Para el inmoralista no existen bienes y males absolutos, sino graduales, ya que a guisa de los epicúreos los mide en términos de sensibilidad y alteración del estado de ánimo. Así, todo aquello que turbe nuestra ataraxia es malo en la medida en que nos convierte en seres menos autónomos, más sujetos a pasiones. Mientras que todo lo que aumente nuestra capacidad de pensar y actuar será moralmente deseable, aunque conlleve un mal para los demás. Es una ética empírica, netamente egoísta, construida desde el sujeto y en la que se alcanza la mutua conveniencia a partir del método ensayo-error.
En este sentido la democracia podría verse como la búsqueda de una ataraxia colectiva en la que no prevalecen principios morales absolutos armonizados en un sistema coherente, mas donde se alcanza en su lugar un equilibrio más o menos razonable respecto a las apetencias de todos. Es decir, en donde se renuncia a la justicia en favor de la tranquilidad (cuando ambas no se acomodan entre sí) y en la que los "derechos fundamentales" y cualesquiera otros intangibles están de hecho fundamentados por la voluntad tácita de una masa anónima a la que no se exige que los comprenda.
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Propter Sion non tacebis