Hay que reconocerlo: en un pueblo ilustrado, el despotismo es el argumento más fuerte contra la existencia de la Providencia. Lo repetimos, en un pueblo ilustrado, porque los pueblos aún ignorantes pueden estar oprimidos sin que sus convicciones filosóficas disminuyan. Pero una vez que el espíritu humano ha emprendido la senda de la razón y que la incredulidad ha llegado a nacer, el espectáculo de la tiranía parece apoyar con terrible evidencia a los argumentos de esa incredulidad.
La incredulidad repetía al hombre que ningún ser justo velaba sobre sus destinos; y sus destinos quedan en efecto abandonados a los caprichos de los más feroces y viles entre los humanos. Le decía que las recompensas de la virtud, los castigos del crimen, promesas huecas de una doctrina agotada, no eran sino vanas ilusiones de imaginaciones débiles y timoratas; que es el crimen recompensado, y la virtud la que es proscrita. Le decía que lo mejor que se podía hacer, durante esta vida efímera, durante este extraño periplo sobre la tierra, sin pasado y sin futuro, y tan corto que apenas parece real, era aprovechar cada instante, a fin de cerrar los ojos sobre el abismo que nos aguarda para devorarnos. La arbitrariedad predica la misma doctrina con cada uno de sus actos. Invita al hombre a la voluptuosidad, a causa de los peligros con los que le rodea. Es preciso aferrarse a cada hora, ante la incertidumbre de la hora venidera. Haría falta una fe muy profunda para poder creer, bajo el reinado visible de la crueldad y de la locura, en el reino invisible de la sabiduría y la bondad.
Esta fe viva e inquebrantable difícilmente podría ser patrimonio de un pueblo antiguo. Las clases ilustradas, por el contrario, buscan en la impiedad una desdichada compensación a su sumisión. Al desafiar, bajo apariencias de audacia, a un poder que ya no temen, se creen menos despreciables por su servilismo hacia el poder que les espanta; y se diría que la certeza de que no existe otro mundo les supone un consuelo de los oprobios que sufren en este.
Se ensalza entretanto la ilustración del siglo, la destrucción del poder espiritual, y la conclusión de toda lucha entre la Iglesia y el Estado. En cuanto a mí, declaro que si es preciso elegir, prefiero el yugo religioso al despotismo político. Bajo el primero, hay al menos convicción entre los esclavos y sólo los tiranos están corrompidos; pero cuando la opresión está separada de toda idea religiosa, los esclavos son tan depravados y tan abyectos como sus amos.
A una nación agobiada bajo el yugo de la superstición y de la ignorancia hemos de compadecerla, pero podemos estimarla. Esa nación conserva en medio de sus errores la buena fe. El sentido del deber la sigue guiando. Puede tener virtudes, aunque esas virtudes estén mal orientadas. Pero unos servidores incrédulos, que se arrastran con docilidad, que se agitan con celo, que reniegan de los dioses mientras tiemblan ante un hombre, que no tienen más impulso que el temor ni más motivación que el salario que les arroja, desde lo alto de su trono, el mismo que les oprime; una raza que, en su voluntaria degeneración, carece de ilusión alguna que la eleve, de error alguno que la excuse, una raza semejante ha caído del rango que la Providencia había asignado a la especie humana; y las facultades que le resten, como la inteligencia que despliegue, sólo son, para ella y para el mundo, una desgracia y una vergüenza complementarias.
Benjamin Constant
Pues yo sigo pensando que la sociedad ideal es la comunidad de hombres libres -en el sentido liberal del término- que asumen de forma consciente y militante una moral humanista. Una república de seres civilizados. El orden que tú deseas, aunque eficaz en determinadas circunstancias y mal menor respecto a otros extremos, parte de una concepción de la dignidad humana no demasiado elevada, animalizante.
ResponderEliminarEl principio se puede enrevesar lo que quieras, pero la separación entre moral y ética es necesaria. Lo cual no significa que el ideario público se desentienda de la primera. Por ejemplo, el estado puede y debe incentivar (sin imponer) la maternidad o la solidaridad, y gravar (sin prohibir) la prostitución, la venta de órganos u otras actividades deshumanizantes.
Al césar lo que es del césar...
"pero cuando la opresión está separada de toda idea religiosa, los esclavos son tan depravados y tan abyectos como sus amos."
ResponderEliminarEsto es completamente cierto, de hecho, la Historia ha corroborado tal tesis.
Sanzwich: La maldad del hombre la predico como observador; la dignidad como ideólogo.
ResponderEliminarSiento no poderme ocuparme de estas cuestiones con la tranquilidad que me gustaría. A la vuelta de la semana santa espero tener algo más entre manos.
Un saludo a todos.
Yo estoy con Benjamin Constant. Porque la cuestión es si la república humanista es posible y si alcanzaría en algún caso el grado de solidaridad y bienaventuranza que circula en una teocracia polarizada sobre las virtudes clásicas. La caridad como "patrón oro" es un invento de la sociedad religiosa; sostener esos valores sin la trascendencia que le dio pie puede ser complicado y grotesco. Mi concepción holística de la psiquis me impide dividir alegremente aspectos morales y conceptuales como si de un puzzle se tratara; por el contrario, creo acertada la asociatividad implícita entre conducta y significado presente en toda sociedad en equilibrio con su entorno y consigo misma.
ResponderEliminarPalabras proféticas. Hombres que no creen en dioses que nos salven del hombre, hombres que tiemblan ante el poder de un hombre, eso son los totalitarismos del siglo pasado. Por ahora, lo único que nos salva de eso es la buena prensa de la que goza la democracia, la cual impide la tiranía de un solo hombre, pero no impide la opresión, el miedo y la autocensura.
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