viernes, 31 de julio de 2009

Una refutación de Hume antes de Hume




Las proposiciones universales son los fundamentos de la demostración filosófica

Ahora bien, este error de Nizolio no es despreciable porque lleva en el fondo algo de gran importancia. Pues, si los universales no son otra cosa que colecciones de singulares, se seguirá que no existe la ciencia por demostración (cosa que dice también Nizolio más adelante), sino colección de singulares o inducción. Mas por este procedimiento desaparecerán absolutamente las ciencias y los escépticos habrán conseguido la victoria. En efecto, por este procedimiento no pueden formarse nunca proposiciones perfectamente universales, porque por inducción nunca se puede estar seguro de que se han experimentado todos los individuos, sino que siempre nos moveremos en el ámbito de la proposición "todo lo que he experimentado es tal cosa". Pero, como no puede darse ninguna verdadera razón universal, siempre permanecerá la posibilidad de que innumerables cosas que tú no has experimentado sean distintas. Pero dirás que el fuego (es decir, el cuerpo luminoso, fluido y sutil) que brota de la leña de modo ordinario, quema; decimos, de modo universal, aunque nadie haya experimentado todos los fuegos de tal tipo, sino porque esto ya ha quedado claro en aquellos que hemos experimentado. Así que inferimos de esto y creemos con certeza moral que todos estos fuegos queman y nos quemarán si acercamos la mano.

Pero esta certeza moral no está fundada en la inducción solamente, ya que no se consigue sólo por la inducción, sino con la ayuda y el apoyo de las siguientes proposiciones universales que dependen no de la inducción de los singulares, sino de la idea universal o definición de los términos: 1.ª Si la causa es la misma o semejante en todos los casos, el efecto será el mismo o semejante en todos los casos. 2.ª No se presupone la existencia de una cosa que no es percibida. Y, finalmente, 3.ª Todo lo que no se presupone, en la práctica hay que tenerlo por nada, antes de que se pruebe.

De estas proposiciones surge la certeza moral de la proposición "todo aquel fuego quema". Pues supongamos que el fuego que ahora se me presenta sea de tal clase, digo, que sea en todos los aspectos (en lo referente a nuestra cuestión) semejante a los anteriores, porque, por hipótesis, no percibo diferencia alguna que afecte a la cuestión; y lo que no se percibe no se presupone, por la proposición de apoyo 2.ª Por la proposición 3.ª, lo que no se presupone, en la práctica, hay que tenerlo por nada. Luego hay que mantener, en la práctica, que es igual en todos los aspectos (en lo referente a nuestra cuestión). Ahora bien, por la proposición 1.ª, el efecto, es decir, la combustión, por hipótesis, será semejante en todos los aspectos. Luego hay que admitir, en la práctica, que cualquier fuego dado de tal clase, o todo aquel fuego, quemará. Cosa que se pretendía demostrar.

De esto ya queda claro que la inducción per se no produce nada, ni siquiera certeza moral, sin la ayuda de proposiciones dependientes no de la inducción, sino de la razón universal. Porque, si también estas proposiciones de apoyo tuvieran su valor por inducción, necesitarían de nuevas proposiciones de apoyo y así no tendríamos certeza moral en un proceso hasta el infinito. Pero la certeza perfecta no puede esperarse totalmente de la inducción con la ayuda de cualquier tipo de apoyo y, así, no conoceremos nunca perfectamente sólo por inducción la proposición "el todo es mayor que una de las partes". En efecto, aparecerá luego quien niegue, por cualquier razón peculiar, que sea verdadera en otros casos no experimentados, como sabemos, de hecho, que Gregorio de S. Vicente negó que el todo fuese mayor que una de sus partes, por lo menos en los ángulos de contacto; y que otros lo han negado a propósito del infinito; y que Thomas Hobbes (pero ¡hasta ese hombre!) comenzó a dudar de aquella proposición geométrica demostrada por Pitágoras y considerada digna de un sacrificio de hecatombe, cosa que yo he leído, no sin estupor.


Leibniz

domingo, 26 de julio de 2009

Pronto


¡Descanso! Ser huésped una vez. No siempre atender uno mismo sus apetencias con mezquina ración. No siempre tomarlo todo de modo hostil; dejar por una vez que todo transcurra y saber: lo que acontece es bueno. También el ánimo tiene que distenderse alguna vez y replegarse sobre sí mismo al borde de sábanas de seda. No siempre ser soldado. Por una vez llevar los rizos sueltos y abierto el ancho cuello y sentarse en sillones satinados y sentirse, hasta la punta de los dedos, como después del baño. Y empezar a saber de nuevo qué son las mujeres. Y qué hacen las de blanco y qué son las de azul; qué manos tienen, cómo cantan su risa, cuando rubios muchachos traen las hermosas fuentes pesadas de fruta jugosa.


Rilke

jueves, 16 de julio de 2009

Prueba del diseño


Entre un círculo dibujado en la arena y un círculo matemático hay una relación primaria de proximidad lógica y otra secundaria de causalidad implícita. Esto es, aunque sea absurdo imaginar contacto físico alguno entre los átomos de gravilla y cualquiera de los lugares del perímetro de la circunferencia, debemos presuponer que, si la circunferencia fuera inconcebible, el círculo que la toma como modelo sería inexistente o cualquier cosa; y que, a la vista de que es un círculo más bien que cualquier cosa, debe su ser a algo distinto a la materia que lo compone.

Así pues, si algo es concebible, algo puede existir. A fortiori, como se verá, si algo concibe, algo puede existir.

Partimos en este caso del hecho efectivo e innegable de que algo existe, y de que sería imposible si no fuera concebible. Por tanto, de ahí se sigue que algo previo a la existencia de lo real es necesariamente concebible. Lo autocontradictorio, sea lo que sea, jamás llega a ser; luego, lo autoconsistente, sea lo que sea, es siempre.

La primera prueba del diseño, entonces, es que el mero hecho de existir cualquier cosa, simple o compleja, conlleva una elección ontológica del no ser al ser-efectivo; elección que no es ni necesaria (puesto que puede postularse la inexistencia) ni irracional (dado que la existencia de su objeto no resulta autocontradictoria). No resulta muy aventurado anticipar, pues, que es racional y contingente.

Lo contingente, a su vez, puede ser azaroso, determinado o libre, entendiendo la libertad como una determinación teleológica.

Ahora bien, el azar es el desconocimiento de la causa, mientras que hemos afirmado que la causa existe en tanto que causa implícita concebible. En consecuencia, no puede sostenerse que se ignora por completo la causa que se presupone. Ergo, la elección de la que venimos hablando parece no ser azarosa y estar implícitamente determinada por una causa eterna.

Sin embargo, de una causa eterna no se deriva una existencia, efecto suyo, acotada en el tiempo, ya que estaríamos violando el principio de igualdad causa-efecto. Luego, nos vemos en fin obligados a admitir que la causa es libre e intencional, ya que no azarosa ni determinada.

Se ha demostrado que del hecho de que algo existe y es concebible ha de seguirse la elección libre e intencional de un diseñador eterno e inmaterial.

Accedo a comentar los pormenores de esta prueba y las refutaciones que pueda suscitar.

Teología del bienestar


Existe un motivo para que la religión retroceda hoy más en los países desarrollados, y es que los fenómenos ideológicos cobran en éstos mayor virulencia, por ser más complejas sus interrelaciones y desenvolverse más rápido los procesos sociales a ellas unidos. Por la misma razón, cuando la tendencia sea opuesta y se invierta la hegemonía, se intercambiarán los papeles que hoy juraríamos permanentes, sin que quepa hablar en cambio de asignaciones fijas o clasistas en el mundo de las ideas.

Las causas de la prosperidad y decadencia de una forma de pensamiento son múltiples y oscuras; se diría incluso que arbitrarias, sucediéndose históricamente unas a otras en movimiento pendular. Por ello en el interior de ese lento vaivén no todo es homogéneo, existiendo elementos de transición que configuran una tal naturaleza bifronte. Dichos elementos perduran siempre, en perpetua tensión, pese a cambiar de función y aspecto. La reconciliación total del presente con el futuro es un sueño mesiánico que jamás se cumple.

Ahora bien, si el hombre está destinado a ser feliz y a apartarse del consuelo imaginario de la religión -aunque todo consuelo es imaginario en cierta medida-, entonces será vano contrarrestar esa tendencia irresistible. Sin embargo, lo que funciona a nivel macro debería funcionar a nivel micro, salvo que sea una falacia estadística, como sin duda es en este caso. Así, si la hipótesis que correlaciona depauperación y devoción fuera cierta por necesidad intrínseca, los hombres más religiosos serían también los más pobres y desamparados. Esto no sólo es falso (en tanto que podemos cambiar de fortuna con más facilidad que de religión) e impreciso (puesto que el desamparo es sobre todo una variable psíquica, cultural o epocal), sino que contraviene el conocido presupuesto marxista que asume que ha de darse una conciencia de clase de signo ateo en aquellos que "no pueden perder más que sus cadenas".

Triunfa la conciencia sobre la teología del bienestar.

sábado, 11 de julio de 2009

Antinaturalidad del hombre




No todo acto inmoral va en la misma dirección ni tiene parejas consecuencias. No puede decirse siquiera que cada conducta antisocial obedezca a mecanismos similares desde los que pueda rastrearse su causa genérica. Por el contrario, la mayor prueba de la libertad humana es su consciente irracionalidad, su carácter en parte inexplicable y en parte predecible. Tal se muestra más a las claras en los defectos que en las virtudes, pues mientras que éstas son en cierta medida universales -como la tendencia a la conservación y a la memorización de soluciones inteligentes-, aquéllos le resultan lacras particulares que la diferencian con nitidez de las otras especies.

La envidia es, incluso etimológicamente, la aversión que nos produce contemplar el bien ajeno o la mera reflexión al respecto. No es el resultado de un juicio en términos de suma cero, ya que también se presenta en aquellos que nada tienen que temer a propósito de la seguridad de sus bienes. Se odia la prosperidad del prójimo no porque pueda ir en detrimento de la nuestra, sino aun a sabiendas de que coadyuve a ella. Así, el procedimiento por el que innumerables seres humanos llegan a la conclusión de que es más correcto odiar en estos términos que no hacerlo -conclusión que aprueban provisionalmente en la medida en que obran en dicho sentido- no es reducible a un silogismo, pero tampoco a un hábito adquirido o a una estrategia selectiva privilegiada. Es el mal, pequeño o grande, dado en su más pura y opaca gratuidad.

Pero tomemos otro aspecto de la debilidad humana. La lujuria, que hasta cierto punto es un arrebato de raíz animal, se reproduce empáticamente en los hombres, de suerte que la imaginación del éxito ajeno es como una prefiguración del propio, por la cual se participa de aquel placer. Esta actitud no es menos absurda que la envidiosa, que presupone un perjuicio donde no lo hay, pues aquí se asume un beneficio propio donde a todas luces no existe. La búsqueda irrefrenable del mayor número de coitos entre toda suerte de participantes es el rasgo más característico de esta pasión, por lo que tal exceso empático o autoengaño dañino se encuentra en la base de la variedad de las perversiones sexuales.

Por consiguiente, ningún fin guía al hombre cuando hace el mal. Ninguna intención manifiesta ni latente, ninguna ventaja evolutiva; nada que no sea vanidad y vacío.

Fundamento democrático


Todo deviene una cuestión de evaluación, cuidadosa estimación y oportunismo; gran habilidad, tacto y una parsimoniosa audacia son necesarias para llevar a cabo una tal labor diplomática, i.e., para lograr que los trabajadores crean que eres el portaestandarte de la revolución, la clase media que te interpones ante el peligro que la amenaza, y el país que representas una corriente irresistible de opinión. La gran masa de los electores no entiende nada de cuanto ocurre en política, y carece de penetración e inteligencia para la historia económica; toma partido por quien aparenta poseer el poder, por lo que podrás obtener cuanto quieras de ella si consigues probarle que eres lo bastante fuerte como para hacer que el gobierno capitule. Pero no debes ir demasiado lejos, ya que la clase media podría despertar y el país ser entregado a un hombre de Estado resueltamente conservador. La violencia proletaria que escapa a toda evaluación, toda medida, y todo oportunismo, puede arriesgarlo todo y arruinar la diplomacia socialista.


Sorel

sábado, 4 de julio de 2009

Isócrates: Democracia, virtud, religión




Más importa a los Estados huir del vicio y practicar las virtudes que a los simples particulares. Es posible que el impío y malvado muera antes de que llegue el día de padecer las penas que castiguen sus delitos, mientras los imperios, que podemos considerar inmortales en cierto modo, dan tiempo a los dioses y a los hombres para castigarlos.

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No hay que envidiar la suerte de los soberbios que se erigen en tiranos de su patria, ni la de los ambiciosos, que se arrogan enorme poder, sino más bien a los espíritus moderados que, muy dignos de honores supremos, se contentan con los que el pueblo les concede.

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Los hombres que se nos presentan con aspecto imponente, los que valiéndose del adorno de su ciencia, o la afectación de sus virtudes, pretenden hacerse estimar en más de lo que valen, no pasan de ordinario de impostores perjudiciales. Por el contrario, los sabios que han establecido y dispuesto el culto de la divinidad, aun cuando hubieren exagerado las penas reservadas al delito, y las recompensas destinadas a la virtud, son los verdaderos bienhechores de la humanidad. A estos respetables mortales, que fueron los primeros que nos inspiraron el temor de los dioses, es a quienes debemos la ventaja de no haber vivido como las bestias.

Sectitas




Una de las marcas de identidad del liberalismo es no saber distinguir entre lo legítimo y lo conveniente; esto es, entre el non laedere y el honeste vivere. Es, pues, legítimo que se celebren ritos laicos, si bien hay que reconocer que son hoy una deshonesta nadería. Eventos de esta índole, como admiten sus promotores, constituyen un pretexto para otorgar visibilidad (vulgo propaganda) a la inconexa y autorreferencial ideología atea. Así, el mismo segmento político que reclama el derecho al propio cuerpo frente a la sociedad -que, en suma, es la libertad de prescindir de la ética en todo aquello que no cause un mal directo al prójimo- exhibe ahora el derecho -en realidad deber- a entregar un cuerpo al cuerpo social, pues, bien mirado, no otra cosa son esta clase de presentaciones y bienvenidas democráticas. Travestir el deber de libertad es un acto de extrema hipocresía política y metafísica, mas hételo aquí en toda su crudeza reivindicativa. Tales acontecimientos son meros juegos de sombras, costumbres impulsadas por ciertas elites, pero sin raigambre, carentes al cabo de contenido positivo en el grupo en que se promulgan, confinadas a vociferar arbitrarias filias y fobias individuales con el bien y las libertades comunes como excusa improvisada y rescindible. Ello a diferencia de lo historiado entre los paganos, cuya exaltación de lo público era verdaderamente religiosa y no estúpida, impostada y reactiva como en este caso.