Si conviene vivir según la naturaleza, ¿entonces qué fin tiene enseñar la doctrina? En efecto, la propia doctrina nos informa de que la naturaleza es un maestro muy adecuado para nuestra guía, y de que los brutos, sin recibir enseñanza alguna, conocen naturalmente su deber, tal y como vemos a las golondrinas, las grullas, las abejas y las hormigas cumplir con su deber siguiendo la naturaleza, formar entre ellas una sociedad, reunirse como para deliberar y ostentar una suerte de república.
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Dios y la naturaleza no hacen nada en vano. Ahora bien, si todo estuviera de natural a disposición del hombre, sin ningún recurso a su razón, no habría entonces ocasión alguna de emplear su razón ni su mano, y por tanto una y otra le habrían sido dadas vanamente por la naturaleza. Mas como la naturaleza dio con sabiduría al hombre esta razón y esta mano, quiso que hubiera circunstancias en las que tales dones pudieran mostrarse y ejercerse; y que si quizá alguna vez extendía sus dádivas sin que el hombre fuera requerido, en otras compartiera el trabajo con él y se hiciese su compañera y su ayuda, dejando a su razón y a sus manos ciertas partes a corregir o a mejorar, y ello tanto en las cosas del cuerpo como en las del alma. De donde se sigue esta diferencia entre lo que es necesario para el hombre y lo que lo es para los brutos: al primero la naturaleza no ha dado el pan y el vino, los vestidos y las casas, sino más bien el trigo y las uvas, la lana, la madera y la piedra, a fin de que produzca para su uso pan, vino, vestidos y casas, por la razón y por su mano. Además, estas mismas materias no las ha querido dar siempre al hombre sin trabajo de su parte: ni el trigo, ni la viña, ni los rebaños prosperan sin la obra y la cultura humanas; los manzanos, los perales y otros árboles no dan en verdad buenos frutos sin injertos, que es cosa del arte y no de la naturaleza. Mientras que a los animales la naturaleza los ha dotado para la subsistencia y el abrigo con inmediatez; ha concedido por adelantado y espontáneamente a la mayor parte de ellos sus moradas; y si precisaran de algo, ha dado a cada animal la habilidad que necesita para procurarse él mismo aquello de lo que carece. Si, pues, en lo tocante al cuerpo humano, no dejamos de ver cómo a la naturaleza se une la ayuda de la razón y de la mano del hombre, no es ni sorprendente ni absurdo que suceda lo mismo con el alma humana. La naturaleza ha querido, en efecto, que, así como en la tierra y en los árboles, haya también algo en el alma del hombre que deba ser cultivado con celo y corregido por la razón. Si se admite que la naturaleza es sabia en el primer caso, fuerza es reconocer que lo es también en el segundo, donde no se comporta de manera distinta. Ya que, si se dijera que el hombre debe vivir según su naturaleza, debería entenderse en el mismo sentido que si se dijera que el campesino debe cultivar su terreno según la naturaleza; ello no significaría que el campesino no debe ayudar o corregir en nada a la naturaleza (pues el acto mismo de cultivar su terreno consiste en ayudar o corregir la naturaleza), sino que debe, en todas las cosas, tener a la naturaleza por guía y por aliada. Todo lo hace, en efecto, por la fuerza de la razón, que es natural, y si por ventura hace algo contra la naturaleza (como los injertos en los árboles, que la propia naturaleza no sabría injertar), esto mismo díctaselo la razón natural, y la naturaleza enseguida se ocupa de su obra y la remata, no menos que si fuera la suya propia. Así, el árbol injertado contrariamente a la naturaleza crece acto seguido y da fruto según la naturaleza, y surge entre el injerto, que pertenece al arte, y el crecimiento, que pertenece a la naturaleza, una suerte de unión intimísima y, por decirlo así, de matrimonio. Ahora bien, afirmo que lo mismo sucede en las cosas del alma y, por tanto, sostengo que la doctrina de la justicia es una suerte de agricultura de las almas.
Sebastián Castellion
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Propter Sion non tacebis