Para creer en el infierno hay que creer antes en Dios y en la justicia eterna, que son los que nos vinculan moralmente y condicionan nuestro obrar. Así, el infierno no es una consecuencia necesaria de esta fe, sino una revelación añadida.
No todas las religiones, ni siquiera todas las monoteístas, tienen un equivalente al infierno cristiano. El judaísmo anterior a Jesús apenas supo algo de esta clase de castigos. Existía el Sheol (Job, Salmos, Jonás) como trasposición del Hades pagano, esto es, del lugar de descanso de los muertos. En el Libro de la vida (Sal. 69:28) se registran los nombres de los justos y los de los réprobos, y ello no dista mucho de la Fama de los gentiles. Recuérdese que para el paganismo no son la omnipotencia, la bondad o la sabiduría las que caracterizan a los dioses frente a los hombres, sino su inmortalidad. La perduración del buen nombre era para todo individuo de humana estirpe el único consuelo y el único modo de brillar más allá de la muerte (Non omnis moriar multaque pars mei uitabit Libitinam, escribe Horacio). Los mortales, cuyo destino es apagarse, viven en el Hades otra clase de vida que se extingue en el olvido sin guardar conexión moral con la anterior. Nunca acaba de perecer, ya que nada que haya sido regresa a la nada, pero jamás se levanta de nuevo.
El pueblo elegido, pueblo carnal al cabo, no fue ilustrado por Dios sobre este extremo. Por tanto, es imposible que el Antiguo Testamento contenga una revelación definitiva. Su doctrina escatológica es puramente pagana. La idea de resurrección y salvación o condenación no aparece en todas las Escrituras judías, exceptuando un solo pasaje profético de Daniel (12:2). Pero Daniel no es un profeta para el judaísmo, ya que ni habló directamente con Dios, ni se dirigió a la generación presente, ni instó a su reforma. Siendo materiales todas las recompensas y todos los castigos del Antiguo Testamento, donde la más terrible ignominia no va más allá de la cuarta generación, no es sino mucho más tarde cuando el concepto de Gehenna aparece a modo de metáfora popular del Valle de Hinom: el vertedero, el crematorio para los criminales, el lugar de la vergüenza y de la catástrofe. La noción del infierno sólo se integra con posterioridad a través de la tradición mística y rabínica, aunque más como un purgatorio que como un lugar de penas eternas.
Sin embargo, ¿fueron los judíos menos escrupulosos o se vio por ello afectada su piedad? ¿Deja de ser un acicate para la moral la religión sin infierno? No es el poder para castigar lo que se teme, sino la deshonra eterna; no el tormento físico, sino la vida en vano y carente de sentido; no la muerte, sino la desaparición sin gloria y sin honor. Las virtudes paganas y hebreas no necesitaron más para florecer, pues el miedo al infierno no puede mover a la virtud, y ni siquiera resulta imprescindible para contener el vicio. El temor de Dios (Gén. 22:12) precede al temor de las brasas y carbones ardiendo; el santo se angustia por la vanidad del mundo (Salomón), pero desprecia sus llamas (Is. 43:2). El cristiano no menos que el judío, salvo que sea un hipócrita, tampoco requiere dádivas o represalias ultraterrenas. Son éstas la perfección de una justicia que le está vedada y sobre la que no puede decidir, aunque asienta a ella y se alegre. Son la consecuencia de un corazón puro o corrompido, no su causa.
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ResponderEliminarMe parece difícil creer en el infierno, si se cree en Dios.
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