Cuando nazco soy pecador, a pesar de ser niño, porque soy Adán; lo soy, no porque peco, sino porque pequé actualmente cuando me llamaba Adán y era adulto, antes de tener el nombre que tengo y de ser niño. Cuando Adán salió de las manos de Dios, yo estaba en él, y él está en mí ahora que salgo del vientre de mi madre. No pudiendo separarme de su persona, no puedo separarme de su pecado, y, sin embargo, no soy Adán de tal manera que me confunda con él de una manera absoluta. Hay algo en mí que no es él, algo por lo que me distingo de él, algo que constituye mi unidad individual y que me distingue aun de aquello a que soy más semejante; y eso que me constituye variedad individual relativamente a la unidad común, es lo que he recibido y tengo del padre que me engendró y de la madre que me tuvo en sus entrañas. Ellos no me han dado la naturaleza humana, que me viene de Dios por Adán, pero han puesto en ella el sello de la familia y han estampado en ella su figura; no me han dado el ser, sino la manera en que soy, poniendo lo menos en lo más, es decir, aquello por lo que me distingo de los otros en aquello por lo que me asemejo a los demás, lo particular en lo común, lo individual en lo humano; y como quiera que eso que tiene del humano y que le asemeja a los otros es lo esencial en el hombre, y que lo que tiene de individual y de distinto no es más que un accidente, síguese de aquí que, teniendo de Dios por Adán lo que constituye su esencia y de Dios por su padre lo que constituye su forma, no hay hombre ninguno que, considerado en su conjunto, no se asemeje más a Adán que a su propio padre.
(...)
Por lo que dijimos antes, se ve cuán grande es el error de aquellos que, sin maravillarse de las misteriosas analogías y de las afinidades que pone Dios entre los padres y sus hijos, se maravilla de esas mismas afinidades y de esas analogías misteriosas puestas por Dios entre el rebelde Adán y sus míseros descendientes. No hay entendimiento que entienda, ni razón que alcance, ni imaginación que imagine lo fuerte del vínculo y lo estrecho de la lazada puesta por el mismo Dios entre todos los hombres y ese hombre único, a un tiempo mismo unidad y colección, singular y plural, individuo y especie, que muere y que sobrevive, que es real y simbólico, figura y esencia, cuerpo y sombra; que nos tuvo a todos en sí y que está en todos nosotros; pavorosa esfinge que desde cada nuevo punto de vista ofrece un nuevo misterio. Y así como el hombre no puede alcanzar ni con razón, ni con su imaginación, ni con su entendimiento lo que hay en su naturaleza de singularmente complejo y de misteriosamente oscuro, no puede tampoco alcanzar, aunque ponga en juego todas las potencias de su alma, la distancia inmensa que hay entre nuestros pecados y el pecado de aquel hombre, único, como él, por su profundísima malicia y por su grandeza incomparable. Después de Adán nadie ha pecado como Adán, y nadie pecará como él en toda la prolongación de los tiempos. Participando el pecado de la naturaleza del pecador, fue uno y vario a un tiempo mismo, porque fue un solo pecado en realidad y todos los pecados en potencia; con él puso Adán marcha en lo que ya no puede ponerla ningún hombre, en el puro albor de su inocencia purísima; poniendo unos pecados sobre otros, los que pecamos ahora no hacemos otra cosa sino poner manchas sobre manchas; sólo a Adán le fue dado oscurecer el ampo de la nieve; con ser nuestra naturaleza dañada un grave mal, y nuestros pecados un mal más grande, no carece ese compuesto de cierta belleza de relación, que nace de aquella armonía secreta que hay entre la fealdad propia del pecado y la fealdad propia de la naturaleza del hombre. Las cosas feas pueden armonizase entre sí como se armonizan las hermosas; y cuando esto sucede, no cabe duda sino que lo que hay en las cosas de esencialmente feo se templa en algún modo por la belleza que reside en lo que ellas hay de armónico y concertado. Ésta, sin duda, debe ser la razón de por qué la fealdad física parece que disminuye siempre con los años; la vejez no es cosa que sienta mal a la fealdad, como la fealdad pierde lo que tiene de repugnante cuando se armoniza con las arrugas. Nada, por el contrario, es más triste de ver y nada más horrible de imaginar que la vejez puesta en la cara de un ángel o la fealdad junta con la primavera de la vida. Las mujeres que, habiendo sido hermosas, conservan, siendo viejas, rastro de lo que fueron, me han parecido siempre horribles; hay algo en mí que me da voces y me dice: "¿Quién ha sido el gran culpable que juntó por primera vez las cosas que hizo Dios para que estuvieran separadas?". No; Dios no ha hecho la hermosura para la vejez ni la vejez para la hermosura. Luzbel es el único entre los ángeles, y Adán entre los hombres, que juntaron todo lo que hay de decrépito y de feo con todo lo que había de resplandeciente y hermoso.
Donoso Cortés
Gran texto.....y la vejez creo que no la observamos,porque de alguna manera en la mirada social,ya no entra en juego.
ResponderEliminarMi comentario no tiene que ver con el texto,se valio de el para la reflexion.
A tu texto mi admiracion.
Un saludo.
Gran texto.....y la vejez creo que no la observamos,porque de alguna manera en la mirada social,ya no entra en juego.
ResponderEliminarMi comentario no tiene que ver con el texto,se valio de el para la reflexion.
A tu texto mi admiracion.
Un saludo.