El placer por el mal, la pulsión sádica, no provienen ni de la naturaleza ni de la inteligencia. Esto es, ni los animales irracionales los poseen, al ignorar todo sufrimiento que no sea el propio, ni encuentran justificación según los fines perseguidos por un animal social. Tampoco son fruto del error intelectual pasivo. Es falso afirmar que nuestro alejamiento de la virtud se sigue de nuestra ignorancia de la misma. Los niños, para los que el bien se identifica con la autoridad de sus padres, los desobedecen no obstante, arrastrados por una pasión mayor.
Así, ¿es la vergüenza una virtud natural, fundada en la razón y en la intuición, o social, derivada de la costumbre? Toda sociedad debe fomentar la cooperación y disuadirnos de realizar actitudes dañinas si no quiere disolverse pronto. La vergüenza bien podría ser el resultado de interiorizar este mandato general mediante un súper-yo que combatiría nuestras pulsiones primarias. Sin embargo, esto no explicaría por qué nos sentimos inclinados a postular principios morales y adherirnos a ellos más allá de la amenaza (Antígona).
La pregunta anterior puede replantearse como sigue: ¿Amamos el bien de manera innata o aprendemos a identificarnos con cierto tipo de conductas sancionadas favorablemente por la autoridad o por la mayoría? Respondo con otra pregunta: Esta facultad de identificación ¿no es de por sí búsqueda del bien, cuyos rudimentos estarían ocultos en nuestra consciencia?
Nadie vive por sus propias reglas. Al buscar el bien fuera de nuestra voluntad primaria admitimos su existencia autónoma. Pero, resultándonos oscuro y contradictorio, necesitamos precisarlo a través del conocimiento. Y todo conocimiento es social. De ahí el éxito de la política y de la religión, que de otro modo tendrían que imponerse por la fuerza de manera invariable.
Puede replicarse que, dados unos comportamientos estándar, los imitamos por falta de instinto, como segundo recurso adaptativo de la especie. No obstante, esto no se opone a la búsqueda de un modelo trascendente a las necesidades pasajeras. Es la adecuación de nuestra conducta a un patrón fijo el signo externo más notable de nuestra individualidad. La lógica del honor explica más solventemente nuestras acciones públicas que el esquema conductista de la satisfacción de necesidades psico-fisiológicas.
Apelar a nuestra naturaleza de animal político es también referirse a nuestra facultad no adquirida de sentir vergüenza, que a su vez es resultado de nuestra tendencia al mal, puesto que nadie que obre bien siempre y esté seguro de ello debería avergonzarse. Por tanto, la sociabilidad depende de la maldad inercial del hombre y no de una suerte de altruísmo heredado, dada su utilidad a los efectos de garantizar la supervivencia del grupo.
Si la virtud fuera innata, en lugar de la vergüenza, no habría civilización, ni egoísmo insociable, ni opresión entre clases, ni guerras de conquista. En tal estado idílico, donde el orden puede considerarse originario e inmanente, la cultura habría de enmudecer una vez superada la barbarie, siendo en lo sucesivo ocasión para el extravío. Todo sistema de normas tendería a ser consuetudinario, los magistrados superfluos y la feliz anarquía el estado por defecto. Es por ello que la existencia universal de ciudades y leyes, antes que la de Dios, refuta la conclusión naturalista.
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Propter Sion non tacebis