domingo, 16 de septiembre de 2012

El alma como substancia inmortal




Cabe argumentar de muchas maneras a favor de la inmortalidad del alma. Sin embargo, tres de ellas me parecen las más aptas.

Por su automovimiento.

El ser vivo se mueve a sí mismo cuando actúa y es movido cuando padece. Ahora bien, todo lo que tiene en sí su propia causa eficiente es eterno. Entonces, el principio de automovimiento en el ser vivo es eterno.

Se demuestra:

La ciencia puede ofrecer una descripción o caracterización de la vida. Sólo la filosofía es capaz de dar de ella una definición. Describir es mostrar a qué se parece algo, de qué partes se compone y cómo funciona, mientras que definir es el arte de elucidar en términos lógicos y absolutos lo que algo es y lo que no es.

La vida es automovimiento o no es nada. Moverse es cambiar de un estado a otro en dos momentos distintos del tiempo. Mas, así como para apreciar un movimiento sin saltos requerimos que dichos momentos sean contiguos (esto es, con sus extremos simultáneos), para que un ser cambie y se aprecie en él mutación algo en él debe permanecer inalterable, a saber, el nexo de unión entre el antes y el después. Decimos que lo que cambia es cambiado y que lo que permanece es la causa del cambio.

Por su indivisibilidad.

Una percepción o una conclusión lógica no pueden dividirse sin quedar anulados. Por tanto, tampoco es divisible el que puede puede percibir o el que puede pensar lógicamente.

Se demuestra:

En primer lugar, la percepción es la representación de lo múltiple en lo simple. De no ser así, lo múltiple se representaría en lo múltiple y toda percepción resultaría o bien una repetición superflua de lo percibido -su reflejo pasivo- o bien una complicación de lo percibido. Pues bien, si un fenómeno que incidiera sobre un solo sentido conllevase una variedad de percepciones contradictorias a un mismo tiempo y en un mismo sujeto, no cabiendo la ligazón entre ellas mediante su representación unitaria, percibir nos confundiría en grado sumo. Sería imposible en este caso distinguir la percepción fiel de la infiel, al no poderse establecer un orden o jerarquía que las armonizase.

En segundo lugar, la verdad es igual a sí misma. Por tanto, lo que expresa la verdad es, en tanto que la expresa, igual a sí mismo. Así, aunque el silogismo se divida en varias premisas y una conclusión, y ésta a su vez en múltiples palabras o signos, sólo es capaz de entenderlo quien concentra su sentido final en un único punto de su inteligencia. Pues, si en lugar de un punto se dieran dos, estos serían o bien disímiles o bien idénticos. Siendo disímiles, el acto de entender no sería igual a sí mismo, lo que va en contra de la hipótesis. Siendo idénticos, serían el mismo, por el principio de la identidad de los indiscernibles.

Por su reminiscencia.

No podemos entender nada que no supiéramos con anterioridad. Por consiguiente, todo lo que podemos entender lo sabemos ya. Ahora bien, si la ciencia precede a la experiencia, el conocimiento precede a la sensación, y la facultad racional -aún en potencia- a la sensitiva. Luego la mente precede al cuerpo animal del hombre, sin sucederlo o emerger de él.

Se demuestra:

Si algo se entiende, se entiende por sí mismo o por otra cosa. Si se entiende por sí mismo, es evidente y no puede ser aprendido ni explicado; luego se entiende siempre y nunca se empieza a entender. Si se entiende por otra cosa, ésta será evidente o no lo será. Si lo es, se alcanza el mismo resultado que antes; si no lo es, no será ocioso preguntarnos cómo entendemos aquello que no es evidente en sí ni remite a nada evidente, toda vez que se deja a la intelección sin fundamento, desplazando la explicación a un nuevo lugar sin hallar jamás suelo seguro.

lunes, 10 de septiembre de 2012

O Dios o la nada moral


Llamo bien a la preferencia, en igualdad de condiciones, del ser sobre el no-ser.

Llamo moralmente bueno a todo acto dirigido a hacer el bien, y bueno a todo hecho necesario para que dicho acto pueda realizarse.

Llamo racional a lo que requiere de una razón para ser comprendido, en oposición a lo irracional y a lo autoevidente.

Por tanto, todo lo moralmente bueno, al tener el bien como fin inteligible, es racional.

Por tanto, todo lo bueno, al tener lo moralmente bueno como fin inteligible, es racional.

Por tanto, un universo que sea su propia razón y, no siendo evidente por sí mismo, carezca de fundamento absoluto no será racional y no será bueno.

Esto es así porque lo que carece de razón carece de fines necesariamente, pues de lo incomprensible no ha de derivarse nada comprensible. Y, de este modo, dado que lo que carece de fines carece de toda preferencia, se concluye que lo que carece de la preferencia, en igualdad de condiciones, del ser sobre el no-ser es indiferente en el orden moral y por completo ajeno al bien.

Luego, si nada hay fuera del universo, éste es ajeno al bien y el hombre es parte del universo, se sigue que el hombre es ajeno al bien.

O Dios o el superhombre




Nietzsche observaba una contradicción en que, sacrificándote, te desprecies a ti mismo y ames a los demás, pues con ello, si no obras como un imbécil, admites tu abyecta inferioridad y, por ende, que tu amor al prójimo se sustenta en tu propia vileza. Por consiguiente, tanto más amarás cuanto más miserable seas, de donde cabe inferir que el más altruista de los hombres será también el más insignificante de ellos. No escapó al filósofo que para evitar esta conclusión hay que superar a la humanidad, lo cual conlleva o bien amarte a ti mismo y despreciar a los demás en la medida en que no te sean útiles, o bien creer en el buen Dios y con Él ser bueno.

Dada la incongruencia que supone para el materialista creer en Dios o, lo que es lo mismo, obrar como si éste existiera, es imperativo que aspire a la superhumanidad, la cual está más allá de todo deber moral, o sucumbiendo al instinto del rebaño se hunda en la infrahumanidad. 

Así, no puede existir el menor bien moral sin que a su vez se dé el mayor, esto es, el Bien moral puro. Aunque se replique que nada obsta a la existencia de lo rojo o lo rojizo sin que debamos concebir un rojo puro y eterno, la comparación es inadecuada. Porque, así como los fenómenos no necesitan fundarse más que en la apariencia, la razón sólo puede encontrar apoyo en la razón. Un bien moral que no precise de razones será subjetivo, superfluo y pasajero; fe ciega, moneda para pagarme a mí mismo. Mas, si precisa de ellas, éstas a su vez precisarán de otras, hasta que una razón absoluta cierre el sistema.

Lo absoluto pertenece a Dios y a la religión, no al hombre y su ciencia.

sábado, 8 de septiembre de 2012

Vita causat vitam




Entre mi nada y la mínima cantidad de ser para que yo sea no hay nada. Esta mínima cantidad de ser ha de darse en un único instante indivisible, ya que si en un instante anterior empezara a progresar de menos a más, no sería la mínima en este momento.

No hay razón para negar que una cantidad infinitesimal de tiempo es el presente. Luego, dado que en esa cantidad infinitesimal no es posible la división ni la sucesión, ningún hecho puede realizarse en ella que no se haya realizado ya.

Por tanto, hay hechos absolutamente simples y carentes de duración, pese a tener causas y efectos de naturaleza compleja y temporal.

Sin embargo, lo simple preexiste por definición a lo complejo, de la misma manera que la unidad precede a la multiplicidad. Es, sin duda, imposible concebir que algo dotado de partes y dividido pueda afectar a algo sin partes e indivisible, y todavía menos que pueda generarlo. De ahí se sigue que sólo en apariencia lo simple, como la vida, tiene causas y efectos extensos, como los cuerpos.

En suma, del espíritu únicamente pueden predicarse causas y efectos espirituales, lo que es prueba tanto de Dios como de la inmortalidad del alma.

viernes, 7 de septiembre de 2012

Proton pseudos




Nadie puede pecar por mí, y nadie puede ser virtuoso por mí. Pero, si el fuego es siempre caliente y el hielo es siempre frío, la prueba de que yo no soy la causa intrínseca de mi virtud es que no soy siempre virtuoso; y la de que no estoy hecho sólo de pecado, que no siempre peco.

Es necesario que el bien y el mal me irradien, pero no es imposible que los pueda resistir. Sería un pretencioso quien afirmase que se ha hecho bueno a sí mismo. Es más justo decir: "he consentido en hacerme bueno". Y lo mismo para la maldad, que nace con nosotros y no necesita ni trabajo ni maestros.

La causa necesaria del bien es Dios. La causa necesaria del mal algunos la atribuyen a la mera carencia de las criaturas (es decir, el mal metafísico o la imperfección necesaria por no ser Dios), y otros a un agente externo tentador.

En mi opinión aciertan los segundos: alguien no es moralmente malo por no ser Dios; lo es por querer ser malo aun contra su conciencia. Ahora bien, un ser consciente sólo puede renunciar a su conciencia por un engaño, y ese engaño sólo puede proceder de una causa inteligente, pues no es un engaño en las apariencias, sino en los fines. Con todo, engañarse a uno mismo es imposible, porque el agente y el paciente no pueden ser idénticos en las operaciones intelectuales (no cabe pensar y pensarme al mismo tiempo, ni refutar y refutarme); por tanto, hay un engañador. Luego, si Dios no engaña y ha de haber un primer hombre engañado, es el Diablo quien engaña a todo hombre.

domingo, 2 de septiembre de 2012

Moralmente libres o moralmente perfectos




1) En el ser racional siempre existe la posibilidad de concebir el mal. En el ser libre se da también la de hacerlo o desearlo.

2) Es una contradicción sostener que un ser puede hacer el mal y nunca hace el mal, disponiendo de una eternidad para ello. Una potencia actual que, sin mediar obstáculo absoluto, jamás se actualiza ha de reputarse quimérica. Así, un ser racional que jamás llegue a hacer uso de su razón, por más que viva, sólo impropiamente puede llamarse de esta manera.

3) La libertad moral consiste en la posibilidad de elegir bien o mal. Si el ser racional puede concebir el mal y no puede hacerlo ni desearlo, es necesariamente bueno; ergo, no es libre. Carecerá de libertad para oponerse al mal en cuanto refiere a sus acciones. Esto es, carecerá de libertad moral respecto a sí mismo y, en consecuencia, no será moralmente libre.

4) Ser libre es una perfección moral sólo en tanto conlleva la facultad racional de elegir bien. Ser libre para obrar el mal es una imperfección moral. Ahora bien, no hay imperfecciones morales en el Cielo. Por tanto, tampoco libertad moral.

Sobre la libertad de los salvos





Los actos moralmente buenos incrementan el bien del universo. Luego, prima facie, es mejor un universo que los incluya que otro que los excluya. Sin embargo, una prueba eterna implicaría la condenación de todos, ya que, si existe en el sujeto una posibilidad actual de obrar mal, ésta ha de realizarse necesariamente cuando aquél cuenta con una eternidad de tiempo. Esto conlleva que en un mundo así incluso los santos acaben cometiendo grandes atrocidades, por lo que no habría santos, al confundirse monstruosamente la virtud y el vicio. Es conveniente por esta razón que el hombre muera y  en base a sus merecimientos renazca a una naturaleza mejor, pues resulta imposible que una virtud imperfecta resista una tentación eterna.

Por otro lado, me he esforzado en argumentar que no hay automatismo moral en el Cielo, aunque tampoco haya libertad para elegir el mal. La hubo en la vida terrena de los salvos y, dado que no son seres substancialmente distintos en una y otra vida, sino que hay una continuidad moral entre ambos estadios, es falso afirmar que habiendo sido seres morales, más tarde dejaron de serlo. Pues, dado que la condición de ser moral es innata y no el resultado de una elección, no depende de que se dé una libertad efectiva en el sujeto que la posee, sino de que pueda darse o, con más razón, se haya dado. Por idéntico motivo llamamos mamífero al ser que puede mamar, no al que mama; ave al que puede volar, no al que vuela; reptil al que puede reptar, no al que repta.

La bondad perfecta del santo tampoco es ajena al mal, pues debe conocerlo y juzgarlo, aunque no pueda obrarlo. Ese no poder no es impotencia, sino exceso de potencia, porque la tentación que mueve al hombre a contradecirse y a consumar absurdos morales es en aquél lo suficientemente débil como para no realizarse jamás, así como la fricción del aire en una piedra nunca basta para evitar su descenso. Análogamente, un ser racional no puede convertirse en irracional por su propia voluntad sin que medie al mismo tiempo un embotamiento de sus facultades. No obstante, no por participar de la racionalidad es ajeno al instinto de los irracionales, que también posee y, con todo, es capaz de dominar. No carece de instinto como un ser inanimado; tampoco el santo carece de libertad como el autómata. Llegados a un grado de perfección superior, ambos pueden prescindir de estas carcasas inútiles, aun cuando guarden de ellas vestigios.

En suma, no hay en el Cielo una ausencia de libertad, sino una subordinación total de la libertad al bien. Por tanto, no procede hablar de autómatas, porque eligen espontáneamente, ni de seres moralmente libres, ya que es imposible que los santos, una vez salvos, obren mal. Cristo los comparó maravillosamente con los niños, en los que se dan estas dos cualidades: la moral de conocer el bien y la angélica de preferirlo.

sábado, 1 de septiembre de 2012

Teodicea escatológica-I




Existen dos formas de crear un universo sin mal: excluir en él o bien la libertad, o bien la maldad. Si se quiere excluir la libertad, se prescindirá del hombre. Si se opta por excluir la maldad, se eliminarán sus causas y, con ellas, las de la imperfección. Sin causas para la imperfección, se suprimirá la existencia de lo imperfecto. Hecho esto, se prescindirá del universo.

Suprímase el mundo y se acabará con el sufrimiento. Mas el sufrimiento no es malo en sí, sino por la opinión que de él albergamos. Así, mientras el placer se aviene con la belleza, la adversidad es el mejor escenario para la virtud. Y si la virtud es un bien mayor que la belleza, entonces el dolor ha de ser saludado como su más eficaz garante.

Suprímase, pues, el hombre y se acabará con el mal. Pero sería mejor acabar con los malvados, y mejor aun no haberlos creado nunca. Dios permite su existencia y tolera sus yerros por algún oscuro motivo. La respuesta que me atrevo a aventurar es que sólo las acciones libres merecen una evaluación moral. Un mundo moralmente perfecto desde el inicio sería también moralmente indiferente, como lo es el que una esfera ruede en un plano inclinado, al seguirse tal efecto de la naturaleza de las cosas. En última instancia en un escenario así todo bien moral sería atribuible a Dios, el sumo bien perfectamente libre. Esto no sucede en el mundo concebido por el cristianismo, en el que, contra la hipótesis panpsiquista, hay tantos sujetos morales como individuos, lo que propicia que el bien tenga múltiples fuentes no reducibles a una. Es ésta una ganancia que no se ve dificultada por la proliferación de los malvados y la escasez de los buenos, ya que ontológicamente el mal tiende a cero y el bien a infinito.

Ser libre es obrar con razón, ya sea para bien o para mal. Obrar sin razón, azarosamente, es un acto moralmente neutro. Ahora bien, donde no hay razones para el mal, tampoco hay libertad para el mal. Y si sólo hay libertad para el bien, no hay libertad en sentido moral. Un examen cuyas respuestas posibles fueran todas correctas calificaría sólo al examinador, que tendría que ser reputado pésimo, pero no nos aportaría información sobre el examinando. De modo análogo, una vida donde el error no fuera posible sería un espectáculo moral indiferente.

Sin embargo, un mundo moral, en el que se da la posibilidad de errar y es, por tanto, imperfecto por definición, resulta compatible con un futuro estado de bienaventuranza eterna. Hay perfecciones que no pueden perderse, como la de ser el autor de una gran obra o el artífice de una gran victoria. Éstas ya no dependen del sujeto al que se atribuyen, que siempre puede malograrse, sino de unos hechos consumados e irreversibles. El hecho consumado en el santo es haber triunfado sobre la vida, contemplada como el intervalo de tiempo durante el cual la virtud es probada y, a pesar de su debilidad, logra permanecer igual a sí misma. Ahora bien, en el Cielo -que se obtiene sobrenaturalmente en recompensa de lo anterior- esta debilidad desaparece, al regirse por las leyes de la gracia y de la incorrupción o, si se prefiere, del intelecto puro. Así, una persona buena y perfectamente instruida no dejará de elegir lo mejor, salvo que haya algún defecto en su voluntad (en cuyo caso no será buena) o en su entendimiento (es decir, no estará perfectamente instruida). Estos defectos son o bien limitaciones y accidentes de la materia, o bien limitaciones y accidentes del alma; y, en suma, no son acciones que pertenezcan a la esfera de la libertad, sino pasiones o carencias. Luego, dado que dichos obstáculos no pueden darse en el Cielo, donde las causas eficientes no contradicen a las finales, al identificarse con ellas, el bueno no tiene razón alguna para apartarse de su bondad, por lo que, no habiendo razón para ello, la maldad nunca acontece.

Todo malvado es el primero en padecer el mal del que participa. Este padecimiento no forma parte de la libertad, sino de un defecto de su naturaleza que el cristianismo entiende connatural a la especie humana: la caída. No obstante, asentir al mismo y no oponerle resistencia es el mal moral objeto de reproche. Visto así, el Cielo es una inversión del mundo: aquí todo tiende al mal, salvo que se corrija, obrando las causas finales sobre las eficientes, las acciones sobre las pasiones; allí todo tiende al bien, sin variación posible.

El malvado es libre y, dado que es libre, puede ser juzgado. El bueno es más libre, en tanto que no se somete a sus pasiones, pero esto no debe conducirnos a negar la libertad del primero. Por el mismo motivo, el bueno sólo merece ser elogiado si tiene la posibilidad de errar y la rechaza; si nunca la tuvo, sólo debe ser elogiado su Creador, de cuya virtud el es un receptáculo pasivo. Con todo, el que es salvo no tiene ya esa posibilidad, pero la tuvo y supo resistirla, por lo que es merecedor de elogios y digno destinatario del premio de la incorrupción. No ser libre para hacer el mal no es en él una carencia, sino una perfección, como lo es en Dios. Pero es una perfección que depende de su libertad ya consumada e inalienable, esto es, de la que ejerció en su vida terrena, en lugar de depender de la sola bondad de Dios, lo que convertiría a éste en el único sujeto moral del universo.

La libertad no es un bien en sí. Ella es sólo la posibilidad del bien y del mal morales. Una libertad que alcanza su fin, que es la bondad perpetua, no tiene necesidad de perdurar, dado que deviene inútil. La gracia no anula la libertad, sino que la dirige. En el Cielo, que es el Reino de la Gracia, ya no tiene dónde dirigirla: ha llegado a su destino. No creo siquiera que el Cielo permita un aumento de la virtud ante la contemplación de Dios, pues la virtud es ciertamente una facultad libre del hombre. Dependiendo en alguna medida de nosotros, que somos imperfectos, no tiene que tender necesariamente a la perfección, lo que conllevaría el escándalo de que pudiera errarse en el Cielo. Y si depende sólo de Dios, entonces este crecimiento carece de relevancia moral para la criatura.

La bondad es el amor del bien absoluto. Este amor sólo debe ser libre al menos una vez en el tiempo para confirmarse fuera del tiempo, tornándose constante y eterno. Es inconmovible porque está sujeto a dos extremos que también lo son. Por un lado, al pasado, cuya naturaleza es inalterable, del que procede; por el otro, a Dios, a quien se encamina.

Decimos de Dios que es libre en sentido metafísico, porque nada lo condiciona, pero no en sentido moral, porque no puede obrar mal. Dios es digno de todo encomio por ser el bien en sí, no por hacer el bien, pues es imposible que obre de otra manera. 

El santo está más allá de la humanidad, ya que la ha superado. Tiene el pasado de un hombre y el presente de un dios.