Mantenemos el nexo moral con la Antigüedad a través del concepto de honor, cuya preservación permite que todavía nos identifiquemos con ella o la admiremos.
El honor es la vergüenza que no puede mostrarse y ya ni siquiera sentirse. Es el reverso positivo de la sumisión genuinamente semítica, su reverso necesario. Entre los bárbaros se ha asociado a la desesperación y al ansia de muerte que conduce al suicidio o al holocausto ritual. Pero en Europa ha sido el afecto heroico por excelencia, el charisma mediante el que un solo individuo era capaz de cargar con la responsabilidad de un pueblo entero, por lo que se le creía facultado para quedar por encima de la ley; mientras que con el criminal la ley exige su satisfacción y es todo el pueblo quien ha de corregir a un hombre solo.
La modernidad, en la medida en que ignora el destino, es relativamente incapaz de comprender el honor. Ha extendido un velo sobre los fines y ha envuelto en una oscuridad aún mayor lo innato de la virtud que, escondida en el pecho, cada uno lleva como el deber secreto al que ha de dar cumplimiento. Por ello el espíritu moderno, carente de horizonte para el sujeto, se contempla a sí mismo como un camino auspicioso y una senda de progreso universal, esto es, de enmienda genérica a la humanidad.
Ha ideado con este propósito un ardid con el que administrarnos el fármaco de la tranquilidad de espíritu. Habría sido imposible convencer a las naciones de su ausencia de sentido, de la maldad intrínseca de la guerra y de la perversión de todo orgullo, incluido el legítimo, sin proponer al mortal una catársis de su miseria a través de la falsa introspección. Potenció en su alma las tendencias autocompasivas, el cansancio por el dolor. Elevó hasta un lugar estimable y decoroso la deshonra de situarse por debajo de uno mismo para, desde ahí, contemplar al género de los hombres como la reproducción de la propia imagen caída.
Ningún añadido o supresión subsana una mentira, y sin embargo para convertir una verdad en engaño basta con mutilarla mínimamente. Amar al prójimo con un amor idéntico al que nos profesamos sólo sería regla de justicia si el hombre fuera la medida de todas las cosas. Ahora bien, estando Dios por encima de todas ellas, la pasada es regla de equidad -y nada más. Por consideración al orden moral seremos clementes, es decir, suprimiremos el exceso; y por miramiento hacia el fondo eterno de nuestros actos seremos caritativos, ofreciendo más de lo que se nos reclama, puesto que sólo a nosotros nos es dado saber lo que debemos. Entregaremos al altar lo que es del altar y al fuego lo que es del fuego, émulos de la sabiduría de Atenas contra el sacrilegio de Protágoras, el primer moderno.
lunes, 9 de febrero de 2009
La medida de todas las cosas
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2 comentarios:
Es el mejor artículo que he leído en mucho tiempo sobre la idea del honor, idea por otro lado casi olvidada, pero de la que aún se sigue escribiendo en determinados sitios, precisamente por la nostalgia que produce su ausencia.
Enhorabuena, y un saludo
Muy amable, un saludo.
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