Hay dos condiciones de existencia mutuamente excluyentes: empezar a ser o ser eterno. Empezar a ser es ser por otro, mientras que ser eterno es ser en sí.
De lo anterior se desprende que si algo no empieza a ser ni es eterno no puede existir.
Por otro lado, la condición que permite existir debe tenerse en todo momento, so pena de dejar de existir desde el momento en que se carece de ella.
De este modo, vemos que lo que empieza a ser conserva siempre esta condición, ya que en ningún momento de su existencia es enajenado del hecho de que ha empezado a ser.
Asimismo, lo que es eterno debe conservar siempre dicha condición, es decir, debe ser eterno en cada momento en que existe y no mediante la suma de todos los momentos que componen la eternidad. Si lo eterno lo fuera por adición de momentos y no de un modo inherente, tendría el ser en otro, a saber, en la suma de los momentos, y no en sí mismo. De donde se sigue que, al no empezar a ser ni ser sempiterno, no existiría en absoluto.
Por consiguiente, si el universo carece de comienzo, debe ser sempiterno, puesto que existe. Esto es, debe estar más allá de la sucesión de momentos que constituye el tiempo y, por el mismo motivo, más allá de la extensión, que permite que se introduzca el cambio de un momento respecto al anterior. En otras palabras, un universo sempiterno debe ser un átomo infinitamente pequeño, intemporal e inextenso.
Ahora bien, dado que el universo que conocemos no es un átomo infinitamente pequeño, el naturalista ha de estar en disposición de demostrar la transición de lo intemporal a lo temporal y de lo inextenso a lo extenso. Esta transición es un gran salto metafísico y no puede fundamentarse racionalmente desde el propio universo, como ya hemos explicado. Por tanto, la misma es contra razón si asumimos que nada existe salvo el universo, o bien está más allá de la razón si la vinculamos a un ente distinto del universo, ya sea un dios o un demiurgo.
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Propter Sion non tacebis