Mandeville es el Maquiavelo inglés. La tesis compartida por ambos, y que sin duda revolucionó Occidente, es que la sociedad vista como mega-anthropos o agregado de hombres resulta ella misma una unidad de sentido, esto es, carente de la necesidad práctica o teórica de asentarse sobre principios morales superiores, así como de valerse de órdenes apriorísticos que la definan. De esta indefinición escéptica sobre lo que pocos dudan -la importancia de distinguir y respetar la frontera entre el bien y el mal- nace la primera y más crucial paradoja ilustrada: la esperanza en el progreso, continua acumulación del máximo conato (Spinoza) o selección de lo mejor (Darwin); dinámica, en fin, irrenunciable e insustituible que llevaría al cuerpo social a superar necesariamente cada uno de sus estadios de desarrollo y a fijar sus propias reglas según la circunstancia.
Mírese por donde se mire, vienen a decirnos estos autores, todo tiende a autoconservarse y a desdeñar lo que impide u obstaculiza este propósito. No hay, pues, que hacerse violencia ni buscar el convencimiento individualizado cuando rige la ética del consenso y de la tolerancia, en la que cada uno transige de un modo realista para optimizar su función de utilidad. El adoctrinamiento, nos dirán sus discípulos un siglo más tarde, se opone a la realización del imperativo vital por el que cada ser fija sus anhelos, resultando sospechoso de encubrir un interés espurio no explicitado (Marx, Nietzsche, Freud).
En suma, la tolerancia y el progreso no son valores morales. Por el contrario, se generaron como pautas pragmáticas frente a lo que se juzgó un exceso de lastre moral de las religiones y los sistemas filosóficos. Fueron también el caballo de batalla de una clase productiva y emergente -la burguesía- contra otra contemplativa o coactiva que contaba con el privilegio de lo excepcional y providencial. Sin embargo, toda vez que dicha ideología ha triunfado y reside en el centro de gravedad de nuestra más elemental concepción de la política, se concede de barato que lo tolerante y lo progresista es lo moralmente correcto, si bien esta conclusión no se aviene con la misma raíz por la que dichos paradigmas fueron postulados, a saber, dar cabida "a posteriori" a todas las conductas, correctas o incorrectas, en la medida en que no perturbasen la marcha general de la sociedad.
Bajo el frío prisma de cierta Ilustración, la bondad queda sujeta al ámbito de lo opinable, dada la variabilidad de su caracterización en el tiempo y el espacio (tesis del Cándido de Voltaire), cuando no hay que relegarla al escenario de lo risible, habida cuenta de su inflexibilidad y contraproducencia (tesis de Sade en Justine). Así, pese a que no siempre se encuentren motivos para adecuarse a lo que la sociedad estima equitativo y decoroso, siempre se hallarán para perseguir el propio interés mediante el cálculo y la evaluación de la oportunidad. Por la misma razón, si no quiere claudicar ante la inconstancia de las pasiones del vulgo bajo su tutela, el poder usará de la moral cuando le convenga aparentarla y la violará tan pronto como considere oportuno. Engañará sin más propósito que acontentar o atemorizar, pues no posee fines extrínsecos de justicia, ni aspira a una universalidad ideal, bastándole el orden natural y espontáneo que se sigue de la satisfacción de una necesidad inmediata.
La segunda paradoja de esta cadena de inferencias es que se acaba por concluir que la irracionalidad y la improvisación, tomadas en su conjunto, son de hecho el origen de una organización óptima. Llegada a este punto crítico la Ilustración termina; se autoaniquila una vez despierta de su monstruoso sueño, y cede su lugar al romanticismo, que en parte la contesta y en parte la confirma. La persecución egoísta de la felicidad o la caprichosa iconoclastia contra las convenciones son ensalzadas por esta nueva corriente hasta alcanzar el rango de lo heroico. Se mantiene el reducto hipócrita del altruísmo como compensación mecánica del desequilibrio derivado de radicar lo moral en lo subjetivo, pero no se cree que algo pueda ser bueno con independencia de cómo es percibido. La satisfacción de las más bajas pasiones dejará de ser un delito y pasará a ser una licencia, para convertirse acto seguido en libertad y, poco más tarde, en derecho y pilar de la armonía entre semejantes.
La ideología liberal -síntesis ilustrado-romántica- atribuye a la libre concurrencia de bienes e ideas la clave de la emancipación humana. Ésta no excluirá a nadie por sus convicciones, sino por su improductividad. Es así que, funcionando la moral supraindividualmente, va a eximirse al sujeto de los deberes propios de su estirpe, al tiempo que se lo confina al círculo más reducido de los deberes propios de su nación.
Tercera paradoja: el cosmopolitismo que entró en la historia con el fin de los prejuicios y los aranceles, con la apertura de las mentes y las fronteras, sumirá a la humanidad en la degradación solipsista y la indolencia particularista. Cualquier fraternidad prometida se desecha al cabo, porque nada sólido ni estable hermana al hombre libre con su prójimo. Su deseo se agota en su discurso, y si alguna vez acontece en forma de acción extraordinaria, bien la reputan irrelevante por no serles acostumbrada, o bien la admiran alucinados, incapaces de comprenderla.
Por tanto, mientras la inteligibilidad de la política dependa de la equivalencia entre las unidades de producción y las de decisión, pues no otra cosa es la democracia liberal, habrá que volver a Mandeville y a la retórica de los resultados concretos frente a los desacreditados ideales, tan difusos y quijotescos. Con todo, aquel que hace el bien por egoísmo no merece alabanza. Además, no todas las acciones egoístas son socialmente aceptables. Sólo los fines directos e intencionales son susceptibles de evaluación moral. La sociedad que elogia aquello que no puede juzgar (por no ser libre) es aquí la misma que desprecia lo que no puede elogiar (por no ser racionalizable). Y, carcomidos sus cimientos por esta contradicción procedente de una paradoja triple, está destinada a sucumbir a la menor sacudida.
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Propter Sion non tacebis