I.
La sociedad sólo puede ser un fin absoluto para sí misma. Para otra sociedad es siempre un medio o un obstáculo. La idea de humanidad resulta apolítica y esencialmente religiosa.
II.
En una guerra, donde no se da arbitraje ni policía posible entre los bandos, no hay nada, fuera de la caridad o el propio interés, que se interponga entre el vencedor y el exterminio total del vencido.
III.
La sociedad es un cuerpo solidario, por lo que cuando se guerrea contra ella es lícito herir cualquiera de sus flancos. Dos púgiles no tienen que golpearse sólo en brazos y puños, por ser éstos los artífices directos del daño recibido, sino donde se tercie y sea adecuado al fin de abatirse. Son lícitos, pues, los castigos colectivos cuando se guerrea, y es lícito atacar antes de ser atacado, si se tienen motivos para creer que es menor el riesgo de emprender una contienda que el de esperarla.
IV.
En la Antigüedad los reinos eran pequeños y apenas estaban comunicados por el comercio, por lo que la conveniencia estratégica y económica de mantener con vida al enemigo solía ser escasa, salvo que se lo redujera a la esclavitud; nula si mostraba signos de belicosidad o desafío. Los límites que el derecho de gentes impone a la violencia de los Estados entre sí fueron ganando paulatinamente el consenso entre las naciones sólo cuando las guerras empezaron a ser demasiado peligrosas, por implicar cada vez a ejércitos mayores, con mucha más movilidad y más igualados en fuerzas.
V.
Pero también fue menester una base teórica, consolidada en la Historia, que amparase esta transformación. No hay derecho de gentes lógicamente consistente sin la separación radical entre Iglesia y Estado. Puesto que aquél es metafísico y asume a la especie humana como un continuo con independencia de sus escisiones políticas, la identificación de la creencia con el poder terreno ("cujus regio, ejus religio") sólo puede implicar la asimilación del enemigo al extranjero, al que se negaría la condición de hombre.
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Propter Sion non tacebis