La locura es perseguir un fin infinito que no guarda relación con ningún otro, ni real ni lógica. Ahora bien, la vida puede vivirse de dos maneras: como infinita, dando por hecho que somos o seremos inmortales, o como finita, asumiendo lo contrario. En el primer caso existe una relación con Dios o con el destino, que nunca nos abandonan. En el segundo la vida es sólo un chispazo entre dos abismos. Apagarse es su liberación, su retorno a la cordura.
La vida atea surge sin propósito y se extingue por necesidad. Está segregada y al margen de cualquier sistema que la supere y le dé sentido. Guarda, en consecuencia, una total desconexión con lo que no sea ella misma. Acotada por lo caduco de su aliento, sólo puede ensancharse a fuerza de desindividualizarse, esto es, de negarse por disolución.
Ateos: ¿Cómo puede ser el mal un problema, si de la muerte os viene tan gran beneficio?
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Propter Sion non tacebis