Nietzsche observaba una contradicción en que, sacrificándote, te desprecies a ti mismo y ames a los demás, pues con ello, si no obras como un imbécil, admites tu abyecta inferioridad y, por ende, que tu amor al prójimo se sustenta en tu propia vileza. Por consiguiente, tanto más amarás cuanto más miserable seas, de donde cabe inferir que el más altruista de los hombres será también el más insignificante de ellos. No escapó al filósofo que para evitar esta conclusión hay que superar a la humanidad, lo cual conlleva o bien amarte a ti mismo y despreciar a los demás en la medida en que no te sean útiles, o bien creer en el buen Dios y con Él ser bueno.
Dada la incongruencia que supone para el materialista creer en Dios o, lo que es lo mismo, obrar como si éste existiera, es imperativo que aspire a la superhumanidad, la cual está más allá de todo deber moral, o sucumbiendo al instinto del rebaño se hunda en la infrahumanidad.
Así, no puede existir el menor bien moral sin que a su vez se dé el mayor, esto es, el Bien moral puro. Aunque se replique que nada obsta a la existencia de lo rojo o lo rojizo sin que debamos concebir un rojo puro y eterno, la comparación es inadecuada. Porque, así como los fenómenos no necesitan fundarse más que en la apariencia, la razón sólo puede encontrar apoyo en la razón. Un bien moral que no precise de razones será subjetivo, superfluo y pasajero; fe ciega, moneda para pagarme a mí mismo. Mas, si precisa de ellas, éstas a su vez precisarán de otras, hasta que una razón absoluta cierre el sistema.
Lo absoluto pertenece a Dios y a la religión, no al hombre y su ciencia.
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Propter Sion non tacebis