Reproduzco una suma sintetizada de mis intervenciones en un breve debate con un amigo teólogo sobre la clásica cuestión de la justicia en la eternidad de las penas. El suyo no es un posicionamiento católico, sino origenista, aunque algún santo como Gregorio de Nisa lo compartiera con él. Se argumenta que si Dios es infinitamente justo y misericordioso, no puede recompensar pecados finitos con castigos infinitos. Ésta es la idea central y en torno a ella giran todas las defensas que se pueden articular para guarnecerla. Pese a que los teólogos cristianos han tenido no pocas dificultades intentando refutar a quienes de tal modo hablaban, creo que no es ésta la solución correcta ni la que más conviene a la dignidad de Dios. Juzgo que ello es así en atención a tres puntos:
1. En primer lugar, porque el hombre permanece en estado de caída y su tendencia es al mal, salvo que medie la gracia. Ahora bien, una vez muerto, cesa la posibilidad misma de recibirla. De lo contrario, si todos tuvieran que salvarse, habría que prorrogar el Juicio de Dios por siempre -pues cabe pensar que alguien podría resistirse a la gracia y merecer por tanto condenación- o sería preciso concluir que tal Juicio -concebido antes de los tiempos y revelado al final de ellos- adolece de provisionalidad.
2. En segundo lugar, porque lo temporal no guarda proporción con lo eterno, y así las penas y recompensas del otro mundo tampoco pueden guardarla con nuestras obras en éste.
3. En tercer lugar, porque la Escritura rechaza esta doctrina.
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1. Vemos a diario que el plan de Dios para el hombre se frustra y que el mal sobreabunda al bien, no por accidente, sino por voluntad plena de quienes los causan, aunque tengan luego tal vez materia para arrepentirse. Así, no hay que dar por hecho que el castigo eterno lo recibamos en contra de nuestra voluntad. Puesto que pecamos porque queremos, ¿por qué no suponer que también en la eternidad seremos castigados asintiendo a ello?
Asimismo, es repelente desde un punto de vista moral el que todos deban salvarse, porque implica que Dios hace fuerza a los malos para que se conviertan, aun resistiéndose éstos con toda su alma. Con tal de operar algo semejante habría que anular el entendimiento de los que odian a Dios, insuflando un nuevo espíritu en lugar de transformar el viejo.
Varados en el error opuesto, algunos sueñan ser cosa sencilla el anular la voluntad. Sócrates pensó que enseñándose al hombre la virtud se lo haría bueno. Esto es algo que la experiencia niega, pues no pecan más los ignorantes que los avisados, y Dios se complace en humillar a los que se glorian de su ciencia. Si creemos en la ley eterna inscrita en nuestros corazones, no hay ignorancia posible en materia de moral, por desfigurados que estén nuestras almas y los códigos humanos. Antígona supo que no tenía excusa para con los dioses, aunque las leyes tebanas favoreciesen la impiedad.
Admito que el pecado es alienación, pero no lo igualo a la ignorancia. De este modo Ovidio: Veo lo mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor. Y con él Pablo: Hago el mal que no quiero y el bien que quiero no lo hago. De esta manera actúan los pecadores, es decir, todos los hombres.
Es más, si la ignorancia excusa el pecado y éste es sólo ignorancia, ¿acaso está excusado siempre? ¿Se trata de una ignorancia plena o sólo parcial? Si fuera plena, no cabría hablar de mala fe, ni siquiera de mentira, pues Dios es la verdad y no miente quien no conoce qué sea ésta. El que así se encontrase estaría tan lejos de Dios como cualquier animal, ajeno al bien, a la vergüenza y al arrepentimiento, y no merecería más que él la salvación de su alma. Se repite a menudo que es imposible conocer a Dios por completo, pero no escuchamos con tanta asiduidad el reverso: que tampoco nadie, siendo racional, puede ignorarlo absolutamente.
2. Tocante a la proporción de las penas eternas, surge la duda de si pueden imputarse sin injusticia castigos eternos a pecadores finitos que en nada pueden perjudicar a Dios y que en vida ya sufren la miseria de una existencia carente de virtud.
Es cierto que una pena desproporcionada así entendida sería injusta, pero se niega la menor, esto es, que el daño de los individuos finitos sea finito. Séneca estableció que el mal no se detiene, pues carece de fines, al contrario que las acciones morales. Ahora bien, si un acto se juzga por su intención, según Pedro Abelardo, entonces quien quiere dañar en grado infinito debe ser castigado en grado infinito, si no se enmienda antes.
Más todavía. Quien no se enmienda aprueba el mal en él y debe aprobarlo también en los otros tantas veces como suceda. Luego, en cierto modo, aprueba un mal infinito.
3. Aquel que protesta a Dios impugna su vida misma, reniega de su ser, de su nacimiento, abomina de su destino y levanta el puño contra la propia verdad. ¿Cómo va a ser capaz de alzarse si no media la gracia o, cuando menos, la penitencia sincera? ¿Puede Dios restituir los dones a quien los desprecia airadamente? No lo ha hecho jamás. Disculpa el pecado contra el Hijo, pero no aquel contra el Espíritu.
No creo que una interpretación del Evangelio donde todos deban ser salvos sea adecuada. El Bautista anuncia amenazadoramente que "está puesta el hacha a la raíz del árbol, y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego". Si la analogía del santo precursor no es sumamente imperfecta, esto significa que el pecador que no se convierte muere de forma definitiva, como muere el árbol talado y envuelto en llamas. Jesús subraya también la premura de la conversión con estas palabras: "¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma". Pero, si como se cree, siempre fuera posible purificarse una vez muerto sin que la salud del alma se viera definitivamente afectada, ¿a qué esa urgencia que Jesús intenta transmitir?
Se dice bien que hasta el mínimo mal tendremos que purgarlo. Sin embargo la Iglesia distingue entre el pecado mortal y el venial. Luego, salvo que creamos como los estoicos que todos los pecados pesan lo mismo, convendremos en que no todos merecen la condenación eterna. De ahí la institución del Purgatorio, que la Iglesia Católica sostiene -en parte en base a un célebre pasaje de Pablo- y los protestantes niegan.
Por último, nadie postula que en el infierno sólo pueda haber odio. El mal absoluto no existe, ya que, a diferencia del bien, el mal tiende a cero y no puede gozar de plenitud alguna. De ahí que sea un estado de imperfección e inarmonía, una lucha ganada contra el bien claudicante, un "gusano que no muere" porque encuentra razones para justificarse y perpetuar su ira. En el infierno, pues, existirán el remordimiento y el temor de Dios, pero serán la consecuencia de una fe de diablos que "creen y tiemblan", según las palabras de Santiago. No habrá reconciliación posible con Dios, y no figura ejemplo en la Biblia con el que pueda demostrarse lo contrario.
De forma sintética yo diría que sí hay desproporción entre la salvación eterna y nuestros actos, y la condenación eterna y nuestros actos; pero que haya desproporción no significa que haya injusticia, pues la vida eterna no le es debida al hombre, le es dada por gracia. Tanto si se acoge como si se rechaza esa gracia habrá una desproporción. En nuestras manos está el elegir cuál de las dos desproporciones viviremos: vida eterna o muerte eterna.
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