En el Bajo Imperio los obispos cedieron al poder temporal para ver afianzados sus privilegios. Todos los Padres, de San Agustín a San Isidoro, se lamentan por lo mismo: tras transformarse el cristianismo en una religión de masas, la Iglesia se ha corrompido y está llena de cizaña, de falsos fieles con la sola voluntad de medrar. No es aventurado pensar que si Roma no hubiera caído, su evolución natural la habría conducido al césaro-papismo y al despotismo de tipo asiático, no a la anarquía alejandrina con reminiscencias jomeinianas que algunos se ven en la necesidad de inventar y convertir en paradigma, expresándose en el lenguaje histérico y falsario que su indocto público mejor comprende.
Hubo dos motivos principales para perseguir eventualmente a los paganos: excluirlos de las elites gobernantes (desde Teodosio) y lo que podríamos llamar razón de Estado, por identificarse la obediencia a la autoridad política con determinada fidelidad religiosa (Justiniano y su obsesión antipersa). Ninguno de ellos proviene de una exigencia eclesiástica. En especial si por persecución entendemos asesinato y conversión forzosa, no las políticas generales de prohibición de las prácticas adivinatorias, sacrificios y similares. Así, por ejemplo, Joviano, Valentiniano y Valente fueron muy tolerantes, mientras que Graciano, bajo la influencia de San Ambrosio, tuvo que enfrentarse a la elite pagana y al usurpador Máximo por la cuestión del altar de la Victoria, lo que prueba sobradamente que la cuestión no era sólo religiosa, sino política y de primer orden.
La destrucción de templos y su sustitución por iglesias fue una práctica generalizada, no así la conversión forzosa de gentiles. Todo indica en Sócrates Escolástico y otros historiadores que el bautismo era voluntario y no se concedía fácilmente, sino tras instrucción y ayunos. Por otro lado, el paganismo ya agonizaba en tiempos del emperador Juliano, pese a sus muchos esfuerzos por restaurarlo. La eliminación de sus símbolos por parte del cristianismo condujo a su total desprestigio, pues para el pueblo idólatra era difícilmente concebible que el dios que moraba en la estatua o templo no se vengara de los ofensores (los neoplatónicos, que intentaron refinar estas creencias crasas, llegaron tarde y tuvieron escaso predicamento). La prohibición de la magia y del sacrificio público hicieron el resto.
Niego, pues, que haya conexión ideológica o dogmática entre la destrucción de templos, que fue exhaustiva y a instancias de la religión cristiana, y la eliminación de los paganos, selectiva y perpetrada en interés del poder temporal de los emperadores, no siempre con la misma intensidad. Ahora bien, puesto que el paralelismo que Ágora, Piñero y otros productos de la propaganda establecen es entre la persecución de cristianos antes de Constantino y la de paganos en torno a Teodosio, como si ésta fuera una revancha sectaria por aquélla, digo que se equivocan o que gustan de engañarse a sí mismos.
Antes del 313 bastaba con una denuncia anónima para procesar a un cristiano, que irremediablemente moría si no injuriaba a Cristo y quemaba incienso en honor de los dioses. Las pesquisas y presiones en esta clase de interrogatorios violaban a menudo el derecho procesal romano y condenaban un crimen inexistente, pues se ofrecía la absolución al apóstata. Nada de esto sucede con los paganos perseguidos. No hay un "rescripto de Teodosio" en términos equiparables al de Trajano. Teodosio II se expresaba así mediante una de sus leyes sobre la unidad religiosa del Imperio:
Si ni los mil terrores ya promulgados en las leyes ni la pena de exilio pronunciada contra ellos disuaden a estos hombres, si no pueden reformarse, al menos deberían abstenerse de su misa criminal y de la multitud de sus sacrificios.
Esto implica que por aquel entonces todavía se celebraban a la vista de todos ritos teóricamente prohibidos, situación que se asemeja bastante poco a la de unas catacumbas ("pero su loca audacia transgrede nuestra voluntad continuamente", se queja el legislador). Por tanto, se les da a esos hombres la posibilidad de ser paganos, con tal de que no causen escándalo público. Obsérvese el contraste: El cristiano simplemente no tenía derecho a existir como tal, ya que era acusado de "odio al género humano" y desafección hacia el emperador. Podía ser denunciado por cualquiera y en cualquier momento, y ni siquiera las garantías formales ordinarias regían para él. Salvo que se convirtiese a la fe sincrética oficial, perecería sin lugar a dudas.
Es muy poco probable que el paganismo hubiera mantenido su influencia hasta tan tarde en las altas esferas de la política romana de aplicarse contra la idolatría una suerte de venganza cainita, o si se pudiese hablar de una agenda para borrar de la faz de la tierra a sus seguidores, como existió en el lado anticristiano de la Historia. Se censuró el culto y sus signos externos, por ser incompatibles con la nueva religión y reputarse supersticiosos y dañinos (esto último con excelente criterio en mi opinión). Es cierto que se promovieron eventualmente en algunos lugares y de manera crepuscular conversiones masivas de dudosa sinceridad -y constan en alguna Crónica porque son excepcionales-, si bien respondían a desórdenes de tipo puntual o a intereses políticos fácilmente detectables y que van más allá del mero celo religioso y el odio programático.
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Propter Sion non tacebis