viernes, 20 de febrero de 2009

Locke y su posteridad-II




De Maistre no se conforma con el escarnio de las habilidades filosóficas de Locke, en contraste con lo mucho que se las sobreestimó (al margen: ¿qué diría hoy de un Dawkins?). Ha denunciado ya el escaso mérito del inglés y lo desproporcionado de su reputación, atribuyendo la anomalía al esfuerzo propagandístico del patriotismo británico y el materialismo continental, que trabajaron al alimón a fin de contrarrestar la marea racionalista y el teísmo a ella asociado (brecha abierta, al menos, desde la polémica entre Leibniz y Newton sobre el tiempo y el espacio como categorías relativas o absolutas). Llegado a este punto, por no parecer un censor malicioso y huero, ofrece una impugnación breve y contundente de los pilares principales del pensador empirista, que es al mismo tiempo una exposición elegante de la doctrina platónica de las ideas. Se excusa, con todo, por no poder ocuparse sistemáticamente en una taxonomía de los errores lockeanos -no se olvide que las discusiones se desarrollan supuestamente entre tres amigos que se reúnen en sucesivas veladas- y anuncia que tal vez haya un hombre "de talento superior" que tome en un futuro esa tarea para sí. Ese hombre fue Leibniz un siglo atrás con los Nuevos Ensayos (va un capítulo en el enlace), aunque su publicación póstuma y tardía impidiera su correcta difusión, como prueba la laguna en este extremo de alguien tan preparado como De Maistre.

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EL CONDE.- ¡Lástima que no tenga yo tiempo para profundizar toda su teoría de las ideas simples, complejas, reales, imaginarias, adecuadas, etc., que provienen, las unas, de los sentidos, y las otras, de la reflexión! ¡Que no pueda yo, sobre todo, hablaros a mi gusto de esas ideas arquetipos (o modelos), palabra sagrada para los platónicos, que la habían colocado en el cielo, y que ese imprudente británico sacó sin saber lo que hacía! (...) Locke es quizá el único autor conocido que se ha tomado el trabajo de refutar su libro entero, o de declararlo inútil desde el principio, diciéndonos "que todas nuestras ideas proceden de los sentidos o de la reflexión". Pero ¿quién ha negado nunca que ciertas ideas proceden de los sentidos y qué es lo que Locke quiere enseñarnos?

El número de simples percepciones es nulo comparado con las innumerables combinaciones del pensamiento, y queda con esto demostrado desde el primer capítulo del segundo libro que la inmensa mayoría de nuestras ideas no procede de los sentidos. Pues ¿de dónde viene? La cuestión es embarazosa, y de ahí dimana que sus discípulos, temiendo las consecuencias, no hablan ya de la reflexión, lo que está muy bien hecho. Habiendo Locke principiado su libro sin reflexión y sin ningún conocimiento profundo de la materia, no es extraño que constantemente haya delirado. Desde luego había sentado por tesis que todas nuestras ideas proceden de los sentidos o de la reflexión.

Perseguido por su obispo, que le acosaba muy de cerca, y tal vez por su conciencia, convino, al fin, en que las ideas generales (que constituyen ellas solas el ser inteligente) no procedían ni de los sentidos ni de la reflexión, sino que eran invenciones y creaciones del espíritu humano. Porque, según la doctrina de ese gran filósofo, el hombre forma las ideas generales con las ideas sencillas como forma un buque con tablas; de suerte que las ideas generales más elevadas no son más que colecciones, o como dice Locke, que busca siempre las expresiones ordinarias, compañeras de las simples ideas. Si queréis poner en práctica estos altos conceptos, considerad, por ejemplo, la iglesia de San Pedro en Roma. Es una idea general pasadera. En el fondo, todo se reduce a piedras, que son las ideas sencillas. No es gran cosa, como veis; y con todo eso, el privilegio de las ideas sencillas es inmenso, puesto que Locke ha descubierto que son reales todas, exceptuando todas.

No exceptúa de esta pequeña excepción más que las primeras cualidades de los cuerpos. Mas os ruego que admiréis aquí la marcha luminosa de Locke: sienta, desde luego, que todas nuestras ideas proceden de nuestros sentidos o de la reflexión, y aprovecha este aserto para decirnos que entiende por reflexión "el conocimiento que adquiere el alma de sus diferentes operaciones". Aplicándolo en seguida a la tortura de la verdad, confiesa "que las ideas generales no proceden de los sentidos ni de la reflexión, sino que son creadas" o, como ridículamente dice, "inventadas" por el espíritu humano. Luego, toda vez que la reflexión acaba de ser expresamente excluida por Locke, resulta que el espíritu humano "inventa" las ideas generales "sin reflexión"; es decir, "sin conocimiento alguno o examen de sus propias operaciones". Pero toda idea que no proviene del comercio (o trato) del espíritu con los objetos exteriores ni del trabajo consigo mismo, pertenece necesariamente a la sustancia del espíritu. Hay, pues, ideas innatas o anteriores a toda experiencia: no veo consecuencia más inevitable; pero esto no debe admirar.

(...)

En vano Locke, siempre interiormente agitado, quiere hacerse ilusiones con la declaración expresa de que "no porque se niegue una ley innata significa esto que se niegue una ley natural; es decir, una ley anterior a toda ley positiva". Esto es, como ya veis, un nuevo combate entre la conciencia y la porfía. ¿Qué es, efectivamente, esa ley natural? Y si no es ni positiva ni innata, ¿qué es? Que nos indique un solo argumento contra la ley innata que no tenga la misma fuerza contra la ley natural. "Esta -nos dice- puede ser reconocida por la sola luz de la razón, sin necesidad de una revelación positiva". Pero ¿qué quiere decir la "luz de la razón"? ¿Viene de los hombres?, es positiva; ¿viene de Dios?, pues es innata. Si Locke hubiera tenido más penetración o más cuidado, o mejor buena fe, en lugar de decir "tal idea no está en el espíritu de tal pueblo, luego no es innata", hubiera dicho al contrario, "luego es innata para todo hombre que la posee"; porque es una prueba que, si no preexiste, no le darán nunca origen los sentidos, puesto que la nación o pueblo que carece de ella tiene también sus cinco sentidos como las demás; y hubiera indagado cómo y por qué tal o cual idea ha podido ser destruida o desnaturalizada en el espíritu de tal familia humana. Pero está muy lejos de un pensamiento fecundo el que se deja llevar nuevamente hasta llegar a sostener que un solo ateo en el Universo le bastaría para negar legítimamente que la idea de Dios sea innata en el hombre; es decir, que un solo niño monstruoso nacido sin ojos, por ejemplo, probaría que la vista no es natural al hombre; pero nada detenía a Locke. ¿No os ha dicho intrépidamente que la voz de la conciencia nada prueba en favor de los principios innatos, visto que cada uno puede tener la suya?

Es cosa muy extraña que no haya sido nunca posible hacer entender ni a ese gran patriarca ni a su triste posteridad la diferencia que se advierte entre la ignorancia de una ley y los errores admitidos en la aplicación de esta misma ley. Una mujer india sacrifica a su hijo recién nacido a la diosa Gonza. Dicen ellos: "luego no hay moral innata"; al contrario, es preciso que se diga: "luego es innata", puesto que la idea del deber es muy poderosa en esta desgraciada madre para determinarla a sacrificar a ese deber el sentimiento más tierno y más poderoso del corazón humano. Abraham obtuvo un mérito inmenso al resolverse a ese mismo sacrificio, que creía, y con razón, realmente mandado; precisamente decía como la mujer india: "La Divinidad ha hablado; es preciso cerrar los ojos y obedecer". El uno, humillándose ante la autoridad divina, que sólo quería probarle, obedecía a una orden sagrada y directa; la otra, ofuscada por una superstición deplorable, obedece una orden imaginaria; pero en el uno y en la otra la idea primitiva es una misma: es la del deber, llevada a su más alto grado. ¡Debo hacerlo!: esa es la idea innata, cuya esencia es independiente de todo error en la aplicación. Los errores que los hombres cometen cada día en sus cálculos, ¿probarían acaso que no tienen idea del número? Luego si esta idea no fuese innata, nunca podrían adquirirla, nunca se engañarían, porque engañarse es separarse de una regla anterior y conocida. Lo propio sucede con las demás ideas, y añado, lo que me parece claro de suyo, que sin esta suposición se hace imposible comprender al hombre; es decir, la unidad o la especie humana, y, por consiguiente, ningún orden relativo a una clase dada de seres inteligentes.

(...)

Toda doctrina racional está fundada en un conocimiento anterior, porque el hombre nada puede aprender sino por lo que sabe. Partiendo, pues, siempre del silogismo y la inducción de principios asentados, como ya conocidos, preciso es confesar que antes de llegar a una verdad particular la conocemos ya en parte. Mirad, por ejemplo, un triángulo concreto o tangible: seguramente lo ignorabais antes de verlo; no obstante, conocíais ya no este triángulo, sino el triángulo o la trigonometría; y ved de qué manera puede conocerse e ignorarse una misma cosa bajo diferentes aspectos. Si se niega esta teoría, viene uno a caer en el dilema insoluble de Menón y de Platón, y se verá obligado a convenir en que, o el hombre nada puede aprender, o que todo lo que sabe no es más que una reminiscencia. Negándose a admitir estas ideas primeras ya no hay demostración posible, porque faltan los principios de donde pueda derivarse. En efecto: la esencia de los principios está en que sean anteriores, evidentes, no derivados ni demostrables y causados respecto a su conclusión; de otro modo necesitarían ellos mismos ser demostrados; es decir, que dejarían de ser principios, y sería preciso admitir lo que la escuela llama los progresos al infinito; cosa imposible. Observad, además, que esos principios en que se fundan las demostraciones han de ser, no sólo conocidos naturalmente, sino más conocidos que las verdades descubiertas o halladas por su medio, porque "todo lo que comunica una cosa lo posee necesariamente en mayor medida respecto al objeto o materia que la recibe"; y así como, por ejemplo, el hombre a quien amamos por amor de otro es siempre menos amado que éste, del mismo modo toda verdad adquirida es menos clara para nosotros que el principio que nos la ha hecho visible, siendo el que ilumina por naturaleza más luminoso que el iluminado; no basta, pues, creer en la ciencia, es preciso creer más en el principio de la ciencia, cuyo carácter es ser a la vez necesario y necesariamente creído; porque la demostración nada tiene que ver con la palabra exterior y sensible que niega lo que quiere; ella procede de esta palabra más prufunda que se ha pronunciado en el interior del hombre, y que no puede contrariar la verdad.

Desde que el hombre dice "esto es", habla precisamente en virtud de un conocimiento interior y anterior, porque los sentidos nada tienen que ver con la verdad, que solamente el entendimiento puede alcanzar; y como lo que no pertenece a los sentidos es extraño a la materia, resulta que hay en el hombre un principio inmaterial en donde reside la ciencia; y no pudiendo los sentidos recibir y transmitir al espíritu más que impresiones, no solamente la función cuya esencia es la de juzgar no está ayudada por esas impresiones, sino que, antes bien, se halla embarazada y turbada. Debemos, pues, suponer, con los hombres más célebres, que tenemos naturalmente ideas intelectuales que no han pasado por los sentidos, y la opinión contraria ataca al buen sentido tanto como a la religión. He leído que el célebre Cudworth, disputando un día con uno de sus amigos sobre el origen de las ideas, le dijo: "Os ruego que toméis un libro de mi biblioteca, el primero que os venga a la mano, y abridlo al azar" (o por cualquier parte). El amigo dio con los ejercicios u oficios de Cicerón, al principio del primer libro: "Aunque hace un año", etc. "Basta -dijo Cudworth-: decidme cómo habéis podido adquirir por los sentidos la idea de 'aunque'". El argumento era excelente bajo una forma sencilla: el hombre no pudo hablar; no pudo articular el más pequeño átomo de su pensamiento.

EL CABALLERO.- Me habéis dicho al comienzo: "Habladme con toda conciencia". Permitidme que os diga lo mismo: "Habladme con toda conciencia". ¿No habéis escogido los párrafos o cláusulas de Locke que más se prestaban a la crítica? La tentación es poderosa cuando se trata de una persona a quien no se quiere.

EL CONDE.- Puedo aseguraros lo contrario; y aún más: os aseguro que un detallado examen del libro me daría abundantísima materia; pero para refutar un tomo "en cuarto" se necesita mucho tiempo. Cuando un libro malo ha chocado alguna vez a algunos, para desengañarlos no hay otro medio que el de demostrar que el espíritu general que lo ha dictado, clasificar los efectos, indicar únicamente los más clásicos, y, por lo demás, fiarse de la conciencia de cada lector; para que el de Locke fuese intachable bastaría, a mi juicio, cambiar dos palabras. Se intitula "Ensayo sobre el entendimiento humano"; pongamos solamente "Ensayo sobre el entendimiento de Locke". No habrá habido nunca un libro que haya merecido mejor su título. La obra es el retrato completo del autor, y nada le falta. Fácilmente se reconoce que la ha escrito un hombre de bien y aun de buen sentido, pero engañado por el espíritu de la secta, que lo arrastra sin que él lo conozca o sin que quiera conocerlo; falto, por otra parte, de la erudición filosófica más indispensable y de un talento profundo. Es verdaderamente farsante cuando nos dice muy seriamente que ha tomado la pluma "para dar reglas al hombre por las cuales pueda una criatura razonable dirigir con prudencia sus acciones", añadiendo que para conseguir este objeto "se le había puesto en la cabeza que lo más útil sería fijar antes de todo los límites del espíritu humano".

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Locke no tomó la pluma más que para "argüir y contradecir", y su libro, puramente negativo, es una de las numerosas producciones dadas a la luz por ese mismo espíritu que ha dañado o manchado tantos talentos muy superiores al de Locke. El otro carácter sorprendente, distintivo, invariable, de este filósofo, es la superficialidad (permitidme esta palabra); nada comprende a fondo, nada profundiza.

(...)

No puede decirse todo; pero sois dueños de abrir al azar el libro de Locke: yo tomo sin vacilar a mi cargo el manifestaros que no le ha sucedido encontrar una sola cuestión importante que no la haya tratado con la misma mediocridad; y puesto que un hombre mediano, como yo, puede calificarlo de pura medianía, juzgad lo que sería si un hombre de talento superior se tomara el trabajo de desmenuzarlo.


De Maistre

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