lunes, 12 de enero de 2009

Deja de preocuparte y disfruta de la vida




Tras haber hablado de la falsedad de tantas virtudes aparentes, es razonable decir alguna cosa sobre la falsedad del desprecio de la muerte.

Intentaré hablar de ese desprecio de la muerte que los paganos se jactaban de sobrellevar con sus propias fuerzas, sin la esperanza de una mejor vida. Hay una diferencia entre sufrir la muerte con constancia, y despreciarla. Lo primero es bastante común; pero creo que lo otro nunca es sincero. Se ha escrito sin embargo todo lo posible para persuadirnos de que la muerte no es un mal; y tanto los hombres más débiles como los héroes nos han legado mil ejemplos célebres para establecer esta opinión. Pero yo dudo que nadie de buen sentido la haya creído jamás; y las molestias que se han tomado para persuadir a los otros y a sí mismos dan a entender que una tarea tal no es fácil. Se puede tener distintos motivos de disgusto en la vida, pero nunca hallamos una razón para despreciar la muerte; los mismos que se la dan voluntariamente no la tienen en poco, y se sorprenden y la rechazan como los demás cuando les acontece por otra vía a la que ellos han escogido. La singularidad que se señala respecto al coraje del infinito número de valientes procede del figurarse éstos la muerte de un modo diferente en su imaginación, y del aparecer más presente en algunos momentos que en otros. Así sucede que después de haber despreciado aquello que desconocen, temen al fin lo que conocen. Conviene pues evitar divisarla con todas sus circunstancias, si no se quiere creer que es el mayor de todos los males. Son los más hábiles y los más bravos aquellos que toman los más honestos pretextos para impedirse tomarla en consideración. Pero todo hombre que sabe verla tal como es encuentra que es algo espantoso.

La necesidad de morir constituye la principal preocupación de los filósofos. Creen que es preciso ir de buen grado allí donde no puede evitarse ir; y, no pudiendo eternizar su vida, no hay nada que no hagan para eternizar su reputación, y resguardar del naufragio lo que pueda ser salvado. Contentémonos con acoger con buen semblante el no decirnos todo lo que pensamos al respecto, y esperemos más de nuestro temperamento que de estos débiles razonamientos que nos hacen creer que nos podemos acercar a la muerte con indiferencia.

La gloria de morir con firmeza, la esperanza de ser llorado, el deseo de legar una bella reputación, la seguridad de haber sido liberado de las miserias de la vida, y de no depender más de los caprichos de la fortuna, son remedios que no deben rechazarse. Pero tampoco debe creerse que sean infalibles. Deberían protegernos de la misma manera que un simple escudo protege a quienes deben asaltar una fortaleza. Cuando se está alejado, se imagina que servirá para ponernos a cubierto; pero cuando se está próximo, se descubre que es un magro socorro. Nos engañamos si creemos que la muerte nos parecerá igual de cerca que en la distancia, y que nuestros sentimientos, que no son más que debilidad, tienen una consistencia lo bastante robusta como para no sufrir el ataque de la más ruda de las pruebas. También conocemos mal los efectos del amor propio, si pensamos que nos puede ayudar a tener en nada aquello que debe destruirlo necesariamente, y la razón, en la que uno cree encontrar tantos recursos, es demasiado débil en esta pugna por persuadirnos de lo que queremos. Es ella más bien la que nos traiciona a menudo, y la que, en lugar de inspirarnos el desprecio de la muerte, nos sirve para descubrir lo que tiene de horrorosa y terrible. Todo lo que ella puede hacer por nosotros es aconsejarnos volver los ojos para detenerlos en otros objetos. Catón y Bruto los escogieron nobles. Un lacayo se contentaba hace un tiempo bailando sobre el cadalso en el que iba a aplicársele la rueda. Así, por más que los motivos sean distintos, producen los mismos efectos. De suerte que es cierto que, pese a cualquier desproporción que pueda darse entre los grandes hombres y el vulgo, se ha visto mil veces a unos y a otros recibir la muerte de una misma manera; pero ha sido siempre con esta diferencia: que, en el desprecio que los grandes hombres simulan por la muerte, es el amor por la gloria el que se la ha apartado de la vista, mientras que entre el vulgo no es más que un efecto de sus escasas luces, que le impiden conocer la magnitud de su mal y le dejan la libertad de pensar en otras cosas.


La Rochefoucauld

4 comentarios:

Alejandro Martín dijo...

No sé si será una petición impertinente, pero los que no sabemos francés agradeceríamos mucho una traducción (aunque fuera fragmentaria) o resumen...

Daniel Vicente Carrillo dijo...

No es en absoluto impertinente, pero me resulta difícil de satisfacer. Parece que no hay transcripción española de las Máximas de La Rouchefoucauld en internet. Ten 400 millones de hablantes para esto.

Me habría tomado la molestia de aportar el texto si lo conservara en mi actual domicilio, pero lo guardo en otra parte. Por otro lado, tengo reparos en traducirlo yo mismo, porque estropearía el estilo. Aunque lo voy a intentar de todos modos.

Daniel Vicente Carrillo dijo...

Et voilà! Quedó menos chapucera de lo que esperaba.

Alejandro Martín dijo...

Qué bueno el texto. Y el título!
Y la traducción! ¿Qué más se puede decir?