sábado, 31 de enero de 2009

Schelle






Bendice al Señor, alma mía,
que todo mi ser bendiga a su santo Nombre;
bendice al Señor, alma mía,
y nunca olvides sus beneficios.
Él perdona todas tus culpas
y cura todas tus dolencias;
rescata tu vida del sepulcro,
te corona de amor y de ternura;
Él colma tu vida de bienes,
y tu juventud se renueva como el águila.
Aleluya.

Admonición a un homicida




El relativismo comete al menos tres equivocaciones, que dan para otras tantas falacias concatenadas en cada razonamiento que parta de dichas premisas.

El primer error es considerar que una proposición moral debe ser verdadera siempre y en toda circunstancia. De ser así, vano habría sido el minucioso trabajo de clasificación y distinción conceptual de los jurisconsultos romanos, lo más aproximado que ha tenido nuestra cultura al derecho natural. Caiga o no la moral del cielo, son los mortales quienes deben aplicarla.

El segundo error es creer que renunciando a la objetividad de los hechos morales éstos siguen siendo efectivos por lo que tienen de innatos. Yo digo que el mal y las pulsiones sádicas no son menos innatos que el sentido de justicia o el respeto a la autoridad. Ahora bien, mientras que los primeros son irracionales, los segundos dependen de juicios (no de emociones), de modo que negarles la objetividad es tanto como refutarlos. Nietzsche habló mucho de ello a propósito de la "muerte de Dios".

El tercer error es tomar por fruto del capricho personal o del azar evolutivo hechos de los que depende no la supervivencia, pero sí la prosperidad de la especie. Al asesino in nuce hay que argumentarle del siguiente modo: "Como la moneda, que nada vale sin quien la respalde, ninguna vida tiene valor por sí misma, sino según aquello a lo que sirve. Nada es más útil a la sociedad de los hombres que mantener este sistema de valores. Ahora bien, tu vida no es más valiosa que aquella que te dispones a sacrificar. Si lo haces, dejarás de ser un súbdito leal y te mataremos. Pero tú no quieres morir. Por tanto, no lo hagas".

Más griegos que los griegos




De lo que existe, unas cosas dependen de nosotros, otras no. De nosotros dependen juicio, impulso, deseo, aversión y, en una palabra, cuantas son nuestras propias acciones; mientras que no dependen de nosotros el cuerpo, la riqueza, honras, puestos de mando y, en una palabra, todo cuanto no son nuestras propias acciones.

Y las cosas que dependen de nosotros son por naturaleza libres, sin impedimento, sin trabas; mientras que las que no dependen de nosotros son inconsistentes, serviles, sujetas a impedimento, ajenas.

Recuerda, pues, que si las cosas por naturaleza esclavas las creyeres libres y las ajenas propias, andarás obstaculizado, afligido, lleno de turbación e increparás a los dioses y a los hombres; en cambio, si sólo lo tuyo juzgas que es tuyo y lo ajeno, como realmente es, ajeno, nadie te coaccionará nunca, nadie te pondrá impedimento, no increparás a nadie, no acusarás a ser alguno, nada harás que no quieras, nadie te perjudicará: no tendrás enemigo, pues ni te dejarás persuadir de que haya algo perjudicial.


Epicteto


1:18 Todavía estaba hablando, cuando llegó otro y le dijo: "Tus hijos y tus hijas comían y bebían en la casa de su hermano mayor,
1:19 y de pronto sopló un fuerte viento del lado del desierto, que sacudió los cuatro ángulos de la casa. Esta se desplomó sobre los jóvenes, y ellos murieron. Yo solo pude escapar para traerte la noticia.
1:20 Entonces Job se levantó y rasgó su manto; se rapó la cabeza, se postró con el rostro en tierra
1:21 y exclamó:
"Desnudo salí del vientre de mi madre,
y desnudo volveré allí.
El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó:
¡bendito sea el nombre del Señor!"
1:22 En todo esto, Job no pecó ni dijo nada indigno contra Dios.


Libro de Job



* * *



A nadie se niega la virtud: está abierta a todos, admite a todos, invita a todos. Al nacido libre y al liberto, al esclavo y al rey, así como al exiliado. Ni la familia ni la fortuna la determinan, se contenta con el hombre desnudo.


Séneca


10:34 Entonces Pedro, abriendo la boca, dijo: En verdad comprendo que Dios no hace acepción de personas,
10:35 sino que en toda nación se agrada del que le teme y hace justicia.


Hechos de los apóstoles


* * *




Por esta ley, hermano, te honré a ti mas que a nadie, pero a Creonte esto le parece mala acción y terrible atrevimiento. Y ahora me ha cogido, así, entre sus manos, y me lleva, sin boda, sin himeneo, sin parte haber tenido en esponsales, sin hijos que criar; no, que así, sin amigos que me ayuden, desgraciada, viva voy a las tumbas de los muertos: ¿por haber transgredido una ley divina?, ¿y cuál? ¿De qué puede servirme, pobre, mirar a los dioses? ¿A cuál puedo llamar que me auxilie? El caso es que mi piedad me ha ganado el título de impía (...).


Sófocles, Antígona


15:18 Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros.
15:19 Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece.
15:20 Acordaos de la palabra que yo os he dicho: El siervo no es mayor que su señor. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra.
15:21 Mas todo esto os harán por causa de mi nombre, porque no conocen al que me ha enviado.


Evangelio según Juan


* * *



POLO: ¿Preferirías tú sufrir una injusticia a cometerla?

SÓCRATES: No deseo lo uno ni lo otro; pero si fuese forzoso cometerla o sufrirla, yo preferiría sufrirla a cometerla.


Platón, Gorgias


29 Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica.
30 A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames.
31 Y lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente.
32 Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Pues también los pecadores aman a los que les aman.


Evangelio según Lucas

Una vieja verdad




Ved, pues, lo que creo sobre los puntos principales, cuya simple consecuencia ha llamado vuestra atención. La esencia de todo ser inteligente es el conocer y el amar. Los límites de su esencia son los de la naturaleza; el ser inmortal no aprende nada; sabe por su propia esencia todo lo que debe saber. Por otra parte: ningún ser inteligente puede desear el mal por su naturaleza o en virtud de su esencia; sería necesario para ello que Dios lo hubiese hecho malvado, lo que es imposible. Si el hombre, pues, está sujeto a la ignorancia y al mal, esto no puede ser sino en virtud de una degradación accidental que no podría ser sino consecuencia de un crimen. Esta necesidad, esta sed de ciencia que agita al hombre, no es sino la tendencia natural de su ser que le lleva hacia su estado primitivo y le anuncia lo que es.

Se dirige continuamente hacia las regiones de la luz. Ningún castor, ninguna alondra, ninguna abeja sabe más que sus antepasados. Todos los seres permanecen tranquilos en el lugar que ocupan. Todos son degradados pero lo ignoran; sólo el hombre posee el conocimiento de su propia existencia, y ese sentimiento es a la vez la prueba de su grandeza y de su miseria, de sus sublimes derechos y de su increíble degradación. En el estado a que se halla reducido, no tiene ni aun la triste felicidad de ignorarlo: se contempla sin cesar, y no puede hacerlo sin avergonzarse; su misma grandeza le humilla, pues sus luces, que le elevan hasta la región de los ángeles, no sirven más que para demostrarle inclinaciones abominables que le hacen descender a la región de los brutos. Busca en las profundidades de su ser alguna parte sana, sin poderla encontrar: el mal lo ha corrompido todo, y el hombre entero es una enfermedad. Agregado inconcebible de dos poderes diferentes e incompatibles, centauro monstruoso, conoce que es resultado de alguna prevaricación desconocida, de algún injerto detestable que ha viciado al hombre hasta en su esencia más íntima. La inteligencia es por su misma naturaleza resultado, a la vez ternario y único, de una percepción que siente, de una razón que afirma y de una voluntad que obra. Las dos primeras potencias están debilitadas en el hombre; pero la tercera está suelta, y, semejante a la serpiente del Tasso, se arrastra a sí misma, avergonzada de su dolorosa impotencia. En esta tercera potencia es donde el hombre se siente herido de muerte. No sabe lo que quiere; quiere lo que no quiere, y no quiere lo que quiere; quisiera querer. Ve en sí mismo cierta cosa que no es él, y que es más fuerte que él. El sabio resiste y exclama: “¿Quién me librará?” (Rom. VII, 24); el insensato obedece, y llama felicidad a su cobardía; pero no puede deshacerse de esa otra voluntad incorruptible en su esencia, aunque haya perdido su imperio; e hiriéndole el corazón, el remordimiento no cesa de exclamar: Haciendo lo que tú no quieres obedeces a la ley (ibid., 16). ¿Quién puede creer que tal haya salido en este estado de las manos del Criador? Esta idea es tan repugnante, que aun la filosofía, por sí sola (hablo de la filosofía pagana), ha adivinado el pecado original. ¿No decía el viejo Timeo de Locres, de acuerdo con su maestro Pitágoras, “que nuestros vicios provienen menos de nosotros mismos que de nuestros padres y de los elementos que nos constituyen”? ¿No dice también Platón “que debemos atender más al generador que al engendrado”? Y en otro punto, ¿no ha añadido que “el Señor Dios de los dioses, viendo que los seres sometidos a la generación habían perdido (o destruido en ellos) el don inestimable, había determinado someterlos a un tratamiento propio eternamente para castigarles y regenerarles”? Cicerón no se separa del sentir de estos filósofos, y de los iniciados que habían pensado que estábamos en este mundo para expiar algún crimen cometido en otro mundo. Ha citado, y aun adoptado en cierta parte, la comparación de Aristóteles, a quien la contemplación de la naturaleza humana le traía a la memoria el espantoso suplido de un desgraciado atado a un caballo y condenado a pudrirse con él.

En otra parte dice explícitamente que la Naturaleza nos ha tratado como madrastra más que como madre, y que el espíritu divino que existe en nosotros está como sofocado por la inclinación que ella nos ha imbuido hacia todos los vicios. Y ¿no es cosa singular que haya hablado Ovidio en los mismos términos que San Pablo? El poeta crítico ha dicho: “Yo veo el bien, y lo amo; y el mal, sin embargo, me seduce”; y el Apóstol, tan elegantemente traducido por Racine, ha dicho: “Yo no hago el bien que amo, / y hago el bien que aborrezco”. Finalmente, cuando los filósofos que acabo de citaros nos aseguran que los vicios de la naturaleza humana pertenecen más bien a los padres que a los hijos, es claro que no hablan de ninguna generación en particular. Si la proposición permanece vaga, es porque no tiene sentido; de manera que la naturaleza misma de las cosas la relaciona a una corrupción de origen y, por consiguiente, universal. Platón nos dice: “Que al contemplarse a sí mismo, no sabe si ve un monstruo mayor, más malvado que Tifón, o bien un ser moral, dulce y bienhechor, que participa de la naturaleza divina” (el veía lo uno y lo otro). Añade que el hombre, llevado así por sentimientos contrarios, no puede obrar bien y vivir dichoso “sin reducir a esclavitud aquel poder del alma en donde reside el mal, y sin poner en libertad aquel en el que está la mansión y el órgano de la virtud”. Esta es precisamente la doctrina cristiana, y no puede confesarse con más claridad el pecado original. ¿Qué importan las palabras? El hombre es malo, horriblemente malo. ¿Lo ha creado Dios tal? Ciertamente que no; y el mismo Platón se apresura a responder: “Que el ser bueno no quiere ni hace mal a nadie”. Somos degenerados, y ¿de qué manera? Esta corrupción que Platón veía en él no era evidentemente cosa particular a su persona, y seguramente no se creía peor que sus semejantes.

(…)

En fin, señores, nada hay más confirmado, nada tan universalmente creído bajo una u otra forma; nada, en fin, tan intrínsecamente admisible como la teoría del pecado original.


Joseph De Maistre.

Mal presagio




Cada uno toma de EEUU lo que le interesa: la religiosidad omnipresente o el republicanismo espontáneo; el melting pot multicultural o la sociedad de consumo. Visto lo cual, ser "proamericano" o "antiamericano" es una tontería esteticista. A efectos prácticos, basta con saber dónde está el imperio y dónde los bárbaros dentro y fuera de las fronteras.

Obama puede ser el hombre que haga bueno a Bush. El anterior presidente hablaba con Dios; éste es ya la Segunda Persona. Si de veras se cree un nuevo Redentor, Obama es un loco peligroso que acumula un gran poder en una coyuntura en extremo delicada. Pero si sólo explota esta fe para atraerse la benevolencia de las masas, entonces es un malvado del que cabe esperar cualquier traición.

Decepcionará a la izquierda europea y a la llamada antiimperialista, no me cabe duda. Ojalá las decepcione, por nuestro bien. A la izquierda americana le insuflará poesía, consciente de que la lírica crea división social. No creo en consecuencia que éste vaya a ser el mandato de la concordia y de la transversalidad, como parecen presagiar las buenas palabras y las amplias sonrisas. Veremos, sin embargo.

domingo, 25 de enero de 2009

Consideraciones sobre nuestra miseria




El placer por el mal, la pulsión sádica, no provienen ni de la naturaleza ni de la inteligencia. Esto es, ni los animales irracionales los poseen, al ignorar todo sufrimiento que no sea el propio, ni encuentran justificación según los fines perseguidos por un animal social. Tampoco son fruto del error intelectual pasivo. Es falso afirmar que nuestro alejamiento de la virtud se sigue de nuestra ignorancia de la misma. Los niños, para los que el bien se identifica con la autoridad de sus padres, los desobedecen no obstante, arrastrados por una pasión mayor.

Así, ¿es la vergüenza una virtud natural, fundada en la razón y en la intuición, o social, derivada de la costumbre? Toda sociedad debe fomentar la cooperación y disuadirnos de realizar actitudes dañinas si no quiere disolverse pronto. La vergüenza bien podría ser el resultado de interiorizar este mandato general mediante un súper-yo que combatiría nuestras pulsiones primarias. Sin embargo, esto no explicaría por qué nos sentimos inclinados a postular principios morales y adherirnos a ellos más allá de la amenaza (Antígona).

La pregunta anterior puede replantearse como sigue: ¿Amamos el bien de manera innata o aprendemos a identificarnos con cierto tipo de conductas sancionadas favorablemente por la autoridad o por la mayoría? Respondo con otra pregunta: Esta facultad de identificación ¿no es de por sí búsqueda del bien, cuyos rudimentos estarían ocultos en nuestra consciencia?

Nadie vive por sus propias reglas. Al buscar el bien fuera de nuestra voluntad primaria admitimos su existencia autónoma. Pero, resultándonos oscuro y contradictorio, necesitamos precisarlo a través del conocimiento. Y todo conocimiento es social. De ahí el éxito de la política y de la religión, que de otro modo tendrían que imponerse por la fuerza de manera invariable.

Puede replicarse que, dados unos comportamientos estándar, los imitamos por falta de instinto, como segundo recurso adaptativo de la especie. No obstante, esto no se opone a la búsqueda de un modelo trascendente a las necesidades pasajeras. Es la adecuación de nuestra conducta a un patrón fijo el signo externo más notable de nuestra individualidad. La lógica del honor explica más solventemente nuestras acciones públicas que el esquema conductista de la satisfacción de necesidades psico-fisiológicas.

Apelar a nuestra naturaleza de animal político es también referirse a nuestra facultad no adquirida de sentir vergüenza, que a su vez es resultado de nuestra tendencia al mal, puesto que nadie que obre bien siempre y esté seguro de ello debería avergonzarse. Por tanto, la sociabilidad depende de la maldad inercial del hombre y no de una suerte de altruísmo heredado, dada su utilidad a los efectos de garantizar la supervivencia del grupo.

Si la virtud fuera innata, en lugar de la vergüenza, no habría civilización, ni egoísmo insociable, ni opresión entre clases, ni guerras de conquista. En tal estado idílico, donde el orden puede considerarse originario e inmanente, la cultura habría de enmudecer una vez superada la barbarie, siendo en lo sucesivo ocasión para el extravío. Todo sistema de normas tendería a ser consuetudinario, los magistrados superfluos y la feliz anarquía el estado por defecto. Es por ello que la existencia universal de ciudades y leyes, antes que la de Dios, refuta la conclusión naturalista.

jueves, 22 de enero de 2009

Eterno femenino


El afán por la estadística, característico de nuestra época industrial y que la diferencia de las precedentes, se ha despertado por suponer que –seguramente por su estrecho parentesco con las matemáticas- refuerza el aspecto científico, pero en este caso, como en otros, ha paralizado el progreso del conocimiento. Se desea obtener el promedio, no el tipo. No se ha comprendido que en un sistema de ciencia pura (no aplicada) sólo éste es el que interesa.

(...)

Existen tantas imitaciones de la ética y tan engañosas copias de la moral, que la moralidad de las mujeres ha sido estimada por algunos como muy superior a la de los hombres.

(...)

El delincuente masculino se halla desde su nacimiento en relación con la idea del valor como cualquier otro hombre en el que falten casi completamente los impulsos delictivos que dominan al primero. La mujer, por el contrario, afirma muchas veces tener plena razón después de haber cometido las más reprobables bajezas. Mientras el verdadero delincuente enmudece ante los reproches, una mujer se rebela indignada de que se pueda poner en duda su derecho a obrar en la forma que lo hizo. (...) Por la misma razón se siente descubierto cuando es capturado otro delincuente; la mujer, por el contrario, está convencida de la mala voluntad de sus acusadores, y si ella no quiere, nadie le podrá probar que ha procedido mal. En ocasiones, cuando conversa con alguien, se deshace en lágrimas, pide perdón, “reconoce su falta” y cree que siente sinceramente su error, pero tal sucede cuando ella así lo quiere, pues este llanto le produce cierto placer sensual. (...) No quiero decir que la mujer sea mala y antimoral, lo que yo afirmo es que ni siquiera puede ser mala, pues únicamente es amoral, vulgar.

(...)

La compasión masculina es el "principum individuationis" que se sonroja de sí mismo; por ello, la compasión femenina es impertinente mientras que la masculina se oculta.

(...)

La confusión de la vida anímica masculina con la femenina (en el más amplio y profundo sentido), para crear una psicología general, debe ser considerada como el factor que ha conducido a los más grandes errores.

(...)

Muchos cargos, como la teneduría de libros, los servicios de correos, los telegráficos, los telefónicos, en los que se exige un trabajo siempre igual, son concedidos preferentemente a las mujeres, dado que están menos diferenciadas y por ello tienen menos necesidades que el hombre. El capitalismo, mucho antes que la ciencia, se dio cuenta de que las mujeres tienen un estándar de vida más bajo, por lo que pueden ser peor pagadas.

(...)

La primera diferencia entre la madre y la prostituta se encuentra en su relación con la prole. La prostituta absoluta sólo piensa en el hombre; la madre absoluta sólo se preocupa de los hijos. La piedra de toque más segura se encuentra en las relaciones con la hija: sólo puede decirse que sea verdadera madre aquélla que no envidia a su hija ni por su juventud ni por su mayor belleza, que no sufre por la admiración que ésta produce entre los hombres, sino que, por el contrario, se identifica completamente con ella, y está tan gozosa de los admiradores que tenga como si se tratara de los propios.

(...)

La estrecha relación de la madre con el mantenimiento de la especie aparece de modo aun más claro en la característica conducta que observa en lo que se refiere a la alimentación. Una madre no puede tolerar que se desperdicien ni los residuos más pequeños que todavía puedan ser aprovechables. Por el contrario, la prostituta, sin la menor justificación y por un simple capricho, se procura gran cantidad de alimentos y bebidas para después dejar que se estropeen inútilmente. La madre es ambiciosa y de miras estrechas, la prostituta es caprichosa y desprecia el ahorro. El mantenimiento de la especie es el objeto para el cual la madre vive; cuida celosamente de que sus protegidos se sacien, y nada le alegra tanto como el buen apetito que posean. De aquí su estrecha relación con el pan y con todo lo que signifique economía.

(...)

La prostitución es, pues, algo que únicamente se presenta en los seres humanos. Los animales y las plantas son tan sólo completamente amorales, sin ninguna afinidad con lo antimoral, y, por tanto, conocen únicamente la maternidad. Aquí se encuentra escondida una de las incógnitas más profundas respecto a la esencia y al origen de la especie humana.


Weininger

miércoles, 21 de enero de 2009

Nada que discutir




El del aborto no es un debate milenario, como equivocadamente sostiene el relativismo, víctima de su propia propaganda. Hipócrates lo proscribió en su juramento, el Digesto de Justiniano habla de aplazar las sentencias de muerte hasta el parto y los Padres de la Iglesia han sido unánimes en condenar esta práctica. Incluso el Nuevo Testamento hace profetizar a Juan Bautista desde el vientre de su madre. Grecia, Roma y Jerusalén convergían en su respeto al inocente. ¿Por qué no vosotros?

Tengo la muy repugnante impresión de que si no hubiera colectivos religiosos en el bando antiabortista seríais más ecuánimes en este tema. Por lo demás, no os creo ni una palabra. Pedís matices y discusión, pero sólo para avanzar hacia la despenalización absoluta. Las brumas de la historia no pueden ocultar el origen bastardo de los valores que defendéis, ni las nebulosas retóricas vuestra falta de vergüenza.

Hubo en tiempos pasados doctores de la Iglesia que se propusieron la estéril tarea de determinar cuándo un infante dejaba de ser mera potencia para convertirse en un individuo en acto. Pero jamás fue objeto de disputa que matar a un individuo resultase pecaminoso. Era la cuestión del hecho (el momento de la constitución del individuo desde la materia informe) y no la del derecho (su dignidad inherente) la que se les consultaba, y a la que ellos daban respuesta según la ciencia aristotélica.

No ha lugar a hablar de tipos opuestos de animaciones, retardadas o inmediatas, en la antropología católica. La animación siempre es inmediata, apareciendo en la constitución del individuo. No hay individuos inanimados, no hay gradación en la humanidad en base a su desarrollo. Sin embargo, ¿cuándo hay un individuo? He aquí la cuestión tenida por polémica hasta hace un siglo. La disputa se plantea hoy en términos muy distintos. Nadie pregunta por el origen, sino por el límite. Pues bien, ese límite no existe, es arbitrario, imaginario, amoral.

Hoy sabemos que matar a un animal espermático no es matar a un hombre, mientras que sí lo es eliminar a un embrión de días. Ahora bien, ¿qué conocimiento podían poseer esos sabios cristianos de las realidades microscópicas o de la codificación genética? Tenían que guiarse por criterios que entonces parecían provisionalmente válidos, como el del automovimiento. Especulaban a ciegas, sin que ninguna experiencia les ayudara a resolver el arcano, y dictaminaban en atención a la prudencia general. Jamás reconocieron la libertad de la madre para disponer de la vida ajena, a la que otorgaban un valor supremo.

La cuestión de cuándo empieza el hombre a ser tal hace tiempo que devino anacrónica. Querer mantener hoy un supuesto debate milenario presentando prejuicios feministas, liberales o malthusianos como argumentos científicos es un fraude. Pretender que la historia fue partícipe de nuestra confusión irresponsable es, además, una farsa infame.

El derecho al infanticidio hasta los tres días en ciertos casos, como ejercicio efectivo del derecho al honor de la madre que hubiera dado a luz fuera del matrimonio, fue una estipulación novedosa e hipócrita impulsada por los movimientos secularizadores del siglo XIX y a la que prestaron su aplauso los Bentham y los Beccaria. A no dudar, éste es el precedente jurídico de la actual figura del aborto en el mundo civilizado.

Sócrates en Gaza




Si alguien hace un mal, es justo que se lo castigue. Si un militar israelí mata a un civil arbitrariamente, ¿no debemos imponerle una pena? Sí, no en vano Israel es un Estado de Derecho, por más dudas y reproches que os merezca.

Mi pregunta es, pues, quién debe castigar a Hamas por sus desmanes. Adelanto que en caso de que la respuesta sea “nadie”, o cualquier otra equivalente, se pierde toda autoridad moral para censurar a Israel en lo sucesivo.

Nemo gratis mendax


Kant no fue el primero en postular una moral no consecuencialista. San Agustín defendía otro tanto en su libro "Sobre la verdad", sin permitir excepciones de ningún tipo. Lo cual es coherente con la moral católica, que no admite el mal menor.

Parece que en supuestos extremos, donde mantener la coherencia entrañe un grave peligro, la desproporción entre la injusticia que se causa y la que se intenta evitar permitiría la infidelidad al principio enunciado. Pero ¿y si tales supuestos fueran la regla en lugar de la excepción? ¿No iba a implicar dicha licencia la abrogación de facto de toda moral y la instauración de la mentira?

Pedro Abelardo, criticando a los estoicos, argumentaba que no todos los pecados son iguales, y que deben juzgarse según la intención del agente. Precisamente por ello expuso que hacer el mal a sabiendas es incorrecto e inexcusable, con independencia de que lo deseemos o no, y de que hallemos o no placer en la consecución de dicho mal.

En el Evangelio encontramos también muchos pasajes en favor de la integridad de carácter. "Ninguno que poniendo su mano en el arado mira hacia atrás es apto para el reino de Dios". "Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la salvará". En fin: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida", etc.

Todavía más. No se nos puede obligar a conservar la vida, porque tal cometido está por encima de nuestras fuerzas. Pero sí se nos puede obligar a decir la verdad, por la que somos dignos de llamarnos hombres.

Si tenemos el deber de decir siempre la verdad, incluso a precio de nuestra vida, ¿cómo podría librarnos de él la compasión hacia el otro? ¿Acaso la vida del prójimo vale más que la propia? Al "sed prudentes" hay que añadir el "no resistáis al mal", esto es, no devolváis mal por mal. Y mentir es siempre un acto malicioso, pues nadie miente en la ignorancia.

viernes, 16 de enero de 2009

Ser para la vida


La creencia en la inmortalidad es una prolongación del instinto de supervivencia. Es precisamente ella la que nos permite estar en igualdad de condiciones con los demás seres vivos, que al desconocer la muerte se creen inmortales. Ya que lo natural es morirse, si quisiéramos cumplir con la naturaleza procuraríamos alcanzar ese fin lo antes posible. En lugar de ello, damos prioridad al sujeto, no basándonos en la ignorancia como las bestias, sino en el conocimiento al que llamamos religión.

martes, 13 de enero de 2009

Vanitas


I.

No hay razones para ser feliz sabiendo que, cuando menos lo esperemos, todo nos será arrebatado de mala manera. Si por el contrario lo esperásemos, conociéndolo con precisa anticipación, sería sin duda peor, ya que el resto de nuestros fines se vería eclipsado en la consciencia por este fin absoluto y su opaca negación de los demás. Por ello sostengo que, a diferencia de la alegría, la felicidad es y se concibe infinita, o no es y no resulta inteligible.

Así, los ateos viven como los pretendientes de Penélope, felices y engañados por la proyección imaginaria de su dicha; o como los de Circe, infelices y animalizados por el cinismo. La vanidad es para el descreyente una buena alternativa al suicidio, pero jamás regla de vida, jamás moral.

II.

No encuentro ningún consuelo a la muerte que no sea el de su transitoriedad. El fin de algo es aquello que lo hace perfecto. Cuando obtiene su fin, llega a ser lo que debía. Así, aunque la vida a su término sea idealmente perfecta, un círculo cerrado, se muestra carente de sentido, al remitir a una existencia que ha cesado de forma definitiva y que está tan ausente como antes del nacimiento. ¿Hacia dónde se fue en ese viaje sobre uno mismo? A ninguna parte. Ahora bien, si entendemos la felicidad como el tender a un fin por el que mejorar el presente, entonces dicho recorrido aintencional no pudo ser feliz, a no ser que nos engañásemos.

En términos morales, sólo abandonamos un estado y propendemos a su contrario por saciedad respecto al primero. Este principio deriva del llamado principio de lo mejor, por el que siempre hacemos lo que mejor nos parece. Sin la repulsión frente a un estado previo, la cual operaría como razón suficiente del cambio, nuestra inercia será mantener aquél de forma indefinida. Las decisiones no surgen de una voluntad pura e incondicionada, están obligadas a la congruencia consigo mismas. Incluso la más estúpida de ellas, siendo libre, se regirá por el principio de lo mejor y guardará la debida lógica con las anteriores, se base o no en juicios verdaderos.

III.

He dicho que la felicidad puede tomar los valores de cero o uno, y que para lo último requiere tender a infinito. Si esta tendencia es imaginaria, es decir, si no niega el fin, sino que lo ignora, nos engañamos. Sólo la fe en la inmortalidad salva ese escollo, de modo que aunque el creyente se engañe en lo metafísico y muera para siempre, no se engaña en lo moral: su felicidad es auténtica y está bien fundada. No hay que pedir a la moral un conocimiento último de las cosas, bastando -además del fin de autopreservación, sin el que toda moral es imposible- la mera coherencia interna del discurso que la sustenta. Ser feliz porque somos lo que somos, conociendo no obstante que nos extinguiremos (y que dejaremos de ser y, por tanto, también de ser felices) es una insensatez. Lo semejante no puede tender a lo desemejante sin repulsión.

Hablar de naturalezas humanas hipotéticas es muy arriesgado. Considero que hay unas constantes en el hombre que no evolucionan y que lo distinguen del resto de especies con carácter absoluto. Una de ellas es la vergüenza, la humillación, que es substancialmente distinta a la actitud sumisa en los animales. Uno se humilla ante sí mismo, no ante los demás. Y esto -someterse a uno mismo- es contradictorio, al tiempo que es una prueba de la moral natural o asubjetiva.

Por último, creer a sabiendas en una falsedad sólo nos hace felices si renunciamos al autoconocimiento que nace con aquella vergüenza a la que he hecho mención. Creer, por ejemplo, que hay más motivos para reír porque la muerte esté presumiblemente lejos que porque ande ya muy cerca es como valorar por la distancia que medie entre el arquero y nosotros el peligro de una flecha bien dirigida. Se será feliz en el error, pero sólo a expensas de dejar de ser racional, con lo que será un estado incierto y poco provechoso.

lunes, 12 de enero de 2009

Deja de preocuparte y disfruta de la vida




Tras haber hablado de la falsedad de tantas virtudes aparentes, es razonable decir alguna cosa sobre la falsedad del desprecio de la muerte.

Intentaré hablar de ese desprecio de la muerte que los paganos se jactaban de sobrellevar con sus propias fuerzas, sin la esperanza de una mejor vida. Hay una diferencia entre sufrir la muerte con constancia, y despreciarla. Lo primero es bastante común; pero creo que lo otro nunca es sincero. Se ha escrito sin embargo todo lo posible para persuadirnos de que la muerte no es un mal; y tanto los hombres más débiles como los héroes nos han legado mil ejemplos célebres para establecer esta opinión. Pero yo dudo que nadie de buen sentido la haya creído jamás; y las molestias que se han tomado para persuadir a los otros y a sí mismos dan a entender que una tarea tal no es fácil. Se puede tener distintos motivos de disgusto en la vida, pero nunca hallamos una razón para despreciar la muerte; los mismos que se la dan voluntariamente no la tienen en poco, y se sorprenden y la rechazan como los demás cuando les acontece por otra vía a la que ellos han escogido. La singularidad que se señala respecto al coraje del infinito número de valientes procede del figurarse éstos la muerte de un modo diferente en su imaginación, y del aparecer más presente en algunos momentos que en otros. Así sucede que después de haber despreciado aquello que desconocen, temen al fin lo que conocen. Conviene pues evitar divisarla con todas sus circunstancias, si no se quiere creer que es el mayor de todos los males. Son los más hábiles y los más bravos aquellos que toman los más honestos pretextos para impedirse tomarla en consideración. Pero todo hombre que sabe verla tal como es encuentra que es algo espantoso.

La necesidad de morir constituye la principal preocupación de los filósofos. Creen que es preciso ir de buen grado allí donde no puede evitarse ir; y, no pudiendo eternizar su vida, no hay nada que no hagan para eternizar su reputación, y resguardar del naufragio lo que pueda ser salvado. Contentémonos con acoger con buen semblante el no decirnos todo lo que pensamos al respecto, y esperemos más de nuestro temperamento que de estos débiles razonamientos que nos hacen creer que nos podemos acercar a la muerte con indiferencia.

La gloria de morir con firmeza, la esperanza de ser llorado, el deseo de legar una bella reputación, la seguridad de haber sido liberado de las miserias de la vida, y de no depender más de los caprichos de la fortuna, son remedios que no deben rechazarse. Pero tampoco debe creerse que sean infalibles. Deberían protegernos de la misma manera que un simple escudo protege a quienes deben asaltar una fortaleza. Cuando se está alejado, se imagina que servirá para ponernos a cubierto; pero cuando se está próximo, se descubre que es un magro socorro. Nos engañamos si creemos que la muerte nos parecerá igual de cerca que en la distancia, y que nuestros sentimientos, que no son más que debilidad, tienen una consistencia lo bastante robusta como para no sufrir el ataque de la más ruda de las pruebas. También conocemos mal los efectos del amor propio, si pensamos que nos puede ayudar a tener en nada aquello que debe destruirlo necesariamente, y la razón, en la que uno cree encontrar tantos recursos, es demasiado débil en esta pugna por persuadirnos de lo que queremos. Es ella más bien la que nos traiciona a menudo, y la que, en lugar de inspirarnos el desprecio de la muerte, nos sirve para descubrir lo que tiene de horrorosa y terrible. Todo lo que ella puede hacer por nosotros es aconsejarnos volver los ojos para detenerlos en otros objetos. Catón y Bruto los escogieron nobles. Un lacayo se contentaba hace un tiempo bailando sobre el cadalso en el que iba a aplicársele la rueda. Así, por más que los motivos sean distintos, producen los mismos efectos. De suerte que es cierto que, pese a cualquier desproporción que pueda darse entre los grandes hombres y el vulgo, se ha visto mil veces a unos y a otros recibir la muerte de una misma manera; pero ha sido siempre con esta diferencia: que, en el desprecio que los grandes hombres simulan por la muerte, es el amor por la gloria el que se la ha apartado de la vista, mientras que entre el vulgo no es más que un efecto de sus escasas luces, que le impiden conocer la magnitud de su mal y le dejan la libertad de pensar en otras cosas.


La Rochefoucauld

domingo, 11 de enero de 2009

Lo pecaminoso de resistir a la Resistencia


Madrid, el Madrid que no protestó contra los asesinos del 11-M, pues debió de considerar que aquella masacre era proporcional a la ofensa de Aznar en las Azores, acusa ahora la desproporción en carne ajena. El Madrid de la movida y de Chueca, ruge a favor de Hamas, cuya criminalidad mide en función de su capacidad bélica ante Israel y no según el grado de opresión al que el primero somete a sus habitantes y a sus vecinos.

Las leyes de la historia y de la justicia poética, por las que se rige la izquierda, justifican cualquier ataque contra el orden establecido, al que se responsabiliza de todo el mal en el mundo. De ahí la buena prensa de los anarquistas en el Occidente post-mayo del 68. Vencido el nazismo, la Europa acomplejada y desarmada hizo moralmente suyas las causas de los desheredados, frente a los que mantendríamos una deuda infinita. Cualquier agresión que recibamos de ellos, desde la inmigración hasta el terrorismo, parte de nuestra culpa originaria y es, por tanto, muy merecida. En cambio, cualquier defensa que le haga frente estará marcada por la misma ilegitimidad usurpadora que causó el castigo que el destino -o Allah en persona- ejecuta hoy sobre nosotros.

sábado, 10 de enero de 2009

Concordantia oppositorum


La falacia que se propone es la siguiente: Se establece una analogía entre el orden público de un Estado y un hipotético orden público internacional entre dos Estados, que por obra y gracia de la prosopopeya se convierten en individuos sometidos a no se sabe qué soberano o tercero superior. Esto es una tergiversación. La guerra es lo contrario al orden público: Es el regreso temporal al estado de naturaleza entre un grupo de súbditos y otro u otros. Es el estado de excepción que se justifica precisamente porque el orden público ha dejado de estar garantizado, sucumbiendo a poderes fácticos de cuya neutralización depende la continuidad jurídica del Estado, así como su integridad soberana.

Planteamientos como el de Albert serían respetables si no presupusieran que el Estado de Israel es o bien incompetente en lo militar, o bien torturador; que "masacra" por gusto o que responde a una conspiración antiislámica cuyo objetivo es eliminar a las "razas sucias" de la faz de la Tierra. De modo que o el razonamiento es equivocado, o Israel merece estos calificativos.

Esto, a la vista de los hechos, es mucho presuponer. La realidad es más bien la contraria, y no es ningún secreto el odio universal que sienten muchos musulmanes, espero que no la mayoría, hacia el pueblo judío. Si hay judíos que comparten este mismo odio, están sometidos a las leyes y al refrendo democrático de un Estado de Derecho, que puede llegar a juzgarlos y a condenarlos. A los palestinos, en cambio, sólo los juzga Allah (será un juicio benévolo, descuiden los devotos), ya que el mundo parece haberlos absuelto por su condición de parte débil y se diría que casi pasiva, de pura víctima, en el conflicto.

Así, haga lo que haga Israel, hará mal. Si se defiende por aire, es cobarde y aplica un castigo colectivo. Si realizan una incursión terrestre, son más sanguinarios todavía, si cabe. Si se conforman con el asesinato selectivo, queda justificada cualquier respuesta (aunque esto es inversión del causa-efecto) por parte de la "resistencia" palestina.

Las mentiras y omisiones de una prensa analfabeta en el mejor de los casos, el peso de la cultura de la imagen y del shock y su uso sistemático por la propaganda política; la crisis de identidad de Europa, el relativismo moral, el desprecio hacia los que prosperan y la convicción nihilista de que la civilización tiene una raíz oscura, pasional y negadora de sí misma (Marcuse), crean un caldo de cultivo donde los sentimientos se anteponen a la razón y se pide proporcionalidad en lugar de autoridad y justicia.

jueves, 8 de enero de 2009

Venite, siccientes






Venid, sedientos,
Venid, sedientos,
a las aguas del Señor;
acercaos, comprad sin dinero
miel y leche.
Venid, bebed
el vino que para vosotros se ha mezclado
de inefable sabiduría;
comed y bebed juntos, amigos,
la miel y la leche divinas.
Pues las riquezas de Dios son mejores
como consuelo que el vino de este mundo.

miércoles, 7 de enero de 2009

Por encima de las bestias




La dignidad es una categoría intermedia entre el merecimiento y la culpa. Nada merece quien es precarista de su propia vida. Deudor hasta del primer destello de luz, recién llegado al mundo, sucumbe la inocencia del hombre al mismo tiempo que nace en él la razón.

Quien puede ser justamente acusado y no es susceptible de ser recompensado con justicia, pues ya consiguió más de lo que le correspondía, ¿ha de vivir? No, puesto que no es digno.

Digno es quien se humilla, ya que renuncia a lo que no es suyo y honra a la verdad. Digno es cualquier fin destinado a servir a lo verdadero, a conocerlo, a dar testimonio de ello. A quien incansable siempre se esfuerza, a ése podemos salvarlo, exclaman los ángeles del Fausto del inmortal Goethe. No el hecho de ser, sino la intención de crecer; no el grado de consciencia, sino la unidad de la decisión.

En el resto de animales este propósito escapa a sus posibilidades. Su único fin indubitable y constante es reproducirse y alimentarse, por lo general unos a expensas de otros e ignorándose en todo lo demás. La inteligencia que manifiesten será medida de su perseverancia, no de su dignidad.

Por este motivo el hombre indigno es digno de la muerte, como un vil animal. Cualquier derecho que le concedamos es sólo una ficción por la que la comunidad se asegura su supervivencia. Así, el respeto a los semejantes es una extensión del principio de conservación: conservo aquello que permite que yo sea conservado.

Ahora bien, aplicar la semejanza a algo tan vago como la capacidad de sentir dolor es contrario a la sociabilidad humana, aunque quiera pasar por un pensamiento generoso y compasivo. El dolor es una sensación primaria, irracional e íntima que no nos hace ni buenos ni malos, ni útiles ni inútiles. Causamos dolor expresamente a quien creemos que lo merece, y permitimos que lo sienta quien no lo merece cuando el fin lo justifica.

Todo valor, entonces, se debe a lo suprasensible.

lunes, 5 de enero de 2009

Refutación racional del eterno retorno


Escribí esto hace cinco años. Lo he recordado a propósito de algunos espejismos que la ciencia nos propone, y que hemos de combatir también con la filosofía -o con la teología.

* * *



Si partimos de un mundo limitado (es decir, aceptamos la existencia de átomos o partículas últimas de realidad) en un tiempo infinito (esto es, damos por buena la hipótesis de la eternidad de la materia, que existiría sin principio ni fin demostrables), entonces el eterno retorno es un hecho y una necesidad.

Analicemos esto:

1) Si la materia es finita, no podemos obtener de ella infinitas combinaciones distintas.

2) La materia es finita, luego el ciclo también será finito. Habrá infinitos ciclos idénticos.

Bien hasta aquí. Habiendo explicado lo que toca rebatir, procedemos a ello alegando los siguientes contraargumentos:

a) En primer lugar, la finitud del hombre y de todo lo corruptible. Porque, de ser cierto el eterno retorno, ¿no sería nuestra limitación temporal poco más que una ilusión, procedente de la limitación de nuestros sentidos? En efecto, al repetirnos en los distintos eones de un tiempo infinito, moriríamos y renaceríamos un número indefinido de veces; seríamos de facto eternos por el mero hecho de haber existido en una ocasión. Nunca naceríamos, sino que habríamos nacido siempre. Nunca moriríamos, porque ya habríamos muerto tantas otras veces, sin sufrir un cambio de estado tangible.

b) En segundo lugar, el libre albedrío humano. Pocos renunciarían a él en favor de una ficción que presupone que todo se repite eternamente. Si la repetición es eterna, no tiene principio ni fin. Si no tiene principio, la voluntad no interviene en ella, no hay incoación del acto en ningún momento, sino que algo es porque es. Si no tiene fin, no hay intencionalidad en nuestro proceder, sino mera imitación inconsciente de un inflexible hado. De nuevo, al negar el tiempo, nos vemos reducidos a entelequias, a seres carentes de dynamis, reflejo de lo que siempre fue pero nunca comenzó a ser.

c) En tercer y último lugar, el principio de identidad de los indiscernibles. Pues, si todo vuelve sin cesar y de un modo idéntico, ¿por qué no decimos más bien que nada vuelve y que todo es desde siempre? Dado que un mundo que en nada se distinga de otro es, en realidad, el mismo mundo en tiempos distintos. Y, bien mirado, el factor tiempo no añade nada nuevo aquí, pues, en este caso, suponemos tiempos exactamente iguales en sucesiones regulares; luego estaríamos hablando del mismo mundo y no de infinitos mundos, que sólo se diferenciarían en el nombre equívocamente asignado.

Concluimos: si negamos el eterno retorno, negamos también las premisas que conducen a él irremediablemente, a saber: 1) la existencia de partículas últimas de realidad y 2) la eternidad del universo, su no creación en el tiempo. Al negar el punto 1) posibilitamos la libertad; al negar el punto 2) presuponemos a Dios.

domingo, 4 de enero de 2009

Triunfo de Buda




El progresismo aspira no a que se haga el bien, del que desde su epojé relativista no conoce nada, sino a que desaparezca el dolor. El mismo progreso material es a menudo visto con desprecio por los admiradores del buen salvaje, si bien hipócritamente, como señalas. Todo lo que promueva el egoísmo, se nos dice, redundará en más dolor. Los verdaderos bienaventurados, pues, son los pobres, aunque no por haberse librado de estas pulsiones mezquinas, que a menudo permanecen en ellos, mas por estar más próximos a la nada existencial.

El progresismo es una ética de la compasión hacia el débil: hacia la mujer, hacia el homosexual, hacia la minoría étnica o religiosa, hacia los animales. Carece de principios en su búsqueda constante de la plácida extinción colectiva, que cree estar determinada por un secreto impulso de la historia de la consciencia humana. Nada resulta más ajeno a él que el derecho natural o la fe en la inmortalidad. Y si niega el pecado no es tanto por optimismo hacia nuestra condición como por el convencimiento de que no lo hay peor que haber nacido.

viernes, 2 de enero de 2009

¿Es el islam intolerante y bárbaro?




Abdul Kasem dice que sí (Vía), pero Abdennur Prado cree que no.

La cuestión me parece apasionante, y el debate al respecto absolutamente necesario.

Una de las diferencias más notables entre el islam y el cristianismo -al menos el cristianismo católico- es que, como escuché decir a un párroco, "ellos creen en un Dios hecho libro y nosotros en un Dios hecho hombre". En la Iglesia ha pesado más el espíritu del Evangelio, difundido en las tradiciones, las exégesis, las vidas de los santos, etc., que la hipóstasis de cualquiera de sus fragmentos literales, de donde surgen las sectas. En el islam sucede justo al revés. Por tanto, no es tan importante de qué modo concibiera Mahoma a su religión (sin ser cuestión baladí, lo admito) como la multiplicidad de interpretaciones que se siguen de un texto de canon dudoso. No hay musulmanes ortodoxos y musulmanes heréticos, pero sí los hay moderados y fanáticos. Tratarlos como un todo es un error inducido por la extrapolación de nuestras coordenadas eclesiológicas a una religión sin Iglesia, rica en místicos y charlatanes.

Tampoco sería justo denunciar una inarmonía insalvable e hipócrita como hace Kasem, tomando la revelación musulmana como un bloque racional (a la manera dogmática cristiana) y no como distintos y providentes actos de voluntad de Allah, puesto que la religión la hacen también los hombres según su particular búsqueda de Dios. En ese caso, ¿deben los pasajes más agresivos obviarse o relativizarse por referir a un contexto histórico ya superado, en tanto que se renuncia a cualquier afán imperialista? ¿O son los fragmentos más conciliadores y ecuménicos parte de un insincero sincretismo empleado por Mahoma para atraer hacia la nueva religión a todas aquellas que la precedieron? Pero, de nuevo, ¿es relevante lo que Mahoma pudiera pretender, una vez emancipada la palabra de su figura tutelar y reducida ésta a símbolo?

PD: En el enlace al blog de Abdennur Prado, MW y yo mantenemos un debate con su editor, el señor Prado, sobre el pluralismo religioso en el islam. Recomiendo seguirlo.