Una idea jamás se nos somete, porque ni es maleable según el acto de comprensión ni acaba de comprenderse nunca, si es cierto que toda verdad remite a otra. Comprender una idea es en realidad ser comprendido por ella, tomar en ella parte (participar). Existe, pues, la satisfacción que nace de contemplar -someternos a algo- y la que surge del actuar -someter algo.
Se predica la inmanencia del deseo. Ahora bien, todo lo que está en nosotros y no empieza en nosotros no es deseado. Por tanto, es impuesto. Las ideas se nos imponen, en la medida en que nadie desea tenerlas, o dado que el hecho de desear tal cosa no es ni previo a ni determinante de la eventualidad de contar con ellas.
No somos más libres para entender de lo que lo somos para creer. Lo que creemos lo entendemos en parte, y lo que no entendemos no lo poseemos -ni lo creemos. ¿Es el creer un desear lo entendido cuando no se entiende por completo? ¿Es un semisaber, una categoría intermedia o fronteriza del intelecto? ¿O es un someterse a algo inmaterial, pero distinto de una idea?
De la comprensión no se sigue la acción, y viceversa. El principio del deber no deriva ni del juicio (Sócrates), ni de la apetencia (Nietzsche), ni de una imposición formal arbitraria (Kant). Creer es someterse de buen grado, sin coacción, a una voluntad extraña; una suerte de obediencia contemplativa. Pero también es la única forma de entendimiento que incide en el libre albedrío. El único acceso a una casa abandonada.
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Propter Sion non tacebis