Los teólogos se referían al pecado original para designar esta postración vergonzosa. El Islam lo niega, lo que habría de valer como prueba de falsedad de dicha religión. Pero no es el asunto que corresponde tratar aquí.

No ha visto jamás la luz una generación de hombres ajena a la ira, a la envidia, a la mentira, a la vanidad y a la vileza. Aceptado el axioma según el cual el mayor bien para un animal sociable es cooperar socialmente, ¿cómo justificar una violación constante de esa regla en las criaturas inteligentes, que en sí constituiría la frustración voluntaria de los fines de la humanidad?

El hombre es el único animal dañino para su especie, capaz de destruirse si no se somete a principios superiores. Sin duda, como ser finito, nada hay en él que sea óptimo o infalible. Pero si comparamos la suma perfección de sus órganos y lo robusto de su salud física con la debilidad de su alma, asombra ver que su sentido moral, pese a resultar innato y por ende natural, pese a ser el rasgo más característico y determinante de su especie y condición necesaria de su índole sociable, sea tan endeble, vacilante y propenso a recaídas como para precisar de los continuos estímulos o amenazas de la ley y la religión, y aun con todo ser deficitario y capaz de las mayores aberraciones. Es impensable que el hombre yerre más donde menos debería y encuentre en el error moral un placer y una condescendencia que no halla en ningún otro error cognitivo.

No es más placentero hacer el mal que el bien: ambos proporcionan cierta satisfacción, que el malo juzga mayor en el primer caso y el bueno en el segundo. Luego la supuesta razón de inclinarse por lo peor en lugar de por lo mejor -cuando no hay excusa de ignorancia o fuerza mayor- es, bien mirado, una ausencia de razón, una carencia de fin y un sinsentido completo tanto en términos naturales como morales.

domingo, 13 de enero de 2013

La virtud huérfana


Mas, una cosa es cierta, y es que la suposición de que en el UNIVERSO mismo no existen ni bondad ni belleza ni ejemplo o precedente alguno de una afección buena en un Ser Superior, esa suposición no puede representar un gran robustecimiento de nuestras afecciones morales ni prestar gran ayuda al puro amor a la bondad y a la virtud. Semejante creencia tenderá más bien a enajenar las afecciones respecto a todo lo amable y estimable por sí mismo y a suprimir el mismísimo hábito y la familiar costumbre de admirar las bellezas naturales, o sea todo lo que en el orden de las cosas está de acuerdo con un plan justo, con la armonía y con la proporción. Ya que una persona que piense que el Universo mismo es un dechado de desorden, estará poco dispuesta a amar o admirar cualquier cosa como ordenada en el Universo. ¿Cómo no va a ser inepta para venerar o respetar alguna belleza particular subordinada de una parte del Universo, cuando AL TODO se lo piensa como desprovisto de perfección como vasta deformación infinita? 
Ciertamente, nada puede haber más triste que el pensamiento de que se vive en un Universo perturbado del que cabe esperar muchos males y donde no hay nada bueno y hermoso que se haga presente, nada cuya contemplación pueda satisfacer o suscitar una pasión que no sea el desprecio, el odio o el desagrado. Semejante opinión puede llegar gradualmente a amargar la índole de uno, y hacer no sólo que se sienta menos el amor a la virtud, sino ayudar además a perjudicar y arruinar el mismísimo principio de la virtud, a saber la afección natural y amable. 
(...) 
En el caso de la religión, sin embargo, hay que tener en cuenta que si, por esperanza de premio, se entiende el amor y el deseo de un gozo virtuoso o de la pura práctica y ejercicio de la virtud en otra vida; expectativa o esperanza de tal clase están tan lejos de ser desdeñosas de la virtud que más bien son prueba de nuestro más sincero amor a la virtud por sí misma. Y no se puede llamar cabalmente 'egoísta' a este principio; pues, si el amor a la virtud no es meramente interés privado, el amor y deseo de vida por mor de la virtud tampoco puede considerarse tal. Mas, si el deseo de vida fuese sólo a causa de la violencia que produce la aversión natural a la muerte; si fuese por amor a algo diferente de la afección virtuosa, o por la renuencia a partir de esta vida presente sin nada más que con cosas del tipo de la virtud, entonces no sería ya señal o prenda de verdadera virtud.

Shaftesbury

sábado, 12 de enero de 2013

Debate sobre la Trinidad




Hay que corregir los errores más frecuentes acerca de la Trinidad. El Dios de Israel no son tres dioses, sino uno solo, expresado en tres personas o hipóstasis distintas. Ahora bien, su expresión no depende de la polisemia del lenguaje de los hombres, pues refiere al primero de los principios ontológicos, previo a toda multiplicidad y a todo ser; ni hace alusión a la misma persona en tres estados sucesivos (como creen los modalistas), ya que las tres son coeternas; ni remite a ninguna operación aritmética de agregación o multiplicación, dado que no concierne a la cantidad.

La Trinidad, entonces, no puede concebirse humanamente, desde un prisma finito, temporal, obtuso. Ella es, en consecuencia, incomprensible, insondable, inefable, indeducible, inagotable. Es el bautizo de fuego para la fe, pero también piedra de tropiezo y roca de escándalo para la impiedad. Los cristianos creemos porque el Verbo profetizador y profetizado se hizo carne, murió y resucitó; porque su presencia subyace en la letra de las Escrituras y fue conocida por los Patriarcas, si bien en la sacra tiniebla de lo que todavía no puede soportarse; porque incluso los filósofos inspirados, fieles o paganos, dan razón de ella.

No mintáis a sabiendas al decir que la Trinidad fue un dogma conciliar, una invención de obispos, pues ningún concilio se habría celebrado si la fe de la mayoría de la Cristiandad no se hubiera visto atacada por las heréticas indagaciones de Arrio, basadas en la filosofía de Aristóteles. No afirméis insensatamente que Constantino promovió una división tal, ni olvidéis que la unidad religiosa del Imperio era uno de sus principales cometidos. No creáis, por último, que los católicos hostigaron a los arrianos por sus errores, sino más bien que aquéllos tuvieron que sufrir persecución a manos de éstos por su fidelidad al mensaje apostólico.

La humildad y la debilidad de Jesús, esgrimidas como una lacra por los enemigos de su nombre, no constituyen objeciones válidas a su condición divina. Son un misterio en la economía de nuestra salvación, que no podía llevarse a cabo por la sola gracia, endurecidos como estábamos para recibirla, sin gravísimo menoscabo del humano albedrío y del orden universal. Tan necesario era el sacrificio de Cristo, muerto por nuestros pecados, como que creyésemos que no era un mero hombre el que perecía por nosotros, sino el propio Dios creador, que descendió a vivir con los hombres a semejanza de los mismos para confirmarnos su doctrina, desvelarnos las Escrituras y abrirnos el camino a la vida eterna. El mayor de todos puede y debe servir a sus hermanos para ser el mayor en caridad. Intentad, musulmanes, entender esto y os habréis hecho con la esencia del cristianismo, que es la imitación del Cristo.

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Aquí el resto del debate, que mantuve en 2004 con un polemista chiíta.

martes, 1 de enero de 2013

Si veritatem dico




At si Christianae Religionis dogmata ad rationis trutinam revocemus, si cum recto naturae lumine perspicienda et examinanda suscipiamus; aut illis ubique conformia, aut ex ipsis promanare, aut etiam eadem esse cum primis illis certissimis axiomatis comperiemus. Et quidem nonne ea duo sanctissima jussa, in quibus universa Christiana Doctrina continetur, "diliges Deum tuum ex toto corde tuo, ex tota anima tua, ex totis viribus tuis, et proximum sicut teipsum": nonne Decalogi precepta, seu decem illae Christianae Reipublicae leges: nonne denique ea omnia quae in Christi Evangelio praescribuntur, ac proponuntur, si examine vel rigidissimo discutiantur, consona, clara, manifesta, optima, justissima, praestantissima, Deoque authore dignissima adpareant? Num ibi aliquid vel turpe, vel inane, vel incertum, vel aliquo modo vitiosum deprehenderis? Omnia meliora ac sanctiora praecepta, quae aut obscura, aut erroribus commixta et implicata in libris Philosophorum dispersa sunt; cunctis sublatis erroribus clare ac dilucide et uno integroque systemate comprehensa, omnium ibi oculis subjiciuntur. Non ibi de nugis nugarum mundu hujus, non de syderum numero, aut magnitudine et cursu; non de materiae partitione; non de stillicidiis; non utrum Ancillae partus sit in fructu habendus, disputatur. Non de lineis, aut angulis mensurandis agitur. Major animus est, vita brevior, tempus pretiosus; quam ut in tantillis illud misere conteramus; Sed de vita immortali, de toto hominis bono mandata praescribuntur. Haec sola Respublica eas proponit leges quae tum ad futurae vitae beatitudinem, tum etiam ad Civitatum et regnorum felicitatem ordinantur.

Soli Christiani ii sunt qui religionis suae veritatem tanto magis agnoscunt et confitentur, quanto magis docti et sapientes evadunt. In hac sola Religione infiniti pene libri ad ipsam propugnandam, omni tempore et loco conscripti sunt. At econtra omnes Gentium Philosophi propriam religionem deridebant. Mahumetus ut suae Religionis falsitatem occultaret, litteris suos interdixit. Ex Hebraeis ii qui veritati inquirendae sese vere tradiderunt, ut plurimum, eorum lege derelicta, Christi fidem amplectuntur. Vel igitur fatendum est falsam hominibus tributam esse rationem, ut etiam in iis quae certissima videantur semper errent; vel Christianam Religionem a Deo recto rationis lumine comprobari.



Pero si ponderamos los dogmas de la religión cristiana en la balanza de la razón, si la recibimos una vez hemos podido contemplarla y examinarla con las rectas luces naturales, descubriremos que es conforme a ellas en todo, que emana de ellas mismas y de ellas deriva sus primeros y más ciertos axiomas. Y, en efecto, ¿no está contenida la doctrina cristiana toda en esos dos santísimos mandamientos, "amarás a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo"? ¿No son los preceptos del Decálogo leyes para la República cristiana? ¿No resultan, en fin, todos los que se ordenan o proponen en el Evangelio de Cristo, si se los juzga con sumo rigor, consistentes, claros, diáfanos, óptimos, justísimos, notabilísimos, y dignos de tener a Dios por autor? ¿Puede encontrarse en ellos algo que sea o vergonzoso, o insignificante, o falso, o erróneo de algún modo? Todos sus preceptos son los mejores y los más santos, los cuales, permaneciendo dispersos, ocultos y adulterados por los errores en los escritos de los filósofos, han sido depurados de toda falta de manera clara y lúcida, comprendidos en un sistema único e íntegro expuesto a los ojos de todos. No se hallan en él las vanas futesas de este mundo, no se disputa sobre el número de estrellas, o sobre su tamaño y curso; no sobre la división de la materia; no sobre las gotas de agua; no sobre si la descendencia del esclavo debe ser considerada ganancia del dueño; no se ocupa de medir las líneas o los ángulos. Más grande es el alma, más breve es la vida, precioso el tiempo como para que lo consumamos en estas pequeñeces. Por el contrario, prescribe sus mandamientos sobre la vida inmortal, sobre la totalidad del bien de los hombres. Sólo esta República les propone leyes que se ordenan a la beatitud de la vida futura, así como a la felicidad de la ciudad y el reino.
Sólo son los cristianos quienes cuanto más doctos y sabios llegan a ser, tanto más conocen y confiesan la verdad de su religión. En esta sola religión se han escrito en todo tiempo y lugar casi infinitos libros para defenderla. Mas, por el contrario, todos los filósofos gentiles se mofaron de su propia religión. Mahoma, para ocultar la falsedad de la suya, prohibió escribir sobre ella. Y respecto a la de los judíos, ellos mismos traicionaron la búsqueda de la verdad, por lo que muchos de este pueblo, abandonada su ley, abrazaron la fe de Cristo. Luego, o bien debe suponerse que se ha concedido a los hombres una razón falsa, pues incluso en lo que más cierto parece yerran siempre; o bien la religión cristiana puede ser confirmada por Dios a la luz de la recta razón.

Francisco Gazzerro