Robredo y los suyos se han convertido en la reducción al absurdo del darwinismo al trasladarlo al mundo de la cultura, cosa que cauta y quizá inconsecuentemente no hace Dawkins. Decir que la selección cultural funciona al margen de la libertad del hombre, perpetuando de manera mecánica las actitudes e instituciones más favorables al desarrollo de la especie es una apuesta demasiado fuerte, de esas que requieren pruebas extraordinarias que jamás han sido aportadas. Es la esencia misma de la ideología progresista, pero pronunciada en lenguaje cientifista, contra cuya formulación sólo puede objetarse, amén de su propia debilidad, la incesante ondulación histórica y la experiencia persistente del mal moral.
Demuéstrese, en caso contrario, que toda conducta opuesta al principio de autoconservación tiende a desaparecer en el transcurso de las generaciones humanas. Por ejemplo, la tristeza o el aburrimiento, que inducen a la inactividad, la insociabilidad y el suicidio sin proporcionarnos ninguna ventaja en compensación. ¿Quién está libre de estas pasiones universales? ¿El habitante de la Arcadia, el buen salvaje? Se niega. ¿Acaso el utópico hombre del futuro? Llevamos ya mucho pasado a cuestas, y nada hace pensar que nos distingamos en este punto de estadios más primitivos de humanidad.
Ahora bien, la problemática expuesta puede solventarse cortando el nudo gordiano, sosteniendo que no hay fines en la naturaleza, ni nada que se frustre en el individuo sin servir a un bien superior para sus competidores. Esto es, negando el mal moral y cediendo al relativismo. Están en ello.
Sólo desde una concepción edénica de la naturaleza humana puede condenarse el infanticidio, o su derivado, el aborto, como una práctica tajantemente "inmoral".
E. Robredo.
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