El cristianismo, doblegado ante el progreso, capitula y acepta integrarse paulatinamente en un entorno plural de tolerancia. Es ésta una tesis odiosa, la de la maldad intrínseca del poder religioso y la bondad del secular, en virtud de la cual el uno debe subordinarse al otro. Creo justo lo opuesto, a saber, que el poder político tiende a la tiranía y el sacerdotal es su único límite posible. El regalismo se ha mostrado inoperante a lo largo de la historia.
Es falso, para empezar, que la Iglesia fuera tiránica cuando tuvo al Estado completamente de su parte. En el siglo XVIII, estando vigente en Europa la monarquía absoluta, mereció a d'Alembert estas palabras en la Enciclopedia:
La religión, cada día más esclarecida, nos enseña que no hay que odiar a los que no piensan como nosotros; se sabe distinguir hoy el espíritu sublime de la religión de las supersticiones de sus ministros; hemos visto en nuestra época a las potencias protestantes en guerra contra las potencias católicas, y ninguna insistir en el empeño de inspirar a sus pueblos ese odio brutal y feroz, que se tenían en otras épocas, incluso durante la paz, entre pueblos de diferentes sectas.
Esta cita, esta confesión de un enemigo en su obra más importante y monumental tendría que callar muchas bocas.
Pero, por otro lado, es falso también que la Iglesia se fuera deshinchando como un globo en la medida en que perdió apoyo institucional. ¡La verdad es justo la contraria! En época de d'Alembert, narra Tocqueville, la Iglesia apenas contaba con defensores en la intelectualidad. Cedía cada vez más al mísero papel de guardiana de las buenas costumbres, lo que provocó su identificación por mímesis con el orden que vino a caer con el Antiguo Régimen. Fue hasta entonces un cliente más del Estado, una vieja aya de cuyo consejo se acabó prescindiendo. Ahora bien, cuando la Iglesia fue maestra de Europa, se enfrentó a los soberanos; cuando Europa era una bajo la misma fe, la Inquisición moderna en colaboración con el brazo temporal no existía: todas las condenas eran espirituales, y por cierto muy escasas en número. No se hizo la Sede Petrina más molesta al aumentar su autoridad, sino al verse ésta cuestionada y dividida, esto es, tras la Reforma protestante.
Otro tanto sucedió con la Revolución francesa. Por su causa surgió la gran reacción antiliberal de De Maistres, Chateaubriands y Corteses. Lejos de dejarse arrastrar por los acontecimientos, la Iglesia vio, pasada la zozobra, confirmarse su influencia, lo que haría a Marx considerarla a mediados del siglo XIX el opio del pueblo. ¡En plena ebullición liberal!
¿Cómo creer, entonces, que ha sido la erosión causada por las súbitas mudanzas históricas lo que la ha debilitado y paralizado? Es, en cambio, el quietismo de la paz y los privilegios su mayor enemigo.
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Propter Sion non tacebis