1) El consenso en la fe conlleva la paz. Los principios que unen a los Estados en una comunidad superior, más allá de los intereses puntuales, han de basarse en el reconocimiento de deberes inalterables y no susceptibles de derogación. Esto es, en deberes religiosos, al margen de la voluntad popular y las potestades soberanas. Para este cometido se ha recurrido siempre a invocar lo sobrenatural mediante juramentos o votos. No tiene sentido esperarlo todo de la confianza mutua que se profesan los hombres, cuando se legisla precisamente para protegerse de su infidelidad eventual.
2) La tolerancia y el respeto hacia la pluralidad de credos sólo se alcanza en las sociedades modernas, tras Westfalia y la invención del Estado nación, el cual disocia lo jurídico de lo religioso. No puede imputarse a la religión cristiana una mayor intolerancia que cualquier otra, ni cabe deducir que las convicciones ateas o la ausencia de convicciones sean de por sí más beneficiosas para el interés público, si no las respalda una teoría política como la mencionada.
Por 1) tenemos que la religión es necesaria y por 2) que no es no forzosamente nociva. Que haya religiones malignas, por irracionales o inhumanas, debe inclinarnos a buscar la verdadera. Creer que todas son útiles por igual, o que todas han de ser infames en algún grado, es una superstición indemostrable.
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Propter Sion non tacebis