domingo, 26 de abril de 2009

El cristianismo no es un idealismo




La muerte termina con las enfermedades, pero no es en sí misma un término. Una enfermedad mortal, en sentido estricto, quiere decir un mal que termina en la muerte, sin nada más después de ella. Y esto es la desesperación.

Pero en otro sentido, más categóricamente aún, ella es la enfermedad mortal. Pues lejos de morir de ella, hablando con propiedad, o de que ese mal termine con la muerte física, su tortura, por el contrario, consiste en no poder morir, así como en la agonía el moribundo se debate con la muerte sin poder morir.

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En esta última acepción, pues, es la desesperación la enfermedad mortal, ese suplicio contradictorio, ese mal del yo: morir eternamente, morir sin poder morir sin embargo, morir la muerte. Pues morir quiere decir que todo ha terminado, pero morir la muerte significa vivir la propia muerte; y vivirla un solo instante es vivirla eternamente. Para que se muera de desesperación, como de una enfermedad, lo que hay de eterno en nosotros, el yo, debería poder morir, como hace el cuerpo, de enfermedad. ¡Quimera! En la desesperación el morir se transforma continuamente en vivir. Quien desespera no puede morir; "como un puñal no sirve de nada para matar pensamientos", nunca la desesperación, gusano inmortal, inextinguible fuego, no devora la eternidad del yo, que es su propio soporte. Pero esta destrucción de sí misma que es la desesperación es impotente y no llega a sus fines. Su voluntad propia está en destruirse, pero no puede hacerlo, y esta impotencia misma es una segunda forma de destrucción de sí misma, en la cual la desesperación no logra por segunda vez su finalidad, la destrucción del yo; por el contrario, es una acumulación de ser o la ley misma de esa acumulación. Es ella el ácido, la gangrena de la desesperación, el suplicio cuya punta, dirigida hacia el interior, nos hunde cada vez más en una autodestrucción impotente. Lejos de consolar al desesperado, el fracaso de su desesperación para destruirse es, por el contrario, una tortura que reaviva su rencor, su ojeriza; pues acumulando incesantemente en la actualidad desesperación pasada, desespera de no poder devorarse ni de deshacerse de ser yo, ni de aniquilarse. Tal es la fórmula de la acumulación de la desesperación, el crecimiento de fiebre en esa enfermedad del yo.

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Quien desespera quiere, en su desesperación, ser él mismo. Pero entonces, ¿no quiere desprenderse de su yo? En apariencia, no; pero observando de más cerca, siempre se encuentra la misma contradicción.

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Sócrates probaba la inmortalidad del alma por la impotencia de la enfermedad del alma (el pecado) para destruirla, como hace la enfermedad con el cuerpo. Igualmente se puede demostrar la eternidad del hombre por la impotencia; de la desesperación para destruir al yo, por esa atroz contradicción de la desesperación. Sin eternidad en nosotros mismos no podríamos desesperar; pero si se pudiera destruir al yo, entonces tampoco habría desesperación.


Kierkegaard

domingo, 19 de abril de 2009

Pirrón no progresa




Shaw resume las enseñanzas de Ibsen en la frase: “La regla de oro es que no hay regla de oro”. A sus ojos, esa ausencia de un ideal duradero y positivo, esa ausencia de clave permanente de la virtud, es el gran mérito de Ibsen. No voy a extenderme aquí examinando si esto es cierto o no. Todo lo que me atrevo a señalar, con firmeza aumentada, es que esa omisión, buena o mala, nos deja frente a frente con el problema de una conciencia humana llena de imágenes muy definidas del mal, y sin ninguna imagen definida del bien. Para nosotros la luz debe ser de aquí en adelante lo oscuro, aquello de lo que no podemos hablar. Para nosotros, como para los demonios de Milton en el Pandemonium, lo visible es la oscuridad. La raza humana, según la religión, cayó una vez, y al caer adquirió el conocimiento del bien y del mal. Ahora hemos caído por segunda vez, y sólo nos queda el conocimiento del mal.

(…)

Cada una de las frases y los ideales modernos más populares es una evasión para esquivar el examen de qué es lo bueno. Nos gusta hablar de “progreso”: es una evasión para evitar el examen de qué es lo bueno. Nos gusta hablar de “educación”: es una evasión para esquivar el examen de qué es lo bueno. El hombre moderno dice: “Dejemos todas esas pautas arbitrarias y abracemos la libertad”. Dicho de forma lógica, esto significa: “No decidamos qué es lo bueno, pero consideremos bueno no decidirlo”. Dice: “Fuera las viejas fórmulas morales: yo estoy por el progreso”. Esto, dicho de forma lógica, significa: “No resolvamos qué es lo bueno, pero resolvamos si queremos más de ello”. Dice: “La esperanza de la raza no reside en la religión ni en la moralidad, sino en la educación”. Dicho claramente esto significa: “No podemos decidir qué es lo bueno, pero démoselo a nuestros hijos”.

(…)

El caso de la charla general sobre el “progreso” es, sin duda, un caso extremo. Como se ha enunciado antes, “progreso” es simplemente un comparativo cuyo superlativo no hemos determinado. Respondemos a cualquier ideal de religión, patriotismo, belleza o placer bruto con el ideal alternativo del “progreso”; es decir, respondemos a cualquier propuesta de obtener algo que conocemos con una propuesta alternativa de obtener mucho más de nadie sabe qué. El progreso, entendido correctamente, tiene sin duda un significado muy digno y legítimo. Pero utilizado en oposición a ideales morales precisos es ridículo. Que el ideal de progreso debe contraponerse al de finalidad ética o religiosa está tan lejos de ser verdad, que la verdad es lo opuesto. Nadie tiene por qué utilizar la palabra progreso a menos que tenga un credo definido y un código moral férreo. Nadie puede ser progresista sin ser doctrinario; casi podría decir que nadie puede ser progresista sin ser infalible, o al menos sin creer en alguna infalibilidad. Porque por su mismo nombre “progreso” indica dirección; y en el momento en que tenemos la más mínima duda sobre la dirección, pasamos a dudar en el mismo grado sobre el progreso. Tal vez nunca desde el comienzo del mundo ha habido una época que tuviera menos derecho a emplear la palabra progreso que la nuestra. En el católico siglo XII, en el filosófico siglo XVIII, la dirección pudo ser buena o mala, pudo haber más o menos desacuerdo entre los hombres sobre hasta dónde ir, y en qué dirección, pero en conjunto estaban bastante de acuerdo en la dirección, y en consecuencia tenían la genuina sensación de progresar. Pero nosotros estamos en desacuerdo precisamente sobre la dirección. Si la excelencia futura consiste en más ley o menos ley, en más libertad o menos libertad; si la propiedad debe ser finalmente concentrada o finalmente desmenuzada; si la pasión sexual alcanzará su mayor salud en un intelectualismo casi virgen o en una total libertad animal; si debemos amar a todo el mundo con Tolstói o no perdonar a nadie con Nietzsche: tales son las cuestiones en torno a las cuales más combatimos en la actualidad. No sólo es cierto que la época que menos ha determinado qué es el progreso es esta época “progresista”. Además, es verdad que las personas que menos han determinado qué es el progreso son las personas más “progresistas” de ella. Quizás sea posible confiar en que progrese la masa común, los hombres que nunca se han preocupado por el progreso. Los individuos que hablan del progreso seguro volarían hacia los cuatro rumbos del cielo al sonar el disparo que da inicio a la carrera. Con esto no quiero decir que la palabra progreso no tenga sentido: lo que digo es que no tiene sentido sin la definición previa de una doctrina moral, y que sólo se puede aplicar a grupos de personas que sostienen esa doctrina en común. “Progreso” no es una palabra ilegítima, pero es lógicamente evidente que es ilegítima para nosotros. Es una palabra sagrada, una palabra que sólo podría ser usada correctamente por creyentes rígidos y en las épocas de fe.


Chesterton

El derecho a voto


Sólo un apunte, mientras mi exilio laboral no me permita reflexiones más depuradas.

Algún partido español, a la izquierda por supuesto, cree inconsistente la fijación de la edad penal en los 16 años habida cuenta de que la edad política no llega hasta los 18 con el derecho a voto. Toman en ello pie para pedir no la ampliación de la primera, sino la reducción de la segunda. No puedo evitar preguntarme si serían tan escrupulosos caso de darse el supuesto inverso, a saber, que cierta franja de edad contase con el sufragio activo sin ser susceptible de imputársele crimen alguno.

Con todo, el planteamiento no deja de ser incorrecto, e incluso absurdo. Quien es capaz de arrojarme una piedra a la cabeza y saber lo que se hace, viene a decirse, también lo es de arrojar con pleno entendimiento una papeleta a una urna. Hasta qué punto la misma ley española rechaza esta peregrina inferencia resulta obvio del claro hecho de que los presos tienen restringido su derecho a votar. Por tanto, ser responsable ante una norma penal no significa de suyo en nuestro ordenamiento tener capacidad política.

Yendo al otro extremo de la pirámide de población, hay personas que son inimputables penales por su avanzada edad, pese a que nadie les retira el derecho de voto -ni nadie, por cierto, lo reclama. Las hay, además, que son absolutamente irresponsables penales (el Rey) y que, no obstante, conservan la plenitud de sus derechos civiles. Así, el paralelismo jurídico que se establece dista mucho de ser perfecto, lo que debilita la lógica de la reivindicación.

¿No será que se exige mucho menos raciocinio para reconocer la propia culpa e identificar el mal común en sus rasgos más evidentes que para entender el bien común y juzgar como las personas cabales? El derecho penal es universal en todos los tiempos y lugares, ya sea en su forma moderna y codificada, ya en cualquier variante primitiva y consuetudinaria. El derecho a voto, en cambio, es una novedad de apenas hace un siglo. No logro entender cómo es posible que la humanidad haya sido ciega como para no ver la mayor parte del tiempo que, puesto que el hombre puede ser una alimaña para el hombre (tanto más cuanto más consciente es de su culpa, pues los niños suelen ser inofensivos), se sigue que también será de muy digno consejo para la cosa pública.

No se sigue, eso es todo.

Me interesa extraer de estas consideraciones que el carácter soberano que se atribuye al pueblo no deriva de su misma condición de viviente, sino de su condición racional, y que hay grados en ésta. Es como si se afirmara de forma implícita que no es la libre voluntad la que hace de aquél un poder constituyente, mas la razón natural que lo informa para perseguir su propio interés en sociedad, siendo esta razón superior a la mera constatación de lo que resulta malo para nosotros (i.e., ser castigados). O, lo que es lo mismo, que los principios de la política son más elevados que los de la conservación individual, por lo que el interés general no puede ser la suma de los intereses particulares.

lunes, 13 de abril de 2009

Qué cabe esperar de la empatía




Cuando las pasiones originales de la persona principalmente afectada están en perfecta consonancia con las emociones simpatizadoras del espectador, necesariamente le parecen a este último justas y apropiadas, y en armonía con sus objetos respectivos; en cambio, cuando comprueba, poniéndose en el caso, que no coinciden con lo que siente, entonces necesariamente le parecerán injustas e inapropiadas, y en contradicción con las causas que las excitan. En consecuencia, aprobar las pasiones de otro como adecuadas a sus objetos es lo mismo que observar que nos identificamos completamente con ellas; y no aprobarlas es lo mismo que observar que no simpatizamos totalmente con ellas. El hombre que resiente el daño que me ha sido causado y observa que mi enojo es igual al suyo, necesariamente aprobará mi resentimiento. La persona cuya simpatía late junto a mi pena no puede sino admitir la razonabilidad de mi pesar. Quien admira el mismo poema o el mismo cuadro igual que los admiro yo, ciertamente calificará de justa mi admiración. Quien ríe el mismo chiste igual que yo, no podrá negar la corrección de mi risa. Por el contrario, la persona que en todas esas diferentes ocasiones no siente la emoción que siento yo, o no la siente en la misma proporción, no podrá evitar desaprobar mis sentimientos debido a la discordancia de éstos con los suyos. Si mi animosidad va más allá de la correspondiente con la indignación de mi amigo; si mi aflicción excede la que puede acompañar su más tierna compasión; si mi admiración es demasiado grande o demasiado pequeña con respecto a la suya; si yo río a carcajadas y dando grandes voces cuando él apenas sonríe o, por el contrario, yo sólo esbozo una sonrisa cuando él ríe ruidosamente; en todos estos casos, tan pronto como él pase de considerar el objeto a observar cómo me afecta, en la medida en la que haya una desproporción mayor o menor entre sus sentimientos y los míos, debo incurrir en mayor o menor medida en su reprobación: y en todas las circunstancias sus sentimientos son el patrón y medida a través de los cuales juzga los míos.


Adam Smith

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Hay algo más en la caridad, que es fundamento y pilar de toda ella, y es el amor de Dios, por el cual amamos a nuestro prójimo. Por ello concibo la caridad como el amor a Dios por Sí mismo, y a nuestro prójimo por Dios. Todo lo que es verdaderamente amable lo es por Dios, como si fuese un fragmento de Él, que retiene un reflejo o una sombra de Sí mismo. No sorprende que debamos poner nuestro afecto en lo invisible: todo lo que amamos de veras es esto; lo que adoramos bajo el afecto de nuestros sentidos no merece el honor de un título tan puro. Así, adoramos la virtud, aunque sea invisible a los ojos de los sentidos. Por ello, la parte que amamos en nuestros nobles amigos no es la que abrazamos, sino una parte insensible que escapa a nuestro abrazo. Dios, siendo la suma bondad, no puede amar otra cosa que a Sí mismo; ni nos ama más que por aquella parte que es como si fuera Él mismo, y la traducción de Su Santo Espíritu. Calibremos el amor hacia nuestros padres, el afecto de nuestras esposas e hijos, que no son sino bobos espectáculos y ensueños, carentes de realidad, verdad o constancia. En primer lugar existe un poderoso vínculo afectivo entre nosotros y nuestros padres; sin embargo, ¡con qué facilidad se disuelve! Nos entregamos a una mujer, olvidamos a nuestra madre en una esposa, y el vientre que nos contuvo, en aquel que contendrá nuestra imagen. Una vez esta mujer nos ha bendecido con hijos, nuestro afecto desciende del nivel al que hace un momento había llegado, y se hunde del lecho conyugal hasta el motivo y retrato de nuestra posteridad, donde el afecto tampoco encuentra una mansión segura. Estos mismos, conforme crecen en años, desean nuestro fin; o volviéndose solícitos hacia una mujer, encuentran el cauce legal para amar a otros antes que a nosotros. Por lo que me parece que un hombre bien podría ser enterrado en vida y contemplar él solo su tumba.


Sir Thomas Browne

Otro liberal indigno




Hay que reconocerlo: en un pueblo ilustrado, el despotismo es el argumento más fuerte contra la existencia de la Providencia. Lo repetimos, en un pueblo ilustrado, porque los pueblos aún ignorantes pueden estar oprimidos sin que sus convicciones filosóficas disminuyan. Pero una vez que el espíritu humano ha emprendido la senda de la razón y que la incredulidad ha llegado a nacer, el espectáculo de la tiranía parece apoyar con terrible evidencia a los argumentos de esa incredulidad.

La incredulidad repetía al hombre que ningún ser justo velaba sobre sus destinos; y sus destinos quedan en efecto abandonados a los caprichos de los más feroces y viles entre los humanos. Le decía que las recompensas de la virtud, los castigos del crimen, promesas huecas de una doctrina agotada, no eran sino vanas ilusiones de imaginaciones débiles y timoratas; que es el crimen recompensado, y la virtud la que es proscrita. Le decía que lo mejor que se podía hacer, durante esta vida efímera, durante este extraño periplo sobre la tierra, sin pasado y sin futuro, y tan corto que apenas parece real, era aprovechar cada instante, a fin de cerrar los ojos sobre el abismo que nos aguarda para devorarnos. La arbitrariedad predica la misma doctrina con cada uno de sus actos. Invita al hombre a la voluptuosidad, a causa de los peligros con los que le rodea. Es preciso aferrarse a cada hora, ante la incertidumbre de la hora venidera. Haría falta una fe muy profunda para poder creer, bajo el reinado visible de la crueldad y de la locura, en el reino invisible de la sabiduría y la bondad.

Esta fe viva e inquebrantable difícilmente podría ser patrimonio de un pueblo antiguo. Las clases ilustradas, por el contrario, buscan en la impiedad una desdichada compensación a su sumisión. Al desafiar, bajo apariencias de audacia, a un poder que ya no temen, se creen menos despreciables por su servilismo hacia el poder que les espanta; y se diría que la certeza de que no existe otro mundo les supone un consuelo de los oprobios que sufren en este.

Se ensalza entretanto la ilustración del siglo, la destrucción del poder espiritual, y la conclusión de toda lucha entre la Iglesia y el Estado. En cuanto a mí, declaro que si es preciso elegir, prefiero el yugo religioso al despotismo político. Bajo el primero, hay al menos convicción entre los esclavos y sólo los tiranos están corrompidos; pero cuando la opresión está separada de toda idea religiosa, los esclavos son tan depravados y tan abyectos como sus amos.

A una nación agobiada bajo el yugo de la superstición y de la ignorancia hemos de compadecerla, pero podemos estimarla. Esa nación conserva en medio de sus errores la buena fe. El sentido del deber la sigue guiando. Puede tener virtudes, aunque esas virtudes estén mal orientadas. Pero unos servidores incrédulos, que se arrastran con docilidad, que se agitan con celo, que reniegan de los dioses mientras tiemblan ante un hombre, que no tienen más impulso que el temor ni más motivación que el salario que les arroja, desde lo alto de su trono, el mismo que les oprime; una raza que, en su voluntaria degeneración, carece de ilusión alguna que la eleve, de error alguno que la excuse, una raza semejante ha caído del rango que la Providencia había asignado a la especie humana; y las facultades que le resten, como la inteligencia que despliegue, sólo son, para ella y para el mundo, una desgracia y una vergüenza complementarias.


Benjamin Constant

domingo, 5 de abril de 2009

Origen de la soberanía




Desde el tiempo en que empezó a florecer la escuela teológica se ha venido manteniendo, tanto por teólogos como por hombres cultos de otras tendencias, una opinión según la cual “la Humanidad ha nacido naturalmente libre de toda sujeción y con derecho a elegir la forma de gobierno que prefiera, y el poder que cualquier hombre ostente sobre los demás le fue concedido en principio por la libre voluntad de la multitud”.

Fue incubado este aserto en las escuelas y fomentado después por los papistas posteriores, para gloria de la Teología; los teólogos de las Iglesias reformadas también lo hicieron suyo, y el pueblo, en fin, lo abrazó con efusión en todas partes, porque distribuye pródigamente entre la multitud una porción de libertad, ensalzada por aquél, como si sólo en ella se encontrara la más alta felicidad humana, sin recordar que el deseo de libertad fue la primera causa de la caída de Adán.

Mas, a pesar de la reputación recientemente adquirida por esta vulgar teoría, no se la encuentra en los antiguos padres y doctores de la Iglesia primitiva, y contradice no sólo la doctrina y la historia de las Sagradas Escrituras, sino la práctica constante de todas las antiguas monarquías, y hasta los mismos principios del Derecho natural. Difícil es decir si ella es más errónea en la teología que peligrosa en la política.

(…)

No veo, pues, cómo los hijos de Adán o de cualquier otro hombre pueden estar libres de la sujeción a sus padres. Y esta sujeción de los hijos es la fuente de toda autoridad real, por ordenación de Dios mismo; de lo que se deduce que el poder civil es de institución divina, no sólo en general, sino en su asignación específica a los parientes más ancianos, lo cual excluye por completo esta nueva y corriente distinción que atribuye a Dios solo el poder universal y absoluto, dejando el poder relativo a la elección del pueblo, según la forma especial de gobierno.

Este señorío que Adán ejercía sobre todo el mundo, y del que gozaron los patriarcas como descendientes suyos, era tan extenso y amplio como el más absoluto dominio de cualquiera de los monarcas que hayan existido desde la creación. En virtud de su derecho de vida y muerte, encontramos a Judá el padre dictando sentencia de muerte contra su nuera Thamar por hacerse prostituta. “Conducidla –dice-, que va a ser quemada”. Respecto a la guerra, vemos que Abrahán mandaba un ejército de 318 soldados de su propia familia, y Esaú se unió a su hermano Jacob con 400 hombres armados. En cuanto a la paz, Abrahán hizo una liga con Abimelech y ratificó sus artículos con un juramento. Estos actos de juzgar en crímenes capitales, declarar la guerra y concluir la paz son las notas características de la soberanía que pueda encontrarse en todo monarca.

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La afirmación de que los reyes son ahora los padres de sus pueblos puede parecer absurda después que la experiencia ha mostrado lo contrario. Verdad es; todos los reyes naturales de sus súbditos, si bien son, al menos como tales son considerados, los herederos directos de aquellos primeros progenitores, que fueron en un principio los padres naturales de todo el pueblo y los han sucedido en su derecho a ejercer la suprema jurisdicción; y tales herederos no son sólo señores de sus propios hijos, sino también de sus hermanos y de todos aquellos que estuvieron sometidos a sus padres. Y así vemos que Dios dijo a Caín, refiriéndose a su hermano Abel: “A ti será su deseo y tú te enseñorearás de él”. Y así también cuando Jacob compró el derecho de primogenitura a su hermano, Isaac le bendijo así: “Sé señor de tus hermanos, e inclínense a ti los hijos de tu madre”.

Mientras vivieron los padres de las primeras familias les correspondió propiamente el nombre de patriarcas; pero después de unas cuantas generaciones, cuando el verdadero patriarcado se extinguió y el derecho del padre alcanzó sólo a su heredero directo, resultó más significativo el título de rey o príncipe para expresar el poder de aquel que tan solo heredó el derecho de ese patriarcado, del que sus antepasados gozaron también naturalmente. Por esto puede ocurrir que un niño, por heredar a un rey, tenga el derecho de un padre sobre una gran multitud y ostente el título de “Pater Patriae”.

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En todos los reinos y repúblicas del mundo, sea el príncipe el padre supremo o sólo su legítimo heredero, y haya logrado la corona por usurpación, por elección de los nobles o del pueblo, o por cualquier otro medio, y aun cuando gobiernen la república unos cuantos o una multitud, siempre la autoridad, resida en uno, en muchos o en todos, es la única autoridad justa y natural de un supremo padre. Hay, y habrá siempre hasta el fin del mundo, sobre toda multitud el derecho natural de un padre supremo, aunque, por secreto designio de Dios, sean muchos los que en un principio obtengan injustamente su ejercicio.

(…)

La ignorancia de la creación dio lugar a varios errores entre los filósofos paganos. Polibio, gran filósofo y juicioso historiador en lo demás, tropezó en esto, e indagando el origen de las sociedades civiles concibió la idea de que los hombres, después de un diluvio, un hambre o una peste, se reunieron como un rebaño de ganado, sin dependencia recíproca alguna, hasta que los más fuertes físicamente y los más audaces consiguieron dominar sobre los demás; “lo mismo –dice- que ocurre entre toros, osos y gallos”.

(…)

Accedamos, empero, a la opinión de Bellarmino y Suárez y a la de todos aquellos que ponen el supremo poder en todo el pueblo, y preguntémosles si su pensamiento es que en todos los pueblos del mundo hay un solo y único poder, de tal modo que no puede éste ser transmitido si no lo es por todos los hombres de la tierra reunidos y puestos de acuerdo para elegir un gobernante.

Una respuesta da a esto Suárez, y es la de que apenas es posible, y mucho menos fácil, que todos los hombres del mundo se reúnan en una comunidad. Es más probable que nunca, o por muy poco tiempo, estuviera ese poder en tal forma, en todos los hombres reunidos, sino que, por el contrario, poco después de la creación los hombres empezaron a dividirse en varias repúblicas, en cada una de las cuales existía ese poder.

Esto puede responder de lo que casi no es posible, y menos todavía fácil; pero lo que, según él, es más probable suscita una nueva duda, y es la de cómo este poder viene a cada comunidad particular siendo así que Dios le dio sólo a toda la Humanidad y no a ninguna asamblea particular de hombres. ¿Pueden probar o demostrar que alguna vez se reunió toda la Humanidad y dividió este poder que Dios le dio en conjunto, distribuyéndolo en parcelas y asignando un poder distinto a cada una de las varias repúblicas? Sin un tal convenio no puedo comprender –con arreglo a sus principios- cómo puede tener lugar la elección de un magistrado por ninguna república sin cometer una usurpación del privilegio concedido al mundo entero. Si alguien piensa que las multitudes particulares tienen poder para dividirse a su discreción en varias repúblicas, lo pensará sin razón ni prueba para hacerlo, y dejará así una brecha abierta para que todo pequeño grupo faccioso se constituya en una nueva república y llegue a haber en el mundo más repúblicas que familias.

(…)

Sostengo que comparativamente resultan menos generales los atropellos al Estado bajo un rey tiránico; porque la crueldad de tales tiranos se extiende de ordinario no más que a algunos particulares que le han ofendido y no a todo el reino. Con verdad dijo Su Majestad el rey Jacobo: “Un rey nunca puede ser tan notoriamente vicioso que no favorezca, en general, la justicia, y mantenga un cierto orden, excepto en aquellos particulares en los que le arrastre su concupiscencia”. Hasta el cruel Domiciano, el tirano Dionisio, y muchos otros son elogiados por los historiadores como severos observantes de la justicia. Y hay una razón natural para que lo sean, porque la única fuerza y gloria de todo príncipe está en la multitud de su pueblo y en la abundancia de los ricos en él, y, por consiguiente, aunque no sea por afección al pueblo, todo tirano, por amor a sí mismo, desea preservar la vida y proteger los bienes de sus súbditos, lo que no puede hacerse más que por la justicia, y si no lo hace, él es el que más pierde; en un Estado popular, por el contrario, todo el mundo sabe que el bien público no depende en su totalidad de su cuidado, sino que la república puede ser gobernada por otros, aunque él atienda sólo a su beneficio privado, y así nunca se toman como propios los negocios públicos.


Robert Filmer