Desde que Aristóteles definiera al hombre como animal racional se han producido varios equívocos filosóficos y algunas asunciones excesivas sobre nuestra condición. Así, para Descartes el hombre es el animal que piensa, lo cual se corresponde bien con la definición anterior, habida cuenta de que no hay raciocinio sin pensamiento. Entre la tradición aristotélica y la cartesiana tuvo lugar, sin embargo, un profundo cuestionamiento del paradigma de la racionalidad humana en San Agustín y, a partir de él, en algunos filósofos renacentistas, quienes se enfrentaron al problema de dotar al hombre de una especial dignidad que lo encumbrara axiológicamente por encima del resto de las criaturas vivientes -y no como resultado de una mera cuestión de hecho, de dominio efectivo sobre las mismas. El veredicto fue claro: si los humanos son algo más que bestias es por ser libres, para bien y para mal.
En la antropología del obispo de Hipona la ligazón entre la libertad y la racionalidad se encuentra dañada por la caída del hombre tras el primer pecado. No somos capaces de sentir espiritualmente sino con muchas dificultades; nos contradecimos de continuo dada nuestra idiosincrasia de individuos imperfectos, y estamos más ensoberbecidos por el amor propio que entregados rectamente al amor por la verdad. Cuando seguimos nuestro albedrío, se sostiene, es a menudo para nuestra perdición, siendo éste un mal del que nadie está a salvo, con independencia de su formación o cuna. El hombre ya no puede estar en la naturaleza al modo de uno más de sus cohabitantes, por lo que permanece condenado a residir en ella como un extraño, a someterla o sometérsele.
Considerado este aspecto paradójico y autodestructivo que jamás nos abandona, hay que contestar cualquier intento de derivar la racionalidad y la moral de nuestra especie de su sustrato animal. Resulta mucho más ajustado a los hechos mantener que el carácter innato de seres racionales que nos es atribuible va deteriorándose -destruyéndose, pues, y no construyéndose- en la medida en que el ciego instinto cede su lugar a la inteligencia corrompida. La dinámica natural del hombre y su verdadera evolución lógica consiste en reprimir y dirigir crecientemente las pasiones para convertirlas en acciones. Ahora bien, vemos que en vez de ello son las acciones las reprimidas para permitir, en un acto de necia soberanía, que las pasiones penetren en el recinto de la consciencia y se adueñen de nuestra índole hasta desvirtuarla y arruinarla.
lunes, 13 de octubre de 2008
El error de Aristóteles
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1 comentario:
También podría haber titulado "el error de Sócrates", que es el error común de sus discípulos.
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