La dignidad es una categoría intermedia entre el merecimiento y la culpa. Nada merece quien es precarista de su propia vida. Deudor hasta del primer destello de luz, recién llegado al mundo, sucumbe la inocencia del hombre al mismo tiempo que nace en él la razón.
Quien puede ser justamente acusado y no es susceptible de ser recompensado con justicia, pues ya consiguió más de lo que le correspondía, ¿ha de vivir? No, puesto que no es digno.
Digno es quien se humilla, ya que renuncia a lo que no es suyo y honra a la verdad. Digno es cualquier fin destinado a servir a lo verdadero, a conocerlo, a dar testimonio de ello. A quien incansable siempre se esfuerza, a ése podemos salvarlo, exclaman los ángeles del Fausto del inmortal Goethe. No el hecho de ser, sino la intención de crecer; no el grado de consciencia, sino la unidad de la decisión.
En el resto de animales este propósito escapa a sus posibilidades. Su único fin indubitable y constante es reproducirse y alimentarse, por lo general unos a expensas de otros e ignorándose en todo lo demás. La inteligencia que manifiesten será medida de su perseverancia, no de su dignidad.
Por este motivo el hombre indigno es digno de la muerte, como un vil animal. Cualquier derecho que le concedamos es sólo una ficción por la que la comunidad se asegura su supervivencia. Así, el respeto a los semejantes es una extensión del principio de conservación: conservo aquello que permite que yo sea conservado.
Ahora bien, aplicar la semejanza a algo tan vago como la capacidad de sentir dolor es contrario a la sociabilidad humana, aunque quiera pasar por un pensamiento generoso y compasivo. El dolor es una sensación primaria, irracional e íntima que no nos hace ni buenos ni malos, ni útiles ni inútiles. Causamos dolor expresamente a quien creemos que lo merece, y permitimos que lo sienta quien no lo merece cuando el fin lo justifica.
Todo valor, entonces, se debe a lo suprasensible.
miércoles, 7 de enero de 2009
Por encima de las bestias
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