"El universo no tiene ni fines ni sentido". Quien dijera algo semejante de su existencia sería tildado de loco, imbécil o suicida. Pero quien lo afirma sin tapujos de todas las existencias es un sensato librepensador.
Al ateo le queda algo por comprender, y es que toda negación entraña afirmación de la contraria. Y que, igual que no se puede afirmar sin pruebas (o, al menos, cierto grado de probabilidad), tampoco es lícito negar sin ellas, a no ser que se niegue "A" y "no A" en un mismo juicio. Y tal equivale a la suspensión del juicio. Las ingenuidades que pueda cometer el creyente en su manera de razonar no nos dicen nada del fundamento de la certeza del ateo en sus convicciones.
En filosofía "no hay" no equivale a "no lo he visto", sino a "no puede haberlo". Los ateos piden pruebas imposibles (evidencia empírica concreta del ser espiritual absoluto) o impertinentes (un rayo que fulmine a los inconmensurables Dawkins o Hernán Toro). Eso no significa que los creyentes no poseamos pruebas, sino que nuestros estándares probatorios son distintos. Pero tenemos el pudor de no usar doble vara de medir y, al igual que no damos por demostradas las vanas certezas del ateo, así, cuando vemos que algo está por encima de nuestra razón presente, apelamos a la fe, que es la docta coherencia del ignorante.
A veces pienso que los descreídos son como los bancos. Se aprovechan de la miseria ajena, por un lado, y viven de las rentas de los grandes capitales que les son confiados en depósito, de cuya legítima propiedad no disponen.
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Propter Sion non tacebis