I.
Todo existir tiene dos vertientes: el obrar como conservarse y el obrar como desplegarse, esto es, el ser substancial, que es ser uno con uno mismo, y el ser actual, que es ser uno con otros.
Esta dualidad es una constante en todo lo existente: en lo más alto y en lo más bajo, en este universo y en todos los universos posibles. Así, la realidad consta de la forma, que es el ser substancial o ser igual a sí mismo, y de la materia, que es el ser actual o ser extenso junto con la forma. La materia y la forma no son nada tomadas por separado, resultando de su unión un ser distinto de ambas.
Y es inevitable que así sea. Pues, si el universo no se conserva y no es uno consigo mismo, no es nada. Y si no es uno con otros no es múltiple, sino que es o bien un ente completamente estático y sin partes o bien una amalgama de entes completamente inconexos.
Análogamente, el hombre consta del alma, su ser substancial, y del cuerpo, su ser actual, siendo la humanidad la unión metafísica del alma y el cuerpo, que como tal es irreductible a uno de los dos extremos y distinta de ambos, puesto que no es una mera suma sino una interacción.
Tal ha de predicarse también de la naturaleza de Dios. Su ser substancial, el Padre, genera su ser actual, el Hijo, sin que el uno pueda concebirse como parte del otro (ya que en Dios no hay composición) ni como existente sin el otro, del mismo modo que no se concibe en lo extenso la existencia de la forma sin la materia o de la materia sin la forma, ni en el hombre la existencia del alma sin el cuerpo o del cuerpo sin el alma. La unión de ambas hipóstasis divinas, el Espíritu Santo, es una realidad no reductible a ninguna de ellas y es divina en sí misma, ya que procede de Dios sin medio.
II.
Lo anterior prueba que la dualidad mencionada debe darse en el universo, por lo que constituye un argumento persuasivo de que también puede darse en Dios. Pero no es un argumento demostrativo, toda vez que Dios podría ser en ello una excepción al resto de entes, como lo es por lo demás en tantas otras cosas. En efecto, alguien podría preguntarse hacia dónde o hacia qué puede desplegarse Dios, si no hay nada más allá de él. Sin embargo, esta demostración no escapará a quien no sea completamente ignorante en teología.
Supóngase un dios que tenga el ser uno con uno mismo y, existiendo en su absoluta unicidad, no tenga el ser uno con otros. Tal dios adquirirá el ser uno con otros cuando cree en el tiempo, por lo que acaecerá en él un accidente. Luego no será inmutable. Para evitar esta consecuencia, deberá negarse a la divinidad la posibilidad de crear. Luego no será omnipotente. Por tanto, para que la inmutabilidad y la omnipotencia se mantengan incólumes en Dios, Dios debe tener el ser uno con otros desde la eternidad, lo que conlleva ser doble. Ahora bien, dado que Dios es uno por su propia noción de ser necesario, inextenso e intemporal, la duplicidad debe resolverse mediante una segunda unidad, que es una en su unir lo dual, pues sólo obra lo que es uno, y distinta de lo que une, pues nada se obra a sí mismo.
Negamos que se dé en Dios un cambio a posteriori al crear, pues es el acto puro y nada se le añade cuando obra. Pero, de no tener el ser con otros en su propia noción y adquirirlo más tarde, sí se daría un cambio a priori, esto es, una mutación subrepticia en su concepto, y con ello una contradicción, si éste incluye su relación con lo creado, como sin duda es el caso al tratarse de un dios creador.
El ser uno con uno mismo es la unidad. El ser uno con otros es la multiplicidad. La unión de ambos es la numeralidad. Para que el uno sea un número debe darse lo no-uno. Si no se da, el uno no es un número. Y si se da en el tiempo y no eternamente, el uno no es siempre lo que es, es decir, es contradictorio y no es nada.
Así, para que Dios sea creador y su noción no mute al crear, su ser con otros debe darse desde siempre; no como mera posibilidad, sino de manera actual y perpetua. Si tal ser surge de Dios y sólo de Dios, debe ser Dios. Y si ambos son Dios deben ser uno y no una multitud, es decir, deben estar unidos por Dios mismo, ya que si otro distinto los uniera no serían uno.
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Propter Sion non tacebis