viernes, 26 de septiembre de 2008

El heroísmo de la humanidad




Descartes distinguía radicalmente entre pensar y sentir; los darwinistas mantienen que pensar es una forma de sentir. Por el contrario, opino que sentir es ya es pensar en un sentido muy débil, y que ambas acciones jamás se dan separadamente, pese a que se opongan en lo conceptual: uno siente según la acción de los otros (canalizada por la memoria), y piensa a partir de su propia acción (en base a la inteligencia). Dejar de pensar es tan imposible como dejar de sentir.

La superioridad del hombre no consiste en haber logrado la desconexión del cuerpo, sino en contenerlo y controlarlo persiguiendo toda clase de fines que a menudo escapan a las reacciones instintivas. Ningún animal, por ejemplo, se aguantaría la sed si el instinto no se lo impusiera, cosa que en cambio el hombre sí puede hacer, atendiendo a objetivos racionales o irracionales libremente escogidos. La idea de progreso -que irrumpe, distorsionándolo, en el eterno retorno de los ciclos biológicos, de las constantes vitales y sus necesidades parejas- nace de la práctica de reprimir las pasiones.

No nos hemos librado de los condicionantes del cuerpo, pero sí del hábitat. Por tanto, nuestra evolución ya no puede ser sólo -ni básicamente- natural. Debemos buscarla en el ámbito de la cultura. ¿Y qué evolución hallamos en éste? ¿Hacia qué objetivos de la especie, con qué medios y mecanismos? He aquí la pregunta.

Mi respuesta a la misma es que, llegados a un punto de no retorno, que identifico con la libertad y la autoconsciencia, no evolucionamos. Y no porque la cultura, como una vertiente más de la información, sea impermeable a los procesos selectivos. La razón es más profunda, y reside en la condición recalcitrante del hombre, el cual por más que avance en conocimientos naturales no puede traspasar ciertos límites morales universalmente válidos, ni tampoco ciertos límites metafísicos a los que podríamos referirnos como destino.

Así como existe la verdad, existe el error, que sólo puede manifestarse a través de los seres libres. Un animal, por definición, nunca se equivoca, ya que no posee ningún interés que pueda estimarse individual. Su muerte beneficiará a la especie tanto como su vida. Las causas del error, pues, no son naturales, considerando que nuestras potencias son muy superiores a las de los brutos y que, por tanto, no cabe acogerse a ningún pretexto de finitud o falibilidad.

En lo que respecta a las consecuencias de errar intelectualmente, son dos. Una es la vergüenza, que no experimentará nadie que no haya sido libre para optar por su propio fracaso; la otra es el odio, el mal moral, la tristeza y la pulsión de muerte en el hombre, que representan su rebelión contra todo orden y que, pese a rechazar la razón, requieren el apoyo activo de la inteligencia y son una muestra de antianimalidad. Porque es evidente que ningún animal se cree superior a su entorno ni osa enfrentarse a él, entendido éste como un todo global (como destino, decíamos antes).

El sentimiento de libertad total, también de libertad para condenarse, destruye cualquier orden o estructura en la que se quiera encajar nuestras decisiones, excepción hecha del orden de las propias disposiciones del individuo en particular. La libertad es no obstante un instrumento neutro que no presupone ninguna dirección volitiva, y una capacidad de la que hemos afirmado que no debemos buscar causas eficientes en el entorno. De la ausencia de causa se sigue la ausencia de efecto. Siendo indudable este último, hemos de concluir que la causa del extravío en nosotros es sobrenatural.

1 comentario:

Daniel Vicente Carrillo dijo...

Este texto es una transcripción traducida del catalán de mi respuesta a Abulafia en su blog, donde si entendéis ese idioma también podréis leer sus comentarios.