La hembra es en todo contraria al macho: cabeza pequeña, cabello suave, cara estrecha, frente hundida, cejas extensas, ojos pequeños y resplandecientes, nariz recta y apenas discernible de la cara, cara carnosa, labios delgados, boca pequeña y risueña, mentón redondeado y lampiño, cuello delgado, clavículas con poca soltura, pecho angosto y débil, caderas gruesas, rodillas carnosas, que miran hacia dentro y se entrechocan al andar, piernas flojas y mal articuladas, pantorrillas levantadas por arriba, tobillos carnosos, pies pequeños, manos delgadas, sin articulaciones visibles, brazos, codos y antebrazos delgados, hombros poco articulados y débiles, espalda estrecha y débil, parte superior de la espalda mal articulada y poco firme, zona lumbar carnosa, nalgas carnosas y gruesas y todo el cuerpo, en general, más pequeño que el del macho, delicado más que vigoroso, menos enérgico y de carnes más húmedas, voz floja y andares a zancadas cortas. En cuanto a su carácter, la hembra es pusilánime, ladrona y sumamente engañosa. Pero Adamancio afirma que es "vil, iracunda, insidiosa, engañosa y cobarde y atrevida al tiempo".
Platón dice que la mujer es siempre peor y más débil que el hombre, lo que a su vez confirman Aristóteles y Galeno, quienes aseguran que ello se debe a su frialdad, pues que el calor viene a ser el instrumento primero de la naturaleza y, donde el calor falta, falta también la perfección, de ahí que la naturaleza haya dotado de barba al hombre, para que fuese así considerado el más digno y venerable de todos y la llevase por ello como adorno y señal de honor. Homero dice que la mujer es "iracunda". Horacio que "engañosa". Apuleyo que "taimada", "descarada" y "astuta". Catulo que "insaciable". Afirma Séneca que "no hay cosa más inestable que la mujer ni más enemiga del deber, pues carece de fidelidad, supera a todos en infamia y urde siempre pendencias y engaños; en definitiva, difícil resulta que vivan bajo un mismo techo el sosiego y la mujer".
Giovan Battista della Porta
Estos griegos necesitan una sana dosis de feminismo.
ResponderEliminarAlgunos españoles también.
ResponderEliminarDark:
ResponderEliminarSí, y de teoría queer. No se enteraban los pobres.
Atilio:
Tranquilo, no soy representativo.
Pero si lo de la teoría queer hace referencia a la homosexualidad, y ellos la tenían en alta consideración, aunque mezclada con machismo (no creo que consideraran muy bien la homosexualidad femenina).
ResponderEliminarSi quieres combatir la homosexualidad nada mejor que mostrar la belleza y la grandeza del otro sexo. En cambio, si al ver una mujer me da asco, pues lo más normal es que la desprecie y que mis elevados sentimientos se dirijan a los hombres... que es un poco lo que hacían los griegos.
No estoy de acuerdo. La homosexualidad en tiempos precristianos no estaba en absoluto bien vista, pese a tolerarse (como se toleraban el divorcio o las orgías, que más tarde el cristianismo prohibió). No se consideraba una abominación -exceptuando la opinión de los moralistas-, pero tampoco algo digno de encomio ni, por supuesto, de protección jurídica.
ResponderEliminarTu segundo aserto podría darlo por bueno si la sexualidad consistiese en admirar al cuerpo ajeno, al modo de un objeto bello al que contemplar pura y desinteresadamente. Pero no. Dentro de los límites que nos marca la naturaleza -tendemos a rechazar a las mujeres demasiado mayores o de apariencia poco sana- nuestro único interés es someter a un cuerpo, o en dejarse someter en el caso de las mujeres. Así, junto con el carácter plástico de la hembra y la función reproductiva, la razón de que la heterosexualidad se haya impuesto al afeminamiento (la misma que hace que la homosexualidad femenina esté más extendida que la practicada entre varones) es fundamentalmente estadística: resulta más sencillo someter a una mujer que a un hombre. Y por someter entiendo algo distinto a dominar por la fuerza bruta.
Respecto a la belleza que observamos en el otro, forma parte de la dimensión social de la sexualidad, en la que ésta no es más que un medio para prestigiarnos. Lo prueba el hecho de que no haya un canon estable de belleza femenina a lo largo de la historia (aunque sí, significativamente, de belleza masculina). Llamamos bella a una mujer en comparación con otras, y deja de serlo cuando ya la hemos sometido.