No estamos nada dispuestos a admitir que sólo hay una religión verdadera, y muy poco dispuestos a reconocer que sólo una moral verdadera existe. Pero, imaginando que estos ámbitos pueden separarse realmente, sí parecemos más proclives a aceptar que algunas reglas estéticas universales subyacen en nuestra apreciación de la belleza, razón por la cual esta palabra designa no sólo un estado de ánimo, sino también una característica objetiva.
Si lo bello no fuera más que una propiedad del ojo del que ve, como lo es el color o el tamaño relativo de lo percibido por la vista, una leve alteración del órgano mediante una prótesis podría hacer que, de la misma manera que lo que primero era pequeño se vuelve grande por el efecto de un cristal de aumento, algo nos resultara encantador en un momento y detestable poco después, sin que nada en ese objeto cambiase de hecho.
Swift se burlaba de la búsqueda renacentista de la perspectiva al hacer crecer y decrecer a su Gulliver. Con ello escarnecía también la moral y la religión. Supuso, como Hume, que el sentimiento placentero que nos causan la proporción y la forma dependía de juicios emitidos por la fuerza de la costumbre, y no éstos de aquél.
Estoy en deuda con Swift, precisamente, por una de las demostraciones más inapelables de la fealdad intrínseca del cuerpo de las mujeres, al constatar mediante su famoso personaje lo repulsiva y amenazadora que resulta una hembra gigante. La sedicente belleza femenina, pues, es sólo extrínseca y está en función de nuestras pasiones; en particular de nuestra pasión por someterlas, que sólo se manifiesta cuando dicho sometimiento resulta factible.
Esto no se aplica a lo bello ni a lo sublime. Un ameno jardín no dejará de serlo al multiplicar por cien su tamaño, y la silueta de un héroe no será menos gloriosa por representarse en miniatura. Es por ello que la cualidad estética de lo observado, su fuerza evocadora, permanece al margen o por encima de la circunstancia particular del espectador medio. Tal es así aunque éste se encuentre pasajeramente embrutecido por un mal hábito que redunde en una disposición confusa de sus percepciones.
Las reglas de la belleza son, entonces, inteligibles y se sintetizan en cuatro: acumulación, contraste, variación y condensación.
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Propter Sion non tacebis