Si por lo inmanente entendemos la existencia inmediatamente perceptible, tal será una fracción infinitesimal de la realidad. Sólo el presente es inmanente, y no es más que el límite siempre cambiante entre lo que ya no existe y lo que todavía no existe. Asimismo, todo lo percibido está mediado por el pensamiento, y todo lo existente lo está por el espacio y el tiempo, que a su vez lo están por el número.
A la vista de lo anterior, es falso que la realidad sea inmanente. Cabría, además, preguntarse: ¿inmanente a qué? Pues, si la realidad lo es todo y tiene partes, es inmanente a cada una de sus partes y al mismo tiempo las trasciende, dado que sólo ella no está unida a nada distinto a sí misma. Y si la realidad lo es todo y no tiene partes, sólo es inmanente a sí misma, lo que resulta por completo trivial, habida cuenta que cualquier cosa es inmanente a su propio ser en virtud del principio de no contradicción.
Por ello parece plausible suponer que el materialista no entiende lo que dice cuando afirma la inmanencia de la realidad frente a la trascendencia de lo irreal. La realidad concebida como divisible conduce de forma inevitable a la trascendencia del todo, el cual tendrá una propiedad no sólo diversa, sino opuesta a la de sus partes, a saber, el ser absoluta o no estar necesariamente unida a nada distinto de sí. Por el contrario, la realidad concebida como indivisible tendría una propiedad trivial, la autoinmanencia, de la que no podría inferirse ningún predicado, y no lo sería todo, toda vez que los números, que son divisibles, no serían reales.
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Propter Sion non tacebis