Frustración es el estado psicológico por el cual se toma consciencia de no haber alcanzado un fin que se estima bueno y conveniente. Tal fin es contemplado como lejano e improbable, rasgo por el que se lo distingue del sentimiento de ambición.
Habida cuenta de que la frustración puede darse en la persecución de fines posibles y hasta sencillos a la vista de los medios de que disponemos, es preciso que nos preguntemos por qué nuestra inteligencia, cediendo ante la insensibilidad y el desánimo, obedece a nuestras pasiones en determinados supuestos y se ve subyugada por ellas. Esto es, a qué se debe el fracaso moral del hombre medio, cuya racionalidad se sobrentiende.
El fracaso puede ser:
1) Intencionado.
2) Desidioso.
Si fuera intencionado, nuestra inteligencia procuraría un fin no inteligente (contrario a los propios intereses del sujeto percibidos por él), lo que es absurdo dada su naturaleza. Deducimos que no es un fracaso intencionado o finalista, sino culpable, equivocado en los medios.
A su vez, el motivo de la culpabilidad puede deberse a que:
1) Nos engañamos.
2) Cesamos en nuestra facultad de juzgar.
Por la primera, realizaríamos algún razonamiento sofístico que nos conduciría a una conclusión errónea. Por la segunda, nos dejaríamos engañar por las apariencias como si viviéramos en un sueño donde no nos estuviera permitido reflexionar.
Ahora bien, si pecar consistiera en engañarse, siempre que nos arrepintiéramos de haber pecado seríamos capaces de aislar el error que extravió nuestras consideraciones pasadas. En ese caso el pecado carecería de mala intención, siendo más un defecto del entendimiento que de la voluntad. Corregido una vez, no volvería a repetirse en lo sucesivo. Sin embargo, por lo común esto no es así. En consecuencia, el pecado propiamente dicho no consiste en el autoengaño, sino en la suspensión del juicio.
Queda por examinar si la mencionada suspensión es:
1) Voluntaria.
2) Involuntaria.
Si fuera involuntaria, cabría atribuirla a una pasión, esto es, a una acción externa sobre nosotros o a una disminuición repentina de nuestro buen sentido. Pero, dado que no encontramos tales acciones ni causa alguna para que nuestro raciocinio se vea puntualmente impedido, se concluye que aquélla es voluntaria.
La voluntad es el brazo ejecutor del entendimiento. No existe una voluntad ciega, razón por la que cuando obramos algo sin propósito se habla de acción involuntaria. Con todo, vemos aquí un acto volitivo que procede sin influjo físico apreciable contra el entendimiento, prescindiendo de él por completo y a los solos efectos de anularlo. En estos casos es el Diablo quien opera en nosotros a través de la hipnosis, mecanismo por el que nos induce a desear lo que no comprendemos y tiende a destruirnos.
Es pecado originario el placer inicial que experimentamos inconscientemente al ser engañados en nuestro perjuicio, engaño que se presenta en forma de tentación.
jueves, 30 de agosto de 2007
La mordedura
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