Mi perro me acompaña a una función pública, a una ejecución, por ejemplo; positivamente, él ve todo lo que veo yo: el gentío, el fúnebre acompañamiento, los agentes de la justicia, la fuerza armada, el cadalso, el paciente, el ejecutor, todo, en una palabra; mas de todo esto, ¿qué comprende? Lo que debe comprender en su cualidad de perro: sabrá salir de entre la gente y encontrarme si algún incidente lo ha separado de mí; se colocará de manera que no le estropeen los pies las pisadas de los espectadores; cuando el verdugo levante el brazo, el animal, si está cerca, podrá separarse por temor de que el golpe le toque; si ve sangre, podrá temblar, pero como en la carnicería. Ahí cesan sus conocimientos, y todos los esfuerzos que empleasen sus inteligentes instructores sin descanso por los siglos de los siglos, no consegurían otra cosa: las ideas de moral, de soberanía, de crimen, de justicia, de fuerza pública, etc., propias o ajenas a este triste espectáculo, son nulas para él. Todos los signos de esas ideas le rodean, le tocan, le oprimen, por decirlo así; pero inútilmente, porque todos carecen de significación cuando no hay idea preexistente. Es una de las leyes más evidentes del gobierno temporal de la Providencia que todo ser activo ejerza su acción en el círculo que le está trazado, sin que pueda nunca salir de él. ¿Y cómo pudiera el buen sentido imaginar lo contrario? Partiendo de estos principios, que son incontestables, ¿quién os ha de decir que un volcán, un huracán, un terremoto, etc., dejan de ser para mí exactamente lo que la ejecución es para mi perro? Comprendo de todos estos fenómenos lo que debo comprender, es decir, todo cuanto está en relación con mis ideas innatas, que constituyen mi cualidad de hombre. Lo demás es carta cerrada.
De Maistre
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Propter Sion non tacebis