martes, 31 de diciembre de 2013

Plutarco. Sobre la tardanza de la divinidad en castigar.




Por ejemplo, ¿Por qué se aconseja a los hijos de los fallecidos de tisis o hidropesía sentarse con los pies en el agua hasta que el cadáver queda reducido a cenizas? Porque se cree que así la enfermedad no se transmite ni se les contagia. O con otro caso, ¿por qué, cuando una cabra coge un cardo borriquero en la boca, se queda quieto el rebaño entero hasta que llega el cabrero y se lo quita?. Otras fuerzas con capacidad de contagio y de transmisión increíble pasan por su rapidez y amplitud de unos a otros. Pero nosotros nos asombramos de los intervalos de tiempo, no de los de espacio. Y sin embargo, ¿es más asombroso que la peste originada en Etiopía invadiera Atenas y Pericles muriese y Tucídides enfermara o que el castigo diferido de los delfios y sibaritas culpables alcanzase a sus hijos? Pues estas fuerzas poseen ciertas recurrencias y conexiones desde el final hasta el principio y sus causas, aunque nosotros las desconozcamos, cumplen en silencio su misión. 
Sin embargo la cólera divina contra las ciudades en su totalidad se justifica fácilmente. La ciudad, en efecto, como un ser vivo, es una sola cosa, dotada de continuidad y no se transforma con los cambios de la edad ni con el tiempo se hace otra, sino que guarda en sí iguales sentimientos y propiedades. Asume toda acusación o gratitud por lo que hace o hizo en comunidad, mientras esa comunidad, que la hace y la ata con sus lazos, mantiene su unidad. El hacer muchas ciudades, o más bien infinitas, por su división a lo largo del tiempo se parece al hacer de un solo hombre muchos porque ahora es anciano, antes fue joven y antes todavía un muchachito. Más bien se asemeja enteramente a los versos del Epicarmo, de los que surgió el 'argumento del crecimiento' de los sofistas. De este modo, quien contrajo una deuda hace tiempo ahora no debe nada, porque se ha vuelto otro y el que ayer fue invitado a una cena llega hoy sin invitación, pues es una persona diferente. 
Con todo, el paso de la edad genera mayores cambios en cada uno de nosotros que en las ciudades colectivamente. Quien hubiera visto Atenas hace treinta años podría reconocerla ahora. Sus costumbres actuales, su movimiento, sus diversiones, sus preocupaciones, los favores y las cóleras del pueblo se parecen muchísimo a las antiguas. En cambio, cualquier familiar o amigo, al encontrar a otro al cabo del tiempo, con dificultad podría reconocerlo por su aspecto, y las mudanzas de carácter, ocurridas fácilmente por cualquier razón, por un sufrimiento, pasión o costumbre, provocan extrañeza y asombro incluso en el que convive permanentemente. Sin embargo, se dice que un hombre es uno solo desde su nacimiento a su muerte. Y también creemos que una ciudad, que permanece idéntica del mismo modo, debe estar sometida a las faltas de sus antepasados con la misma justicia por la cual participa de su gloria y poder. O nos olvidaremos arrojando todo al río de Heráclito, donde, según afirmaba, no se entra dos veces, porque la naturaleza con sus transformaciones todo lo mueve y altera. 
Pero si una ciudad es una sola cosa, dotada de continuidad, lo es también, sin duda, la familia, ligada a un único origen por la transmisión de una cierta fuerza y comunidad renovada a lo largo del tiempo. Y al ser engendrado no puede, como la obra del artesano, separarse de su engendrador. Pues ha nacido de él, no por él, de modo que posee y lleva consigo una parte suya, bien sea castigado justamente bien reciba honores. Pero si no pareciera bromear, yo afirmaría que la estatua de Casandro, fundida en bronce por los atenienses, ha padecido mayores injurias, y el cuerpo de Dionisio [el Viejo] después de su muerte, al ser expulsado por los siracusanos de sus fronteras, que sus descendientes cuando pagaron sus culpas. Pues en la estatua nada hay de la naturaleza de Casandro y el alma de Dionisio había abandonado su cadáver. Pero en Niseo, en Apolócrates, en Antípatro, en Filipo e igualmente en los demás hijos de hombres culpables se ha desarrollado y permanece la parte dominante de sus padres, ni inactiva ni ociosa. Al contrario, viven de ella y con ella se alimentan, habitan y piensan. Y nada tremendo o extraño es que, si son sus hijos, tengan su mismo destino. Por decirlo de un modo general, en medicina, por ejemplo, lo útil es también justo y resulta ridículo quien afirma que es injusto cauterizar el dedo gordo de los enfermos de la cadera, o cortar el epigastrio cuando el hígado supura, o si se trata de los bueyes, untar con aceite el extremo de los cuernos cuando se les reblandecen las pezuñas. De igual modo, quien, respecto a los castigos, considera justo algo diferente de curar la maldad y se irrita si alguien por medio de unos procura la curación de otros, como los que seccionan la vena para aliviar la oftalmía, no parecen ver más allá de sus sentidos. Tampoco se acuerda de que un maestro, al pegar a uno solo de sus alumnos, reprende a los otros, o que un general, al diezmar su ejército, contiene a todos. Así no solo de un miembro mediante otro, sino de un alma mediante otra alma se transmiten ciertas disposiciones, corrupciones y rectificaciones más que de un cuerpo a otro. Pues allí, al parecer, deben producirse necesariamente el mismo padecimiento y la misma transformación. En cambio, el alma, llevada por su imaginación a sentir confianza o temor, se hace peor o mejor gracias a una fuerza innata.

Plutarco

viernes, 6 de diciembre de 2013

Senda de dolor



La hija espiritual preguntó: "Me gustaría saber cuáles, entre todos los sufrimientos, son más útiles al ser humano y más agradables a Dios". Él le respondió así: "Has de saber que se encuentran diversos tipos de sufrimiento que preparan a la persona y la llevan por el buen camino hacia su bienaventuranza, si los usa correctamente. 
A veces Dios hace que le sobrevengan a una persona duros sufrimientos sin que ésta se haya hecho merecedora de ellos. A través de las aflicciones, Dios quiere unas veces probar su firmeza o lo que tiene en sí misma, tal vez como se lee en muchos ejemplos del Antiguo Testamento, o bien otras veces pretende simplemente con ello su gloria y alabanza, como narra el Evangelio del ciego de nacimiento del que Cristo dijo que era inocente e hizo que viera. 
Algunos sufrimientos son también merecidos, como el sufrimiento del ladrón crucificado con Cristo y a quien Cristo concedió la bienaventuranza por la conversión sincera experimentada en su sufrimiento. 
Otros sufrimientos no son el resultado de una culpa directamente relacionada con el sufrimiento que padece actualmente una persona; pero como no está libre de otras culpas, Dios hace que le sobrevenga el sufrimiento. Y sucede a menudo que Dios rebaja la soberbia excesiva y muestra a la persona su lugar a través de una terrible humillación de su orgullo, con algo de lo que quizás es totalmente inocente. 
Otros sufrimientos son enviados por Dios en su bondad a la gente para que gracias a ellos eviten sufrimientos aún mayores. Es el caso de aquellos a quienes Dios hace sufrir aquí su purgatorio mediante enfermedades, la pobreza o cosas semejantes, a fin de evitarles sufrimientos ulteriores; o bien permite que caigan en manos de gentes diabólicas para ahorrarles a la hora de su muerte el rostro del diablo.
Algunas personas sufren a causa de su ardiente amor, como los mártires, que a través de las múltiples muertes de su cuerpo o de su espíritu muestran su amor a su amado Dios. 
Se encuentra también en este mundo mucho sufrimiento vano y sin consuelo, como les pasa a aquellos que viven totalmente para el mundo a través de cosas mundanas. Estos han de ganarse el infierno con amargo esfuerzo, mientras que la persona que sufre por Dios se puede ayudar a sí misma con su sufrimiento. 
También hay algunas personas a las que Dios apremia a menudo interiormente para que se conviertan a él, pues querría tenerlas en su intimidad, pero se resisten por negligencia. A estos los atrae a veces Dios mediante el sufrimiento. A donde se vuelven para escapar de Dios, allí está Dios con una desgracia temporal de este mundo agarrándolos por los cabellos para que no puedan escapar. 
También se encuentran personas que no padecen más sufrimientos que los que se fabrican ellos mismos, dándole una gran importancia a lo que no la tiene. Como en una ocasión en que un hombre, agobiado por el sufrimiento, pasó ante una casa en la que oyó cómo una mujer se lamentaba. Pensó: "Ve y consuela a esta persona en su sufrimiento". Entró y le dijo: "Oh, buena mujer, ¿qué os sucede para que gimáis así?". Ella le contestó: "Se me ha caído una aguja y no la puedo encontrar". Dando media vuelta, salió de allí pensando: ¡Oh, mujer necia, si tuvieras que cargar con uno de mis fardos no llorarías por una aguja!". Así, algunas personas débiles sufren por muchas cosas que no comportan sufrimiento alguno. 
Pero el más noble y mejor de los sufrimientos es el sufrimiento cristiforme, quiero decir: el sufrimiento que el Padre celestial envió a su Hijo unigénito y envía aún hoy a sus amigos más queridos. Y no hay que entender con esto que exista nadie completamente exento de culpa, salvo Cristo que jamás pecó, sino más bien que así como Cristo se mostró paciente y se comportó en su sufrimiento como un dulce cordero entre los lobos, así envía a veces también grandes sufrimientos a algunos de sus más queridos amigos, para que nosotros, tan poco capaces de sufrir, aprendamos de las personas santas a ser pacientes y, con un corazón lleno de dulzura, a vencer en todo momento el mal con el bien".

Enrique Suso