Ilustración y superstición




La Ilustración no es un movimiento, sino, al menos, dos: El de quienes creen que fe y razón son compatibles (Malebranche, Boyle, Arnauld, Leibniz, Clarke, More, Cudworth, Euler, Berkeley...), y el de los que lo niegan (Tindal, Toland, Voltaire, Diderot, d'Holbach, Hume, Hamann, Jacobi...). Los primeros heredan la gran tradición de la Escolástica, que si bien no inventó la razón ni la hizo relucir por vez primera, sí promovió su ejercicio durante siglos y su institucionalización en lo que entonces era "la reina de las ciencias", la teología, descendiendo a partir de aquí a todas las demás que se formaron en derredor suyo. ¿A cuántas religiones conocemos que cuenten con paladines ortodoxos como San Agustín, Santo Tomás y decenas de otros que se hallan entre los más grandes pensadores de la humanidad?

Luego, la Ilustración en sentido amplio, donde caben tirios y troyanos, determina sólo un método válido a priori para juzgar. ¿Y qué se juzga? Lo que en una mente no ilustrada constituye un axioma fuera de toda duda o un hecho enteramente sujeto a la opinión, religioso o no. Son, pues, las luces el símbolo de un frío método, y no un ardoroso programa con determinados fines redentores, al que todos los progresistas se refieren con los términos "proceso de liberación" o expresiones metafísicas análogas.

Por otro lado, según Lactancio, citado por Herbert de Cherbury, los supersticiosos son aquellos "qui superstitem memoriam defunctorum colunt; aut qui parentibus suis superstites, celebrant imagines eorum domitanquam deos penates", esto es, los que reverencian la supervivencia de la memoria de los muertos, o los que sobreviviendo a sus padres adoran sus imágenes en el hogar, como a dioses lares. A su vez, Cicerón define la superstición como "timor manis deorum", un vano temor a los dioses, al tiempo que se refiere a la religión como "deorum cultus pius", un culto devoto hacia los dioses.

Asociar superstición y religión (o credulidad y creencia) es una de las muchas confusiones léxicas de las que se valen los ateos para predisponer el debate a su favor y ganarlo sin necesidad de discutir. Pues ¿quién querría discutir con un supersticioso? Los propios ateos, temerosos de sostener algo en firme (eso significa "afirmar"), se definen negativamente, sintiéndose más cómodos bajo el equívoco rótulo de escépticos.

Ahora bien, en términos cognitivos una persona supersticiosa es la que establece vínculos causales arbitrarios en vistas a predecir lo que está más allá del ámbito de su capacidad deductiva, como por ejemplo su fortuna o la de otros. Arnauld escribe:

Después de conocer que existen gentes infatuadas por las locuras de la astrología judiciaria y después de comprobar que tantas personas serias se ocupan de estas materias, de nada debemos extrañarnos. Así, hay en el cielo una constelación a la que algunas personas han denominado "balanza" y que se parece a una balanza como a un molino de viento; pues bien, porque la balanza es el símbolo de la justicia, estiman estos tales que quienes nazcan bajo esta constelación serán justos y equitativos. Existen otros tres signos en el Zodíaco, llamados Aries, Tauro y Capricornio; buen podríamos denominarlos Elefante, Cocodrilo o Rinoceronte. Quienes siguien estas doctrinas piensan que aquellos que lleguen a ingerir alguna medicina cuando la luna se encuentra bajo esas constelaciones están en peligro de vomitarla porque el carnero, el toro y el macho cabrío son animales rumiantes.

Esto no sucede en el catolicismo, que ha dejado para el solo conocimiento de Dios los arcanos del destino humano y otros muchos misterios, revelando sólo los imprescindibles para la salvación. El católico es un culto que prohíbe la idolatría hacia la naturaleza o a hacia cualquier otra potencia mística que no sea Dios o remita a su noción. Han sido los maniqueos y los magos quienes se han atribuido un conocimiento superior del mundo, al mezclar la teología (el discurso sobre el ser) con la física (el discurso sobre la realidad), engendrando en consecuencia absurdas cosmovisiones e imponiendo prácticas extremas, ya por laxas o por rigoristas. En este sentido la Iglesia ha actuado como un muro contra nuestra innata locura.

Leopardi es también de este parecer:

La metafísica, que busca las razones ocultas de las cosas, que examina la naturaleza, nuestras imaginaciones, e ideas, etc., el espíritu profundo y filosófico, y razonador, son fruto de la incredulidad. Pues bien, las que más propagaron estas cosas fueron las religiones judaica y cristiana, que enseñaron y habituaron a los hombres a mirar por encima del campanario, a indagar debajo del pavimento, en suma a reflexionar, a buscar causas ocultas, a examinar y a menudo a condenar y abandonar las creencias naturales, las imaginaciones espontáneas e infundadas, etc.

Leibniz escribió que, si la razón no asistiera al cristianismo, habría tantos motivos para creer en la Biblia como en el Corán. Por ello la católica no pide otra prerrogativa que ser la verdadera religión, mientras que para el resto de fes es más importante la certeza subjetiva (mi salvación) o el imperativo político (mi derecho) que cualquier otra finalidad de tipo filosófico. No aspira, entonces, a abrumar al hombre con prodigios ni a disolverlo en las insondables aguas del infinito, sino a ilustrarlo y a restituir su dignidad perdida. La lucha de la Iglesia ha sido la del Humanismo -aunque aquí también quepa hablar de varios Humanismos, como hemos hablado ya de varias Ilustraciones-, sin romper jamás su alianza con el orden y la razón. Quienes aspiran a destruirla, sea por pompa, por costumbre o por libertinaje, son los fantasmas de los titanes sobre cuyos cadáveres se edificó Occidente.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Más sobre las penas del Infierno




Un Dios bueno y de misericordia infinita, se nos dice, no es compaginable con un ser que se goce en la infinita ira contra los pecadores. Por consiguiente, un Dios así concebido o es falso o es un demonio. Hay, no obstante, un modo de satisfacer la justicia sin vulnerar el amor, se nos añade, y es emitiendo sólo penas temporales que no se extinguirían "hasta haber pagado el último ochavo". De ahí, en fin, que haya que desterrar de toda sana teología al Infierno.

No obstante, aunque todos los pecados se paguen bajo este punto de vista con alguna suerte de purificación en la otra vida, se da al solo poder de Dios o al de las llamas místicas del Purgatorio la virtud de reparar el mal cometido por el hombre. Porque es lo mismo decir que Dios no puede evitar el perdón que afirmar que el hombre no puede resistirse a su gracia, lo que anularía el albedrío. Ahora bien, si ésta es resistible y de hecho se la resiste, nada obsta para que se permanezca así por siempre.

Luego, salvo que se afirme que Dios nos atrae irresistiblemente al bien una vez muertos (lo que no guardaría lógica alguna con el resto de su plan, donde la libertad del hombre es respetada), se cree que la μετάνοια no es necesaria para obtener el perdón de los pecados. Esto puede valer en la justicia humana, donde uno salda sus deudas y recupera los derechos perdidos aportando una compensación o sufriendo una pena, acepte o no su error verdaderamente. Pero en la justicia divina no basta con satisfacer las apariencias si no se da una auténtica conversión interior. El Evangelio en su totalidad es una llamada a la reforma urgente del hombre, a su completa regeneración. ¿Es posible que Dios excusara en el cielo lo que exigió en la tierra? Todo nos induce a pensar lo contrario. La misericordia de Dios lo hace tardo en castigar, según el Antiguo Testamento, pero al cabo castiga a los rebeldes. Por ello, superado el lapso de espera de esta vida, Dios emitirá su juicio, ante el que no cabrán apelaciones ni enmiendas. Y así como las penas en tiempos de los patriarcas eran temporales, como temporales y carnales eran las recompensas, las penas en tiempos de Cristo serán eternas y espirituales.

Si llevásemos la teoría origenista al extremo, como hacen los ateos y los maniqueos, Dios precisaría evitar todo mal en el mundo para que dicha obra fuera sin mácula y propia de un ser perfecto, o habría que decir que el mundo no procede de Dios. Los males del infierno, añado, no empañan la gloria del cielo, sino que la hacen destacar con más vivacidad si cabe, como sucede con los buenos de este mundo, que uno solo de ellos vale por todos los malos juntos y aun mucho más. No puede llamarse tirano, en fin, a quien nos condena al final de nuestra vida tras emitir un mandato justo, claro y creíble que deliberada y orgullosamente desobedecemos, pese a estar en nuestra mano cumplirlo. Una misericordia sin límites con los malos es blandura excesiva y corruptora hacia los poderosos y cobarde crueldad para con los perseguidos, expuestos al desenfreno de aquéllos.

Hay al menos dos pasajes en Lucas (13:22 y ss., 12:4 y ss.) que cuestionan las conclusiones de los impugnadores de las penas eternas:

Pasaba Jesús por ciudades y aldeas, enseñando, y encaminándose a Jerusalén.
Y alguien le dijo: Señor, ¿son pocos los que se salvan? Y él les dijo:
Esforzaos a entrar por la puerta angosta; porque os digo que muchos procurarán entrar, y no podrán.
Después que el padre de familia se haya levantado y cerrado la puerta, y estando fuera empecéis a llamar a la puerta, diciendo: Señor, Señor, ábrenos, él respondiendo os dirá: No sé de dónde sois.
Entonces comenzaréis a decir: Delante de ti hemos comido y bebido, y en nuestras plazas enseñaste.
Pero os dirá: Os digo que no sé de dónde sois; apartaos de mí todos vosotros, hacedores de maldad.


Los términos "puerta angosta" en correspondencia a ser pocos los salvos, y "apartaos de mí" (no para volver luego, sino por siempre) son demasiado fuertes como para que la doctrina de la restauración universal quepa en ellos. Añadir presupuestos donde no los hay, o fingir que ignoramos o no hemos leído todo aquello que estorba a nuestro propósito no es ciertamente un buen método exegético.

Que Jesús se dirija a los fariseos o a una audiencia determinada no significa que su mensaje no sea extrapolable a toda la humanidad, como es propio de su misión salvadora, atestiguada en tantas partes. Por tanto, si el salvador de la humanidad habla de salvación, habrá que entender que se refiere a la salvación universal. Además, la pregunta "¿Son pocos los que se salvan?" no se refiere al pueblo judío como unidad, sino a los creyentes particulares, y de ahí la distinción entre "pocos" y "muchos", mientras que el pueblo sólo puede ser uno.

Si estas obviedades no bastaran, hallamos el pasaje de Mateo 25:1 y ss., donde se narra la parábola de las diez vírgenes, muy parecido en estructura a la de la puerta angosta. En este caso son las vírgenes que tienen las lámparas indispuestas al llegar el esposo (esto es, las que carecen de fe en el momento de la muerte) aquellas que son rechazadas cuando intentan satisfacer su deber a destiempo. El Señor no las abre porque no las conoce, y otro tanto sucederá a quienes no se conviertan antes de la muerte: hallarán la puerta cerrada y cerrada para siempre (la "puerta" en ambas parábolas simboliza el Reino de los Cielos).

Y también:

Mas os digo, amigos míos: No temáis a los que matan el cuerpo, y después nada más pueden hacer.
Pero os enseñaré a quién debéis temer: Temed a aquel que después de haber quitado la vida, tiene poder de echar en el infierno; sí, os digo, a éste temed.


Jesús distingue aquí entre la temporalidad del cuerpo muerto, al que ya no se puede ultrajar más, y la eternidad del alma muerta, sujeta a un juicio inmarcesible. Jesús dice: "matan el cuerpo, y después nada más pueden hacer". Esto es tanto como decir que el cuerpo sólo muere una vez, temporalmente, permaneciendo en cambio el alma, que vive o muere eternamente (y aquí la muerte o la vida no han de entenderse en un sentido biológico, ya que en este sentido todos vivirán, sino respecto a la ausencia o presencia de Dios en nuestro espíritu, que distingue a los réprobos de los salvos). La contraposición es clara y sólo cerrando obstinadamente los ojos podremos pasarla por alto.

Dios pide que perdonemos a nuestros enemigos para recibir a cambio el perdón divino ("perdona nuestras ofensas, como también nosotros, etc."). "A contrario sensu", si no perdonamos a nuestros enemigos y, por extensión, no ejercemos la caridad, mas atendemos a nuestras brutales pulsiones de venganza, Dios tampoco nos perdonará a nosotros. Del enemigo hemos de amar la imagen de Dios, que permanece en él en tanto que hombre, no la maldad. Pero esta imagen sólo puede restituirse mediante la gracia, ya que está desfigurada por el pecado. Ahora bien, tras la muerte cesa la gracia y, por tanto, carece de fundamento la compasión por razón de la semejanza, ya que ésta ha desaparecido en lo esencial y no hay esperanza de recobrarla. Entonces perdura sólo lo accesorio del hombre, lo que no lo distingue de las bestias y lo convierte a sí mismo en bestia, a saber, la acción que no repara ni en el mal ni en el bien o que incluso hace el mal por placer.

Termino. No nos condenamos por ignorancia, sino por maldad, que equiparo a la debilidad, pues el mal es ontológicamente débil. La ignorancia resulta excusable según Dios, que pidió en su propio patíbulo que perdonasen a quienes no sabían lo que se hacían. Por ello, Dios también disculpará a quienes lo hayan buscado con rectitud sin encontrarlo, o se hayan hecho de Él, carentes de mala fe, una idea equivocada. Con todo, ¿cómo perdonar a quien se ha burlado de Dios mismo y a sabiendas lo ha cubierto de calumnias? ¿No era imperdonable el pecado contra el Espíritu? Si tales delitos se perdonasen, nada merecería castigo. Se probaría con ello que los mansos han sido estúpidos no vengándose, ya que más les habría valido esperar misericordia de Dios que de sus verdugos. También podría espetar el blasfemo al piadoso: ¿Quién eres tú para ofenderte por Dios, si Él va a perdonarme en cualquier caso?

Dios es amor. Sin embargo, nadie ama la virtud sin odiar al vicio. Un amor indiferente es un amor falso y un augurio de traición.

martes, 24 de agosto de 2010

O Wunderlieb, o Liebesmacht!






O Wunderlieb, o Liebesmacht!
du kannst was nie kein Mensch gedacht:
Gott seinen Sohn abzwingen
O Liebe! du bist stark,
du streckest den in Grab und Sarg,
vor dem die Felsen springen.

Du marterst ihn am Kreuzesstamm
mit Nägeln und mit Spießen;
du schlachtest ihn als wie ein Lamm,
machst Herz und Adern fließen:
das Herze mit der Seufzer Kraft,
die Adern mit dem edlen Saft
des purpurroten Blutes.

* * *

¡O admirable amor! ¡O poderoso amor!
Tú pudiste lo que ningún hombre pudo imaginar:
Arrancar a Dios su propio hijo.
¡O amor! Por tu poder
él yace en la tumba y en el ataúd,
Él, ante quien las rocas se quiebran.

Tú le torturas en la cruz
con clavos y lanzas;
lo degüellas como a un cordero
Haces que fluyan
de su corazón nobles suspiros
y de sus venas preciosa savia,
purpúrea sangre.

sábado, 21 de agosto de 2010

Symbola Christiana




Él es quien tiene y retiene.



Uno solo las rige.



Todo remite a Uno.



¿Quién más lo mueve?



Por sus raíces seguro.



Quien ama del amor solo se cuida.



Lo demás desprecio.



Resistiendo sucumbo.



Todo le cede.



No mora aquí la quietud.



En nada ayuda.



Tanto brilla que todo brilla.



Hasta a lo más vil ilumina.



Huyen cuando surge.



Agitándome reposo.



Trabajó en vano.



Durarán.



Ocultas razones lo rigen.



No está bastante a salvo.



No es propio su fulgor.



Basta el favor del cielo



Con todo, es conocido.



Aunque lejano.



Nos eleva.



Se mengua al ascender.



Más se divisa en las cumbres.



El Cielo me lo destina.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Infierno




Reproduzco una suma sintetizada de mis intervenciones en un breve debate con un amigo teólogo sobre la clásica cuestión de la justicia en la eternidad de las penas. El suyo no es un posicionamiento católico, sino origenista, aunque algún santo como Gregorio de Nisa lo compartiera con él. Se argumenta que si Dios es infinitamente justo y misericordioso, no puede recompensar pecados finitos con castigos infinitos. Ésta es la idea central y en torno a ella giran todas las defensas que se pueden articular para guarnecerla. Pese a que los teólogos cristianos han tenido no pocas dificultades intentando refutar a quienes de tal modo hablaban, creo que no es ésta la solución correcta ni la que más conviene a la dignidad de Dios. Juzgo que ello es así en atención a tres puntos:

1. En primer lugar, porque el hombre permanece en estado de caída y su tendencia es al mal, salvo que medie la gracia. Ahora bien, una vez muerto, cesa la posibilidad misma de recibirla. De lo contrario, si todos tuvieran que salvarse, habría que prorrogar el Juicio de Dios por siempre -pues cabe pensar que alguien podría resistirse a la gracia y merecer por tanto condenación- o sería preciso concluir que tal Juicio -concebido antes de los tiempos y revelado al final de ellos- adolece de provisionalidad.

2. En segundo lugar, porque lo temporal no guarda proporción con lo eterno, y así las penas y recompensas del otro mundo tampoco pueden guardarla con nuestras obras en éste.

3. En tercer lugar, porque la Escritura rechaza esta doctrina.

* * *


1. Vemos a diario que el plan de Dios para el hombre se frustra y que el mal sobreabunda al bien, no por accidente, sino por voluntad plena de quienes los causan, aunque tengan luego tal vez materia para arrepentirse. Así, no hay que dar por hecho que el castigo eterno lo recibamos en contra de nuestra voluntad. Puesto que pecamos porque queremos, ¿por qué no suponer que también en la eternidad seremos castigados asintiendo a ello?

Asimismo, es repelente desde un punto de vista moral el que todos deban salvarse, porque implica que Dios hace fuerza a los malos para que se conviertan, aun resistiéndose éstos con toda su alma. Con tal de operar algo semejante habría que anular el entendimiento de los que odian a Dios, insuflando un nuevo espíritu en lugar de transformar el viejo.

Varados en el error opuesto, algunos sueñan ser cosa sencilla el anular la voluntad. Sócrates pensó que enseñándose al hombre la virtud se lo haría bueno. Esto es algo que la experiencia niega, pues no pecan más los ignorantes que los avisados, y Dios se complace en humillar a los que se glorian de su ciencia. Si creemos en la ley eterna inscrita en nuestros corazones, no hay ignorancia posible en materia de moral, por desfigurados que estén nuestras almas y los códigos humanos. Antígona supo que no tenía excusa para con los dioses, aunque las leyes tebanas favoreciesen la impiedad.

Admito que el pecado es alienación, pero no lo igualo a la ignorancia. De este modo Ovidio: Veo lo mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor. Y con él Pablo: Hago el mal que no quiero y el bien que quiero no lo hago. De esta manera actúan los pecadores, es decir, todos los hombres.

Es más, si la ignorancia excusa el pecado y éste es sólo ignorancia, ¿acaso está excusado siempre? ¿Se trata de una ignorancia plena o sólo parcial? Si fuera plena, no cabría hablar de mala fe, ni siquiera de mentira, pues Dios es la verdad y no miente quien no conoce qué sea ésta. El que así se encontrase estaría tan lejos de Dios como cualquier animal, ajeno al bien, a la vergüenza y al arrepentimiento, y no merecería más que él la salvación de su alma. Se repite a menudo que es imposible conocer a Dios por completo, pero no escuchamos con tanta asiduidad el reverso: que tampoco nadie, siendo racional, puede ignorarlo absolutamente.

2. Tocante a la proporción de las penas eternas, surge la duda de si pueden imputarse sin injusticia castigos eternos a pecadores finitos que en nada pueden perjudicar a Dios y que en vida ya sufren la miseria de una existencia carente de virtud.

Es cierto que una pena desproporcionada así entendida sería injusta, pero se niega la menor, esto es, que el daño de los individuos finitos sea finito. Séneca estableció que el mal no se detiene, pues carece de fines, al contrario que las acciones morales. Ahora bien, si un acto se juzga por su intención, según Pedro Abelardo, entonces quien quiere dañar en grado infinito debe ser castigado en grado infinito, si no se enmienda antes.

Más todavía. Quien no se enmienda aprueba el mal en él y debe aprobarlo también en los otros tantas veces como suceda. Luego, en cierto modo, aprueba un mal infinito.

3. Aquel que protesta a Dios impugna su vida misma, reniega de su ser, de su nacimiento, abomina de su destino y levanta el puño contra la propia verdad. ¿Cómo va a ser capaz de alzarse si no media la gracia o, cuando menos, la penitencia sincera? ¿Puede Dios restituir los dones a quien los desprecia airadamente? No lo ha hecho jamás. Disculpa el pecado contra el Hijo, pero no aquel contra el Espíritu.

No creo que una interpretación del Evangelio donde todos deban ser salvos sea adecuada. El Bautista anuncia amenazadoramente que "está puesta el hacha a la raíz del árbol, y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego". Si la analogía del santo precursor no es sumamente imperfecta, esto significa que el pecador que no se convierte muere de forma definitiva, como muere el árbol talado y envuelto en llamas. Jesús subraya también la premura de la conversión con estas palabras: "¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma". Pero, si como se cree, siempre fuera posible purificarse una vez muerto sin que la salud del alma se viera definitivamente afectada, ¿a qué esa urgencia que Jesús intenta transmitir?

Se dice bien que hasta el mínimo mal tendremos que purgarlo. Sin embargo la Iglesia distingue entre el pecado mortal y el venial. Luego, salvo que creamos como los estoicos que todos los pecados pesan lo mismo, convendremos en que no todos merecen la condenación eterna. De ahí la institución del Purgatorio, que la Iglesia Católica sostiene -en parte en base a un célebre pasaje de Pablo- y los protestantes niegan.

Por último, nadie postula que en el infierno sólo pueda haber odio. El mal absoluto no existe, ya que, a diferencia del bien, el mal tiende a cero y no puede gozar de plenitud alguna. De ahí que sea un estado de imperfección e inarmonía, una lucha ganada contra el bien claudicante, un "gusano que no muere" porque encuentra razones para justificarse y perpetuar su ira. En el infierno, pues, existirán el remordimiento y el temor de Dios, pero serán la consecuencia de una fe de diablos que "creen y tiemblan", según las palabras de Santiago. No habrá reconciliación posible con Dios, y no figura ejemplo en la Biblia con el que pueda demostrarse lo contrario.

Carta a un falso escéptico


Estimado,

El escepticismo que dices profesar no está reñido con la creencia. De hecho, la acompaña en muchos casos, pues conocidas son las palabras de Lessing:


Si Dios tuviera encerrada en su mano derecha toda la verdad, y en la izquierda sólo la aspiración siempre viva hacia la verdad, aunque con la advertencia de que puedo errar eternamente, y me dijera: ¡elige!, humildemente tomaría su mano izquierda diciéndole: ¡Dame, Padre! Porque la pura verdad es sólo para ti.


La frontera que os habéis forjado tú y los de tu secta entre escépticos y creyentes es una ficción interesada para igualar religión y superchería. En nada os parecéis a los escépticos de antaño, y sólo os arrogáis su nombre para revestiros de una dignidad que os es de todo punto extraña.

El escepticismo filosófico consiste en señalar la equidistancia racional entre dos extremos metafísicos opuestos ("Dissoi logoi"), como se ha venido haciendo desde Protágoras o Sexto Empírico hasta, por lo menos, las antinomias kantianas. Sólo en este supuesto en cualquiera de sus niveles, constituyendo el último el pirronismo o duda absoluta, serás con propiedad escéptico. Si, en cambio, quieres señalar la superfluidad o inconsistencia de las revelaciones positivas, serás DEÍSTA; si, además, niegas la plausibilidad de la noción de Dios y lo concibes como no existente, serás ATEO; si, en fin, crees que hay una racionalidad intrínseca a la naturaleza y no distinta de ella, serás PANTEÍSTA.

Exiges pruebas y las mereces. Pero yo también te exigiré pruebas a ti, salvo que sostengas lo que ninguno de los dos pone en duda. Pronunciarse sobre Dios no es hacerlo sobre esta o aquella ley de la física, o sobre tal o cual teoría antropológica: es pronunciarse sobre el todo. Y nadie puede hablar del TODO sin atisbo de vacilación o reserva a no ser que TODO lo sepa. Podemos esbozar posibilidades y probabilidades; podemos refutar dialécticamente lo que de por sí está mal fundamentado o mal desarrollado. Pero muchísimos casos límite se nos escapan, y el diablo está en los detalles. ¿Quién tiene respuestas inapelables en sede de temas como el origen del mundo, el comienzo y término de la vida, el funcionamiento de la inteligencia o los cimientos de la moral? Vuestras aproximaciones no son las únicas ni las mejores. No hay un solo modo de probar, ni tan sólo en lógica o en geometría, tanto menos en filosofía o en teología.

Acaso en el fuero interno todos nos hemos hecho con una posición metafísica a defender, sea la eternidad del universo o su contingencia, sea la universalidad de las leyes causales o bien su carácter accidental o aparente. Formando parte de las llamadas cuestiones últimas, no consta por hoy evidencia empírica bastante para confirmar ninguno de estos extremos, y probablemente no la obtengamos jamás. Luego se requiere un cierto grado de voluntarismo, misticismo teórico o fe para formar una visión de conjunto que excluya o subordine a las demás. Es por ello que la negación de una conclusión totalizante supone casi siempre la afirmación de la contraria, aunque el ateo no repare en ello, y de ahí que se defina en términos exclusivamente negativos. Plutarco dejó escrito que el escéptico -el auténtico escéptico- importuna más a quien no cree que a quien cree, porque éste al menos es respetado en su creencia, contemplada como posible, mientras que aquél se ve refutado en su tajante desprecio de la misma.

jueves, 12 de agosto de 2010

Tu ne cede malis




La pena de muerte nos parece inhumana porque se aplica a seres que la sociedad ha dejado de considerar humanos. En este sentido, no es causa de la deshumanización, sino consecuencia de la misma, en tanto que remedio para ella. Se prueba como sigue.

No existen derechos omnímodos, y el de la vida no debe ser una excepción. De serlo se privaría a la sociedad de medios legítimos de autodefensa que ésta permite al individuo en ciertos casos. Ahora bien, ¿cómo podría la sociedad permitir eventualmente algo que le está prohibido absolutamente? Y si fuera una facultad primaria anterior a toda constitución social, ¿por qué tendrían los hombres que renunciar a ella una vez organizados en comunidad?

Además, si el hombre no tiene derecho a nada que la naturaleza no le conceda, tampoco entonces a no morir. Invocar a Dios y el don de la vida no sirve en este caso, ya que también son de Dios y están vivos los animales que devoramos. Ni procede apelar a la moral, pues, dado que una existencia indigna no perjudica menos al ofensor que al ofendido, se favorece matando a quien vive mal antes que dejándolo vivir, si no quiere corregirse. De negar la premisa, estaríamos afirmando que el crimen puede hacernos bien, de donde se seguiría que la sociedad, que por principio excluye el crimen, se opone al bien individual para favorecer el egoísmo de la mayoría, lo que es absurdo.

La pena de muerte puede ser proporcional cuando protege a bienes equivalentes a aquellos de los que dispone. Luego es justa por su propia noción, aunque la sociedad se reserve la prerrogativa de indultar. Sin embargo, si presuponemos que la sociedad está obligada siempre al perdón, asumimos con ello que hay algo de injusticia en la noción de la pena, con lo que negamos la equivalencia de los bienes y, por tanto, la igualdad de los hombres. Por el contrario, si se reconoce la justicia de un castigo así, habrá de admitirse que es ejemplar y útil; y si, en fin, nada es más útil a una república que el mantenerse constante en sus resoluciones, sólo la fuerza mayor mediante excepción motivada facultaría a la autoridad para anular dicha pena.

lunes, 9 de agosto de 2010

Alquimia angélica




El comienzo de la fe es el de la fertilidad; pero el comienzo de la descreencia, aunque brille, está vacío.


Goethe

* * *



¿Y quién no sabe que la perfección de cualquier cosa inferior consiste en sujetarse del todo a la superior, como se ve en el aire, que entonces queda más puro y más resplandeciente cuando se deja dominar más del Sol? Luego es menester que si quieren los hombres ser más perfectos, se sujeten rendidamente a Dios.


Segneri


* * *



Del fuego mismo sale el relámpago o luz y bulle en todas las fuerzas y tiene en sí la fuente manantial y la agudeza de todas las fuerzas porque, como nació de todas las fuerzas del Padre mediante el Hijo, hace a su vez ahora a todas las fuerzas del Padre vitales y móviles. Y todos los santos ángeles fueron formados mediante el mismo Espíritu y fueron configurados de las fuerzas del Padre. Y el mismo Espíritu lo mantiene y lleva todo, lo forma todo, todas las plantas y colores y criaturas en el cielo y en este mundo y sobre el cielo de todos los cielos, pues el nacimiento de la santa Trinidad es por todas partes así y no de otro modo ni será de otro modo por la eternidad.

Mas cuando en una criatura se enciende el fuego, es decir, cuando una criatura se eleva demasiado como hicieran Lucifer y sus legiones, extínguese la luz y sale la fuente colérica y fogosa, la fuente del fuego infernal, es decir, sale el espíritu del fuego en la cualidad colérica. En esto has de notar las circunstancias, cómo sucede o puede suceder. El ángel está configurado a base de todas las fuerzas según describí por la larga.

Y si se subleva hácelo primeramente en la cualidad salada que él recoge en un esfuerzo supremo, cual mujer que quiere dar a luz y se contrae, conque la cualidad salada se pone tan dura y fuerte que el agua dulce ya no puede forzarla ni puede subir suavemente en la criatura, sino que resulta apresada y secada por la cualidad salada y mudada en un frío duro, acerbo, colérico, pues tórnase demasiado recia por la concentración salada y pierde su brillo luminoso y su grasa, que es de donde sale el espíritu luminoso, el espíritu de la vida santa, angélica y divina, el cual resulta tan enérgicamente concentrado y contraído por la cualidad salada que se seca como un leño dulce y árido.

Y cuando luego la cualidad amarga sube en la dulce cualidad secada, la dulce no puede suavizarla dándole de beber de su agua dulce y luminosa porque está seca.

Entonces rabia y se enfurece la cualidad amarga y busca descanso y alimento y ya no lo encuentra, se remueve en el "corpus" como un espíritu muerto de sed.

Y si luego el calor enciende la cualidad dulce y quiere calmar su calor en el agua dulce desde la que sube y brilla en todo el "corpus", no se encuentra con nada más que con un manantial duro, árido y dulce en el que no hay savia alguna, que se quedó seco por la salinidad. Enciende el dulce manantial con intención de refrescarse, pero allí ya no queda más savia, sino que arde y hierve el dulce manantial como una piedra dura y agostada y ya no puede encender su luz. Y el cuerpo entero se queda convertido en valle tenebroso en cuyo dentro no hay nada; un frío colérico y duro en la cualidad salada, un fuego hirviente y duro que sube por la eternidad el calor colérico en la cualidad dulce, y en la amarga un rabiar, bramar, punzar y arder. Y ahí tienes la verdadera descripción de un ángel expulsado o demonio, y también la causa. Y no está escrito sólo con comparaciones, sino en espíritu mediante la fuerza de que provino todo. Hombre, dale vueltas a esto que no tiene pérdida, etc.


Jakob Böhme

domingo, 1 de agosto de 2010

Darwin y Diógenes


Es popular y goza de indudable prestigio intelectual el retrato del hombre como poco más que un simio pulido por el tiempo y altamente socializado. El reduccionismo no entiende de discontinuidades psíquicas ni de cambios de naturaleza que vayan más allá de insensibles transiciones graduales. Tal prejuicio no es empírico, esto es, no se apoya en un número suficiente de observaciones inequívocas. Es metafísico, pues define el objeto de estudio con carácter previo a su examen. Existió en los fisicalistas d'Holbach, La Mettrie y Sade antes que en Darwin, el cual se limitó a incorporarlo en su sistema como punto de partida metodológico. Así, para el materialismo no hay seres extraordinarios ni nada es verdaderamente grande o admirable. Lo enorme no es más que una excrecencia de lo minúsculo, tanto en el ámbito físico como en el espiritual. Todo lo que pueda dividirse en grados cabe en la suave pendiente que traza el continuum de la materia, por lo que debe ser analizado como mecanismo antes que como fuerza, y como efecto antes que como causa. Al resultar de una acumulación de fenómenos, no es nada previo a ellos, sino que emerge como las nubes del vapor, adoptando formas pasajeras y sin substancia que obran a merced de factores externos. Nuestra especie sería sólo una de estas inconsistentes nubes que el viento de la evolución moldea a su antojo.

He aquí la frontera entre la humildad y el nihilismo. Mientras aquélla nos recuerda la finitud de nuestro ser y lo voluble de nuestros actos, éste nos reduce a ilusión de ilusiones y a enjambre de átomos. Una nos sujeta a un modelo de perfección absoluta al que debemos asemejarnos, al tiempo que el otro nos desliga de toda forma estable y de cualquier fin en sí. Se señala desde luego en ambos casos la desproporción del hombre con su propia imagen, pero con consecuencias morales muy desemejantes y hasta opuestas. La distinción entre acciones y pasiones se pierde allí donde todo es pasional y vano, desprovisto de objetividad, inmanente a los afectos. Rotos los puentes entre la razón y la conducta, la virtud misma deviene un anquilosamiento perjudicial ante la plasticidad de la vida. De ahí que la destrucción de las costumbres venga requerida por la afirmación del individuo, aunque éste sea una nada, o precisamente por serlo, pues la violación de las reglas es un acto de justicia cuando la justicia no existe.

No obstante, la psicología parece desarticular esta visión vidriosa de un hombre hecho a golpes, sin cualidades ni atributos definitorios. Un solo rasgo único, no derivable de otros más primitivos, bastaría para mostrar la singularidad de los seres morales. Es moral quien vuelve sobre sus instintos y los cuestiona en base a su noción de sí. Lo es, entonces, quien separa lo alto de lo bajo y se siente caer cuando yerra, aunque nada lo amenace. Por este motivo, entre el miedo y la vergüenza no puede darse una continuidad real, sino sólo una imperfecta analogía. Se teme por la preservación de la vida, mientras que uno se avergüenza de seguir viviendo. El "yo" que el pudor pretende salvaguardar no es un falso anclaje en una realidad pasada que ha perdido su validez, por el hecho mismo de ser previo a toda realidad e innato. La congruencia entre los actos y los fines, que en el animal va de suyo, es en el hombre presa de fraudes y autoengaños. Si el hombre desea ser feliz y no concibe la felicidad como algo eterno, desea una cosa y su contraria, que es tanto como no desear en absoluto o desear el vacío.

La vergüenza es la constatación de la deformidad de nuestro deseo, a la vez feo y agradable. En el animal lo bello y lo placentero nunca se disocian, así como lo feo y lo espantoso siempre van unidos. Todo parecido físico y conductual que otras especies guarden con nosotros a causa de su proximidad genética no es capaz de explicar este abismo por el que sus miembros son seres unitarios y nosotros, irremediablemente, seres escindidos. Esto sirve también como refutación de cualquier nexo que se quiera establecer entre dos naturalezas que en lo esencial difieren, como el que ve en la reciprocidad la piedra angular de la moral. Ahora bien, las neuronas espejo no son sólo propias del hombre, pero sí la vergüenza. Los animales no tienen ninguna noción ideal de sí mismos, por lo que nunca pueden sentirse inferiores a sí mismos. Todo aumento de su energía hará que su actividad tome un curso expansivo, mientras que toda disminución causará que se replieguen. Sin embargo, en el hombre el afecto de vergüenza es puramente mental y no opera en función de lo que llamamos estados de ánimo, como la alegría o la tristeza circunstanciales, sino de la memoria y el juicio comparativo entre lo mejor y lo peor.

Podemos verlo en el ejemplo de un animal fuertemente humanizado como el perro. Si un can cree que ha hecho algo mal, mostrará sumisión a su amo (es decir, hacia su voluntad omnímoda, medida de lo bueno y de lo malo), nunca arrepentimiento respecto al hecho en sí ni, por consiguiente, respecto a su relación con el hecho. Su vínculo con el deber es de estricta imitación, sin que se dé por ello interiorización consciente del mismo. Sabe y aprende a anticipar que lo bueno conlleva el bien (la satisfacción y el premio de su amo) y lo malo el mal (su enfado y el necesario castigo), no obstante "bien" y "mal" sean para él categorías vacías, intercambiables y por completo dependientes de la oportunidad y el mandato externo. Un relativista no es en este sentido muy distinto a un perro, salvo en lo concerniente a la honestidad, en la que el perro lo derrota.