Una segunda cuestión me ocupaba en el ocioso paréntesis veraniego. Habida cuenta de que ya había logrado definir “razón” en términos aceptables, estaba aún en dudas sobre qué sería ser racional; o, por emplear un lenguaje más actualizado, sobre a qué formas de vida cabía aplicar el calificativo de inteligente. De la resolución de este interrogante dependía el calibrar en su justa medida la pretensión teísta de ser el presente universo especial y muy privilegiado por albergar tales formas de existencia.
He de admitir que yo era reticente a aceptar la tesis de que todo fue hecho para nosotros. Todavía hoy estoy seguro de que no es así (hay fines muy superiores al hombre, y otros inferiores –seres con características comunes, como algunos mamíferos, que no conducen a éste indefectiblemente), pero, tras la lectura del libro que ando comentando, me encuentro mejor dispuesto a pronunciarme, con matices, a favor de dicho punto de vista.
Ser racional es estar en posesión de la facultad de juzgar. A través del juicio se subsume lo temporal en lo eterno, las verdades de hecho en las verdades de razón. Puesto que la razón existe en el mundo, no como analogía o aproximación a un noúmeno insondable, sino como única manera de escapar a la negación de la realidad objetiva (Heráclito, Berkeley, Nietzsche, etc.), la facultad de juzgar no es más ilusoria ni menos real que la realidad misma. Ahora bien, si un universo como el presente en el que el principio de razón suficiente opera, y además permite que haya en él vida racional, es altamente improbable, no constituye ninguna falacia el sostener que igualmente lo es el que seres como nosotros se pregunten por la racionalidad del mundo y le busquen un sentido. Lo dicho vale siempre que no circunscribamos tal prerrogativa al hombre histórico –de cuyo destino y compañeros de viaje nada seguro sabemos- y tengamos la precaución de no atribuir el caso a un designo particular y exclusivo de la Providencia (pienso en formas de vida más perfectas que no requerirían de las mismas condiciones biológicas que el hombre, verbigracia, los ángeles).
El argumento antrópico, pues, agudiza la conocida pregunta leibniziana a propósito de la prioridad del ser sobre la nada, introduce una hipótesis teleológica enfrentada al mecanicismo y convierte en científicamente verosímil, a la luz de los conocimientos actuales, la presunción que hace la Teodicea de encontrarnos en el mejor de los mundos posibles. Visto de esta manera, podría tratarse de la tercera y más espectacular confirmación empírica del leibnizianismo (la primera es la teoría de la evolución, la segunda la de la relatividad).
Apuntar finalmente, en paralelo a estas elucubraciones, el parentesco que mantienen la facultad de juzgar y el derecho natural, que como aquélla también consiste en subordinar lo temporal a lo eterno (el individuo a la especie y ambos a la justicia). El pecado, a la inversa, conllevaría la operación contraria, de donde cabe colegir su contranaturalidad.
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