Negar las consecuencias de un acto es negar el acto mismo; a su vez, negar el acto es negar la intención (Pedro Abelardo), y negar la intención es negar al sujeto (Mt. 7:20). Wittgenstein no hacía distingos entre la lógica y el pecado, pues sabía que contradecirse es la forma metafísica de suicidarse.
Por ello, en Homero, Odiseo es el paradigma del hombre sin honor, el de los mil ardides; la calderilla que se dispersa y nada vale (Hölderlin); el buen burgués (Horkheimer), que aspira a la perfección y jamás abandona la miseria, ya que a lo sumo conquista una suerte de nostalgia. Si bien el autoconocimiento pasa por la autonegación, en el sujeto ingenioso es la autonegación misma lo que se pretende dominar, como instrumento de control de los semejantes.
Negar las consecuencias de un acto sólo es legítimo cuando el acto es irracional (lo que más propiamente llamamos una pasión), o cuando el fin que se buscaba con él ya se ha cumplido o va a cumplirse por otros cauces.
Ahora bien, no puede confiarse el destino del hombre a la libertad, que todos los vientos nos molestarían al carecer de un puerto al que conducirnos (Séneca). Y el fin de vivir es el amor, la voluntad unitiva en el esfuerzo individual, que quiere engendrarse y reproducirse (Platón), mientras que el autoengaño diezma nuestras fuerzas y oscurece nuestro rostro. Sólo un criminal puede aborrecer su propia imagen, cuya imagen sobrenatural desconoce, y sólo él ha de decantarse, por fatal afinidad inversa, al implacable aborrecimiento de los demás (Nietzsche).
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Propter Sion non tacebis