No se ama más que la forma de las cosas, aquello que hay en ellas de inalterable o substancial. Quien ame algo sujeto a variación no amará nada, o lo dejará de amar cuando cambie. De la misma manera, sólo se odia algo hasta que lo hemos destruido, disolviendo su forma en otras.
Poseer equivale a transformar, y transformar a odiar. Se transforma lo que se aborrece, el lugar donde nuestra mirada no puede detenerse sin sentirse incompleta. Así, un sistema cuyo motor principal sea el afán de poseer y manipular estará basado en el odio. Odio universal a todas las cosas, a todas las personas, en tanto que sometidas a lo pasajero de la satisfacción del deseo.
El liberalismo no tiene otras premisas que la venalidad y, en este sentido, está llamado a embrutecer. Convierte las relaciones humanas en relaciones de explotación más o menos sutil. El lenguaje deja de ser definitorio para ejercer funciones por lo general descriptivas. A raíz de esto, la verdad -que es la forma de todas las formas- pierde fuste. Con ella, los hombres, que hasta entonces se honraban de ser sus sacerdotes.
No hay liberalismo sin democracia, sin voluntad general. Y no se llega a esta voluntad abstracta, impersonal y revisable sin la renuncia previa a un orden superior a la acción, lo que los clásicos llamaban destino y que, trocado por la mentalidad moderna en imposición imaginaria, carece ya de un significado preciso.
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Propter Sion non tacebis