Universo y semicausalidad




Lo acausal puede dar lugar a lo causal fuera del orden de la naturaleza sin contradecirlo, y ello en la medida en que opera desde un orden superior, radicalmente desemejante a aquel sobre el que influye. La acausalidad es la ausencia total de causas, no el hecho de que en uno de los extremos de la cadena causal no haya causa, por ser inicio de la misma.

Por lo demás, quien sostiene que hay en un mismo universo sucesos causados e incausados no sabe lo que es un universo. Spinoza argumenta que de una definición sólo se sigue la naturaleza simple de la cosa definida. Así, de la sola definición de triángulo no puede derivarse la existencia de una multiplicidad de triángulos, sino que se requiere una causa por la que lo uno decante hacia lo múltiple. Otro tanto sirve para el universo, de cuya definición puede deducirse la ligazón de sus partes, pero no que haya ciertos universos desligados unos de otros, esto es, un universo causal dentro de la ligazón y un universo acausal fuera de ella. Luego, si no se sigue de su definición en tanto que universos, se seguirá de una causa común a ambos, y existiendo tal causa no cabrá hablar de acausalidad en ninguno de ellos.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Ab initio




El universo tiene causa o es eterno.

Si el universo es eterno, carece de causa primera; si carece de causa primera, no ha lugar a observar en él causas segundas, pues lo causal no puede surgir de lo acausal, ni lo móvil de lo inmóvil, salvo sobrenaturalmente; si no posee causas segundas, es por completo ajeno a la causalidad. Ahora bien, esto es falso en nuestro universo, ya que no hay duda de que procede con gran regularidad en algunos casos. Por consiguiente, ha de predicarse en él una causa primera.

Si el universo tiene causa, ésta es material o inmaterial. Toda causa material es divisible; si es divisible, es corruptible; si es corruptible, no es eterna; si no es eterna, la precedió o bien la nada o bien otra causa; si fue otra causa antes que ella, no es causa primera; y si la precedió la nada, habrá que sostener que la nada es causa de todo y que no hay verdadera causalidad. Pero esto es como decir que A es no A, y por tanto se descarta. Sólo queda la opción de una causa primera inmaterial.

domingo, 19 de diciembre de 2010

Ciegos




Senza dubbio noi qua basso facciamo il gioco de la cieca, e representamo comedie alle creature de la corte celeste, e li bruti e piante ci aiutano a fornirla fra li theatri del mare e della terra; (...) E sì come lo spirito caldo di bruti, quasi ignorando la sua origine, desidera questo gioco que fa, così la mente nostra si diletta di questa comedia, per non conoscer meglio; ma chi è persuaso dell'altra vita migliore, grida: "Cupio dissolvi". Ma è necessario che un giorno tutti spogliati de le mascare che portiamo che sono i corpi e gl'affetti loro, habiamo a ricevere da Dio laude o castigo secondo chi meglio fece e disse il suo detto e atto. Io trovo tra noi rade volte essere sacerdote quel che è di animo pio e santo, ma spesso li Caifa e li Iasoni; né esser re chi ha reggio animo, ma chi la fortuna, cioè la nostra ignoranza, ha fatto re; né li buoni haver bene, né li mali male, ma come disse Salomone: "Vidi neque velocium esse cursum neque fortium bellum neque sapientum panem, neque artificum gratiam, sed tempus casumque in omnibus" (Ecl. 9:11). Dunque siamo vestiti altri di veste sacerdotale, altri regia, altri plebea, altri schiava, altri santa, altri empia; ma poi quandoci spoglieremo si vedrà tutto il roverso. Perché non è pittore chi ha pennelli e colori, et imbratta le mura, ma chi saperia pingere, benché non habbia li strumenti; né habito fa monaco. Dunque non è re chi ha regno, ma chi sa regnare; né nobile chi è figlio di nobile, ma chi ha animo nobile. Così come in tragedia non è Agamennone chi rapresenta la sua persona, né Tersite chi di Tersite si veste, né Hecuba chi si veste di reina vecchia e sconsolata. Dunque la politica nostra ha forza mentre dura questa comedia, ma è forza che si finisca.

(...)

Di più si vede che gl'huomini si fanno dei e gl'idoli cose vive, et altri adorò serpi, altri il fuoco, altri le stelle. Dunque giocamo tutti alla cieca, e sendo trascorsi a bestemie tali, era bene che Dio n'avvisasse, e poi ci lasciò fornir la comedia. Ma già veggio le scene votarsi, e le tende scommoversi: sarà dunque fine. Perché conviene allo sommo bene levar questa apparenza di male anchora dagl'effetti suoi, e questi gusti di Venere e di Baco, che, come habiam mostrato, son affani temprati in qualche diletto per burlarci, han da finire. Dunque la generazione e corruttione fine haverà, e la contrarietà che la mantiene.

(...)

Ma l'huomo cieco che non mira l'eterno, si scandaliza invano, si duole del punto, e non gode de l'ampio theatro delli beni sacri.

Campanella

* * *


El hombre es naturalmente crédulo, incrédulo, tímido, temerario.

El hombre no es más que un sujeto lleno de error natural, e inefable sin la gracia. Nada le muestra la verdad. Todo lo engaña. Estos dos principios de verdad, la razón y los sentidos, además de que a cada uno de ellos les falta sinceridad, se engañan recíprocamente el uno al otro; los sentidos engañan a la razón con falsas apariencias. Y esta misma fullería que ellos traen en el alma, la reciben de ella a su vez; en revancha. Las pasiones del alma los enturbian y les entregan impresiones falsas. Ellos mienten y se engañan a porfía.

(...)

Nadie tiene seguridad, fuera de la fe, de si vela o duerme, en vista de que durante el sueño creemos vigilar tan firmemente como si de verdad lo hiciéramos. Como es frecuente soñar que soñamos, amontonando un sueño sobre otro, ¿no es posible pensar que esta mitad de la vida no es ella misma más que un sueño en el que se injertan otros, de los que despertamos con la muerte, y durante la cual consideramos tan poco los principios de la verdad y del bien como durante el sueño natural? Toda esta circulación del tiempo, de la vida, y estas diversas impresiones que sentimos, estos diferentes pensamientos que nos agitan, podrían ser sólo ilusiones semejantes al transcurrir del tiempo y a los vanos fantasmas de nuestros sueños. Creemos ver espacios, figuras, movimiento; sentimos fluir el tiempo, lo medimos, y, en fin, actuamos igual que durante la vigilia. De suerte que, al pasarnos la mitad de la vida durmiendo, por propia confesión, estamos en un estado en el que, aún cuando no nos lo parezca, no tenemos idea alguna de lo verdadero y todos nuestro sentimientos son ilusiones. ¿Quién sabe si esta otra mitad de la vida en la que creemos estar despiertos no es otro sueño un poco diferente del primero? ... ¿Quién duda de que si soñáramos en compañía, y por azar los sueños estuvieran de acuerdo, lo que es bastante frecuente, y si veláramos en soledad, nos creeríamos las cosas invertidas?

(...)

¿Qué quimera es, pues, el hombre?, ¿qué novedad, qué monstruo, qué caos, que sujeto de contradicciones, qué prodigio? Juez de todas las cosas, imbécil gusano de tierra, depositario de lo verdadero, cloaca de incertidumbre y desecho del universo.

(...)

Conoced, pues, soberbios, qué paradoja somos para nosotros mismos. ¡Humillaos, razón impotente! Callad, naturaleza imbécil, aprended que el hombre supera infinitamente al hombre y escuchad, de vuestro maestro, vuestra condición verdadera, que ignoráis.

Escuchad a Dios.

Pascal

viernes, 17 de diciembre de 2010

Pensamientos




Aunque no hubiera creyentes, todo ser racional está obligado a preguntarse si Dios existe y a dudar de ello hasta que el peso de las razones lo incline más de un lado que del otro. La posición natural es la ignorancia escéptica, no la afirmación o la negación, que conllevan algún tipo de conocimiento concluyente o presunción bien fundada sobre el todo. Afirmar que Dios no existe es tan teológico como asegurar lo contrario. Lo único verdaderamente ateológico es evitar pronunciarse. Por ende, sólo el escéptico es un verdadero ateo, mientras que el ateo es un teísta invertido.

Se engaña quien crea que por negar algo no está afirmando nada, o quien suponga que hay afirmaciones sobre el mundo que no requieren prueba. Para afirmar la existencia de un objeto físico, al alcance de los sentidos, basta con mostrarlo y cerciorarse de que no se trata de una ilusión. Pero para hacer lo propio con un objeto intelectual, como Dios o un ente del que se predique la infinitud, hay que razonar. Así obra el principio de razón suficiente: todo tiene una razón de ser, visible o invisible, y es indiferente el modo en que lo expresemos, ya sea afirmando, ya negando. Ahora bien, todo lo relativo a Dios y a la causa primera remite a un infinito potencial. Por tanto, quienquiera que trate sobre estas cuestiones no está exento de presentar prueba.

Lo dicho es aplicable a toda entidad que o bien no sea física y guarde alguna relación racional con el mundo, o bien sea física y remita a un infinito potencial, el cual conlleva forzosamente una suposición del intelecto. Una tetera que orbite a una distancia tal que resulte indetectable para nosotros es completamente superflua y no guarda una relación racional con el mundo, pues nada explica, como sí lo hace un Dios del que se afirma es causa primera del mismo. Por otro lado, universo es sólo una palabra con la que nos referimos al fragmento del universo que vemos y nos esforzamos por entender, del que podemos establecer algunas leyes y regularidades, pero también a todo lo que no vemos en él y estamos obligados a presuponer en un sentido u otro; por ejemplo, su eternidad o su origen en el tiempo. Luego, siendo estrictos, ni Dios ni el universo son objetos físicos, el uno por su propia definición y el otro por la limitación de nuestros sentidos. Es por ello absurdo tratar cuestiones metafísicas como si fueran físicas.

La termodinámica, según la cual la materia ni se crea ni se destruye, nos induce a pensar que nada de lo que existe posee en sí mismo la razón para empezar a ser o dejar de ser; señala la contingencia de todos los fenómenos. En consecuencia resulta impensable, en base a la misma termodinámica, que el universo sea por sí mismo, es decir, sin comienzo y sin causa fuera de sí. Si la materia no es creada, preexiste. Si preexiste, o es por su propia virtud -puede autocrearse- o es por la de otro ente -es causada. Si el ente es inmaterial, diremos que no sólo hay causación, sino también creación. La tercera alternativa es que materia y energía surjan de la nada. Ahora bien, en ese caso también Dios puede surgir de la nada y no cabrá pedirme prueba alguna de su existencia.

Pero la divinidad no es menos capaz de acceder al corazón del hombre sin demostraciones, intuitivamente. El rechazo hacia el Dios personal es un capricho del sentimiento y no una conclusión asentada en razones. ¿Acaso creer en un Dios que ignora las plegarias es más razonable que creer en uno que las atiende? ¿Es más creíble para un ateo un Hefesto cojo que un Hermes alado? Homero invocaba a la Musa para que sostuviese su debilidad; Pitágoras escuchaba la inaudible sinfonía de las esferas; Sófocles, por boca de su Antígona, se estremecía ante el enojo de los dioses; y Sócrates juraba tener un demonio personal del que recibía admoniciones y consejos. Si Epicuro se creyó libre de toda tutela sobrenatural no fue por estimarlo más plausible, sino más soportable.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Azar




Represéntome todos estos globos, estos tremendos cuerpos en movimiento; no se estorban unos a otros, no colisionan, no se desvían: si el más pequeño de ellos viniera a desmentirlo yendo al encuentro de la Tierra, ¿qué sería de la Tierra? Todos, por el contrario, están en su lugar, permanecen en el orden que les ha sido prescrito, siguen la ruta que se les ha marcado, de un modo tan pacífico a nuestros sentidos que nadie tiene un oído lo bastante fino para escucharlos avanzar, y que el vulgo no repara en que existen. ¡Oh economía maravillosa del azar! ¿Podría la propia inteligencia lograr algo mejor? Una sola cosa, Lucilio, me amohína: estos grandes cuerpos son tan precisos y constantes en su marcha, en sus revoluciones y en todas sus relaciones, que un pequeño animal relegado en una esquina de este espacio inmenso que llamamos el mundo, tras observarlos, se ha hecho con un método infalible para predecir en qué punto de su curso se encontrarán todos los astros en dos, en cuatro, en veinte mil años. He aquí mi escrúpulo, Lucilio; si es por azar que observan reglas tan invariables, ¿qué es el orden? ¿Qué es la regla?


La Bruyère

El amor y lo absoluto


El amor de nosotros mismos no puede pecar más que en su exceso o en su orientación. Se precisa, pues, que su desorden consista en que nos amemos demasiado, en que nos amemos mal, o en uno y otro de estos defectos a la vez.

Que el amor de nosotros mismos no peca por exceso síguese de que está permitido amarse cuanto se quiera, siempre que uno se ame correctamente. En efecto, amarse a uno mismo es desear el propio bien, es temer el propio mal, es desear la propia felicidad. Con todo, admito que a menudo acontece que se desea demasiado, que se teme demasiado, y que se apalabran compromisos con el placer propio, o con aquello que con demasiado ardor es tenido por la felicidad propia; mas reparad en que el exceso radica en el defecto presente en el objeto de vuestras pasiones, y no de la desmesura del amor de vosotros mismos. Lo muestra el hecho de que podéis y debéis también desear sin límites la soberana dicha, temer sin límites la soberana miseria, y que habría igualmente desorden en poseer sólo deseos limitados hacia un bien infinito.

En efecto, si el hombre no debiera amarse más que en una medida limitada, el vacío de su corazón no sería infinito, y si el vacío de su corazón no fuera infinito, se concluiría que no habría sido hecho para la posesión de Dios, sino para la posesión de objetos finitos y limitados.

No obstante, la religión y la experiencia nos informan por igual de lo contrario. Nada es más legítimo ni más justo que esta insaciable avidez, que hace que tras la posesión de las ventajas mundanas busquemos todavía el soberano bien. De todos quienes lo han buscado en los objetos de esta vida, ninguno lo ha hallado. Bruto, que hizo una profesión particular de sabiduría, creyó no equivocarse buscándolo en la virtud; pero, puesto que amaba la virtud por sí misma, mientras que ésta nada tiene de amable ni de loable salvo en relación a Dios, culpable de una bella y espiritual idolatría, no fue por ello menos groseramente confundido, viéndose obligado a reconocer su error al morir, cuando exclamó: ¡Oh, Virtud! Reconozco que no eres más que un miserable fantasma, etc.

Esta insaciable avidez del corazón humano no es, pues, ningún mal. Se requería que existiera a fin de que los hombres se encontrasen por ella dispuestos a buscar a Dios.

Ahora bien, lo que en sentido figurado y metafórico llamamos un corazón que posee una capacidad infinita, un vacío que no puede ser llenado por las criaturas, significa en sentido propio y literal un alma que desea naturalmente un bien infinito, y que lo desea sin límites, la cual no puede contentarse más que tras haberlo obtenido. Así pues, si es necesario que el vacío de nuestro corazón no sea llenado por las criaturas, es necesario que deseemos infinitamente; es decir, que nos amemos sin medida a nosotros mismos. Pues amarse es desear la propia felicidad.

Ciertamente, así como puede decirse sin errar que no se ama la criatura cuando se la ama sin límites, puesto que entonces se la emplaza en el trono del Creador, lo que es idolatría del espíritu, la más peligrosa de todas, de igual modo puede decirse que no se ama a Dios como al propio bien soberano toda vez que sólo se conciben por él tibios deseos, ya que con ello se hace descender a Dios al estado de las criaturas a causa de la impiedad de corazón, no menos criminal que su idolatría.

Ya se contemple a Dios como el propio bien soberano, ya se lo represente como un ser infinitamente perfecto, es siempre cierto que el vínculo que une a él no ha de ser limitado; y es con tal de que el hombre fuera de algún modo capaz de la posesión de este bien infinito que el Creador ha puesto una especie de infinitud en sus conocimientos y en sus acciones.

Sé bien que siendo nuestra naturaleza limitada, no es capaz, propiamente hablando, de albergar deseos infinitos en vehemencia. Mas si estos deseos no son infinitos en este sentido, lo son en otro; pues es cierto que nuestra alma desea según toda la extensión de sus fuerzas, de manera que si el número de los espíritus necesarios al órgano pudiera crecer al infinito, la vehemencia de sus deseos crecería al infinito igualmente; y que, en fin, si la infinitud no está en el acto, lo está en la disposición del corazón naturalmente insaciable.

Admito que si nos amásemos a nosotros mismos según razón, podríamos concebir que el amor de nosotros mismos sería limitado en la medida de nuestro corazón, dado que no encontramos una infinidad de razones en nuestro espíritu para amarnos. Mas el Autor de la naturaleza, cuya sabiduría ha hallado que no era preciso pedir a los hombres ser filósofos para que fueran celosos de su conservación, ha querido que amásemos por sentimiento; lo cual es tan cierto, que no es siquiera concebible que podamos sentir algún placer o goce sin amar necesariamente este "sí mismo" que es su sujeto; de suerte que mientras que hay una infinita variedad y una infinidad de grados distintos en el goce que podemos experimentar, no hay medida alguna en el deseo de la felicidad, donde este goce se manifiesta en esencia, ni la hay por consiguiente en el amor de nosotros mismos, que es el principio de este deseo.

Insisto en que si el hombre hubiera sido hecho para ser el rival de la Divinidad, no debería amarse sin medida, puesto que entonces el amor de sí mismo entraría en competencia con el amor divino: mas el hombre se ama naturalmente con tanta vehemencia sólo para poder amar a Dios. La medida desmedida del amor de sí mismo, y estos deseos como infinitos son los únicos lazos que lo vinculan a Dios, dado que, como he dicho ya, los deseos tibios no pueden unir el corazón del hombre más que con las criaturas, y que no es a Dios a quien se ama, sino a un fantasma que se forma en lugar de Dios cuando se lo ama mediocremente.

También es un gran extravío oponer el amor de nosotros mismos al amor divino, cuando aquél ya es de por sí ordenado. Ya que amarse a uno mismo como conviene es amar a Dios, y que amar a Dios es amarse a uno mismo como conviene. El amor de Dios es el buen sentido del amor a nosotros mismos, es su espíritu y su perfección. Cuando el amor de nosotros mismos se vuelve hacia otros objetos, no merece llamarse amor, y es más peligroso que el más cruel de los odios. Pero cuando el amor de nosotros mismos se vuelve hacia Dios, se confunde con el amor divino.

A fe mía que no hay nada tan fácil como demostrar invenciblemente lo que nuestras investigaciones nos han enseñado a este respecto. Pues tomando por ejemplo a los bienaventurados, que sin duda no aman demasiado ni demasiado poco, ya que se encuentran en un estado de perfección, pregunto si pueden amar a Dios sin límites sin sentir el goce de su posesión; y pregunto a continuación si puede sentirse el goce sin amarse a uno mismo en proporción al sentimiento experimentado.

No nos detengamos, pues, en absoluto en tales cuestiones vanas y contradictorias. ¿Aman los santos más a Dios que a ellos mismos? Cuánto me gustaría que se preguntase si se aman a ellos mismos más de lo que se aman a ellos mismos. Pues ambas expresiones poseen en el fondo el mismo significado, puesto que hemos hecho ver que amar a Dios es amarse en el sentido correcto, y que no amar a Dios es odiarse a uno mismo bajo cierto punto de vista.


Jacques Abbadie

Fines de la virtud



Ante Yves, hombre religioso, se presentó en el camino una mujer llevando fuego y agua; según dijo, iba a hacer arder el paraíso y a extinguir el infierno para que en adelante los hombres no sirvieran a Dios por temor del suplicio ni por la esperanza de la recompensa, sino por amor a Dios mismo. En efecto, hay que servir a Dios por Dios. Tal es la intención más recta, huir de los vicios no para escapar al infierno, seguir la virtud no para subir al cielo, sino en todo obedecer a Dios por Dios. Y aunque la virtud sea en sí misma la recompensa, no obstante al espíritu de intención tan recta no puede dejar de llegar la recompensa. Nadie trabaja para Dios de balde.


Jeremías Drexel

* * *





"Ipsa sui pretium virtus sibi", que la virtud es su propia recompensa, no es sino un frío principio, e incapaz de mantener nuestras variables resoluciones en un modo constante y fijo de bondad. Yo he puesto en práctica el honesto artificio de Séneca, y en mis retiradas y solitarias fantasías, para apartarme de la inmundicia del vicio, he imaginado para mí mismo la presencia de mis queridos y dignísimos amigos, delante de los cuales antes perdería la cabeza que ser vicioso: sin embargo, aquí hallé que no había nada sino honestidad moral, y esto no era ser virtuoso por el hecho de serlo, que es lo que debe recompensarnos al final. He tratado de alcanzar su gran resolución, ser honesto sin pensar en el cielo ni en el infierno: y en efecto hallé, por inclinación natural e innata lealtad a la virtud, que podía servir a ésta sin librea, mas no de esa manera resuelta y venerable, sino de un modo en que la fragilidad de mi naturaleza, por una fácil tentación, podría verse inducida a olvidarla. La vida y el espíritu de todas nuestras acciones es la resurrección, y el permanente convencimiento de que nuestras cenizas gozarán del fruto de nuestros piadosos esfuerzos; sin esto, toda religión es una falacia, y las impiedades de Luciano, Eurípides y Juliano no son blasfemias sino sutiles verdades, y los ateos han sido los únicos filósofos.

(...)

Doy gracias a Dios, y lo digo con alegría, porque nunca tuve miedo del infierno, ni jamás palidecí al oír describir ese lugar. He puesto mis mediaciones en el cielo de tal manera que casi he olvidado la idea del infierno, y más temo perder las alegrías del uno que sufrir la desdicha del otro: verse privado de aquéllas es un infierno cabal y no es preciso, a mi juicio, añadir nada para completar nuestras aflicciones. Esa terrible palabra nunca me ha refrenado de pecar ni debo a su nombre ninguna buena acción. Temo a Dios, pero no tengo miedo de él: sus merecedes me hacen avergonzarme de mis pecados más que sus juicios atemorizarme por ellos. Dichos juicios son el obligado y secundario método de su sabiduría, del que se vale sólo como último remedio y por invocación: un proceder más para disuadir al malvado que para incitar al virtuoso a rendirle culto. Me cuesta imaginar que haya habido alguna vez algún miedoso en el cielo; siguen el camino más expedito al cielo aquellos que servirían a Dios sin un infierno; otros mercenarios que se arrastran ante él de miedo del infierno, aunque se llamen a sí mismos servidores del Todopoderoso, no son en realidad sino sus esclavos.


Thomas Browne

lunes, 6 de diciembre de 2010

Sobre la moralidad mínima del poder


Una monarquía o cualquier suerte de aristocracia no quedan adulteradas por la práctica del secreto político, ya que en ellas, "ex theoria", el poder no es ejercido por todos ni en nombre de todos. A partir de aquí se nos presentan dos consideraciones obvias. Por un lado, la más llana razón práctica nos enseña la necesidad de que el poder soberano disponga en su brazo ejecutor de toda la información, la cual integra y hace posible su derecho natural a la acción gubernativa. Por el otro, en estricta lógica jurídica, nace la obligación en cada súbdito de proporcionar siempre dicha información al soberano o a sus ministros, y a nadie más, so pena de ser juzgado como traidor. Ahora bien, si el pueblo fuese auténticamente soberano, como prescribe la democracia, y la comunidad internacional en bloque pudiera llamarse democrática de un modo irreprochable, objetivo al que sin duda aspira en términos generales, no habría ningún individuo en todo el orbe (con la exclusión de los menores de edad y los incapaces) que no ostentase a la vez la obligación de proporcionar información política a sus conciudadanos y el derecho a recibirla de ellos. La cuestión crucial, sin embargo, es si la precisaría para obrar frente al mundo, pues sólo la acción unívoca y determinante "ad extra" define al poder soberano, o por el contrario vendría a recabarla en función de un simple derecho epistémico, el derecho a la verdad, a fin de deliberar consigo mismo de infinitas maneras y con incierto resultado, lo cual es la esencia del parlamentarismo. Ahora bien, siendo este derecho a ser informado propio de todo sujeto de una comunidad global perfectamente democratizada, se trata en consecuencia de un derecho del mundo y no frente al mundo, por lo que no caracteriza en modo alguno la única soberanía que merece ser referida con este nombre. A un soberano deliberante y no obrante, que sólo es capaz de racionalizar lo que va a acontecer de una manera u otra, yo lo llamo soberano retórico. De este tipo es la soberanía popular, invocable y legislable, pero sólo como ficción y al margen del ejercicio cotidiano de la política, que no radica en ilustrar al amigo y permitir que nos ilustre, sino en identificar al enemigo y prevenirse de él, lo cual exige el cauto silencio y el acecho en las sombras.

Entendido esto, debería ser claro para todos que las filtraciones que han venido alborotando el panorama internacional en las últimas semanas, con la supuesta pérdida de credibilidad de las instituciones y partes implicadas, no alcanzan el meollo de la soberanía y versan sobre la facultad de conocer -con el ojo ubicuo del periodismo y la lengua ubicua de internet como metáforas de una suerte de espíritu de lo verdadero, superente moral- antes que sobre la de obrar, mucho más vital y sensible. Se da por hecho que el pueblo no es un soberano "de facto", aunque conserve a juicio de muchos la casta para serlo y se encuentre, bajo el particular criterio de este discurso hegemónico, permanentemente secuestrado por oligarcas. Cuál sea la más pura democracia y la más digna de estima, partiendo de lo democrático como lo originario-bueno, dependerá para estas cabezas de hasta qué punto se crea viable la sustitución del principio primario o activo de la soberanía por su principio secundario o reflexivo. Es decir, de en qué medida se confíe en disolver los presupuestos de la acción, a saber, los fines e intereses del Estado, cuyo mantenimiento justifica la existencia de un poder soberano, en el ácido de la deliberación y su ambiguo escepticismo, que al mismo tiempo que reclama que todo se discuta y se elucide, carece de una ética unitaria por su misma caracterización pluralizante y agonística. Luego sólo una democracia corrupta en sus principios, parcial y fundamentalmente hurtada al debate y al escrutinio, donde quepan a diario el silencio, la simulación y el engaño como precondiciones para el mantenimiento del poder, al que se subordinan cualesquiera otras expectativas racionales o humanistas, se salvará de ser una democracia utópica y una anarquía enmascarada. Una tal quimera ni se da hoy ni se puede dar en el futuro, pues dejaría de ser en el preciso instante en que empezase a ser, confundiéndose los fines con el instrumento y el todo con sus partes inorgánicas. Si lo que se pretende, en fin, es que, una vez rasgados todos los velos gracias a la mirada omniabarcante del cuarto poder, sea el pueblo el mandatario y portavoz de sí mismo según sus humores inmediatos, ya de forma directa o a través de una potestad de veto universal, se pretende la anarquía, es decir, que la propia noción de poder quede enervada y devenga impracticable. Así, todo derecho público se vería reducido a las relaciones de fuerza y coerción propias del estado de naturaleza: la primitiva y brutal ingenuidad por la que suspira el lunático Assange.

En suma, el poder sólo exige una moralidad mínima para mantenerse, y es el respeto en la medida de lo posible a la ley y a los pactos con fuerza de ley. El soberano tiene un derecho natural a mentirnos por mor del orden, como vio Maquiavelo, no obstante este autor se equivocase al desvincular poder y moral. La moral y el poder proceden de fuentes diferentes, pero pueden y deben converger en una determinada praxis política. Platón distinguió en su República a los obreros de los príncipes guardianes y los filósofos, estableciendo así una separación entre la clase que obedece, la que ejecuta y la que aconseja. A quien ejecuta se le exige fidelidad, no veracidad (o no necesariamente); al que aconseja, fidelidad y veracidad; a quien obedece, fidelidad, veracidad y sumisión. De ahí que deba reputarse perverso todo intento de sustraer al poder de la influencia de la moral extralegal, esto es, de la religión, ya que por sí mismo no está obligado a ser moral más que de un modo muy limitado, mientras que los cultos y las ascesis se deben por su propia naturaleza a la verdad y al rigor.

Meridiano interior


La Tierra es un punto no sólo con respecto a los cielos por encima de nosotros, sino de la parte celestial y etérea dentro de nosotros; la masa de carne que me rodea no limita mi mente; la superficie que dice al cielo que tiene un fin no puede convencerme de que yo lo tenga; creo que mi círculo es superior a trescientos sesenta; aunque el número del arca mida mi cuerpo, no contiene mi alma; mientras estudio para hallar cómo soy un microcosmos, o pequeño mundo, hallo que soy algo más que el grande. Hay sin duda una parte divina en nosotros, algo que existía antes que los elementos y no debe homenaje alguno al sol.


Thomas Browne