Existen dos formas de crear un universo sin mal: excluir en él o bien la libertad, o bien la maldad. Si se quiere excluir la libertad, se prescindirá del hombre. Si se opta por excluir la maldad, se eliminarán sus causas y, con ellas, las de la imperfección. Sin causas para la imperfección, se suprimirá la existencia de lo imperfecto. Hecho esto, se prescindirá del universo.
Suprímase el mundo y se acabará con el sufrimiento. Mas el sufrimiento no es malo en sí, sino por la opinión que de él albergamos. Así, mientras el placer se aviene con la belleza, la adversidad es el mejor escenario para la virtud. Y si la virtud es un bien mayor que la belleza, entonces el dolor ha de ser saludado como su más eficaz garante.
Suprímase, pues, el hombre y se acabará con el mal. Pero sería mejor acabar con los malvados, y mejor aun no haberlos creado nunca. Dios permite su existencia y tolera sus yerros por algún oscuro motivo. La respuesta que me atrevo a aventurar es que sólo las acciones libres merecen una evaluación moral. Un mundo moralmente perfecto desde el inicio sería también moralmente indiferente, como lo es el que una esfera ruede en un plano inclinado, al seguirse tal efecto de la naturaleza de las cosas. En última instancia en un escenario así todo bien moral sería atribuible a Dios, el sumo bien perfectamente libre. Esto no sucede en el mundo concebido por el cristianismo, en el que, contra la hipótesis panpsiquista, hay tantos sujetos morales como individuos, lo que propicia que el bien tenga múltiples fuentes no reducibles a una. Es ésta una ganancia que no se ve dificultada por la proliferación de los malvados y la escasez de los buenos, ya que ontológicamente el mal tiende a cero y el bien a infinito.
Suprímase, pues, el hombre y se acabará con el mal. Pero sería mejor acabar con los malvados, y mejor aun no haberlos creado nunca. Dios permite su existencia y tolera sus yerros por algún oscuro motivo. La respuesta que me atrevo a aventurar es que sólo las acciones libres merecen una evaluación moral. Un mundo moralmente perfecto desde el inicio sería también moralmente indiferente, como lo es el que una esfera ruede en un plano inclinado, al seguirse tal efecto de la naturaleza de las cosas. En última instancia en un escenario así todo bien moral sería atribuible a Dios, el sumo bien perfectamente libre. Esto no sucede en el mundo concebido por el cristianismo, en el que, contra la hipótesis panpsiquista, hay tantos sujetos morales como individuos, lo que propicia que el bien tenga múltiples fuentes no reducibles a una. Es ésta una ganancia que no se ve dificultada por la proliferación de los malvados y la escasez de los buenos, ya que ontológicamente el mal tiende a cero y el bien a infinito.
Ser libre es obrar con razón, ya sea para bien o para mal. Obrar sin razón, azarosamente, es un acto moralmente neutro. Ahora bien, donde no hay razones para el mal, tampoco hay libertad para el mal. Y si sólo hay libertad para el bien, no hay libertad en sentido moral. Un examen cuyas respuestas posibles fueran todas correctas calificaría sólo al examinador, que tendría que ser reputado pésimo, pero no nos aportaría información sobre el examinando. De modo análogo, una vida donde el error no fuera posible sería un espectáculo moral indiferente.
Sin embargo, un mundo moral, en el que se da la posibilidad de errar y es, por tanto, imperfecto por definición, resulta compatible con un futuro estado de bienaventuranza eterna. Hay perfecciones que no pueden perderse, como la de ser el autor de una gran obra o el artífice de una gran victoria. Éstas ya no dependen del sujeto al que se atribuyen, que siempre puede malograrse, sino de unos hechos consumados e irreversibles. El hecho consumado en el santo es haber triunfado sobre la vida, contemplada como el intervalo de tiempo durante el cual la virtud es probada y, a pesar de su debilidad, logra permanecer igual a sí misma. Ahora bien, en el Cielo -que se obtiene sobrenaturalmente en recompensa de lo anterior- esta debilidad desaparece, al regirse por las leyes de la gracia y de la incorrupción o, si se prefiere, del intelecto puro. Así, una persona buena y perfectamente instruida no dejará de elegir lo mejor, salvo que haya algún defecto en su voluntad (en cuyo caso no será buena) o en su entendimiento (es decir, no estará perfectamente instruida). Estos defectos son o bien limitaciones y accidentes de la materia, o bien limitaciones y accidentes del alma; y, en suma, no son acciones que pertenezcan a la esfera de la libertad, sino pasiones o carencias. Luego, dado que dichos obstáculos no pueden darse en el Cielo, donde las causas eficientes no contradicen a las finales, al identificarse con ellas, el bueno no tiene razón alguna para apartarse de su bondad, por lo que, no habiendo razón para ello, la maldad nunca acontece.
Sin embargo, un mundo moral, en el que se da la posibilidad de errar y es, por tanto, imperfecto por definición, resulta compatible con un futuro estado de bienaventuranza eterna. Hay perfecciones que no pueden perderse, como la de ser el autor de una gran obra o el artífice de una gran victoria. Éstas ya no dependen del sujeto al que se atribuyen, que siempre puede malograrse, sino de unos hechos consumados e irreversibles. El hecho consumado en el santo es haber triunfado sobre la vida, contemplada como el intervalo de tiempo durante el cual la virtud es probada y, a pesar de su debilidad, logra permanecer igual a sí misma. Ahora bien, en el Cielo -que se obtiene sobrenaturalmente en recompensa de lo anterior- esta debilidad desaparece, al regirse por las leyes de la gracia y de la incorrupción o, si se prefiere, del intelecto puro. Así, una persona buena y perfectamente instruida no dejará de elegir lo mejor, salvo que haya algún defecto en su voluntad (en cuyo caso no será buena) o en su entendimiento (es decir, no estará perfectamente instruida). Estos defectos son o bien limitaciones y accidentes de la materia, o bien limitaciones y accidentes del alma; y, en suma, no son acciones que pertenezcan a la esfera de la libertad, sino pasiones o carencias. Luego, dado que dichos obstáculos no pueden darse en el Cielo, donde las causas eficientes no contradicen a las finales, al identificarse con ellas, el bueno no tiene razón alguna para apartarse de su bondad, por lo que, no habiendo razón para ello, la maldad nunca acontece.
Todo malvado es el primero en padecer el mal del que participa. Este padecimiento no forma parte de la libertad, sino de un defecto de su naturaleza que el cristianismo entiende connatural a la especie humana: la caída. No obstante, asentir al mismo y no oponerle resistencia es el mal moral objeto de reproche. Visto así, el Cielo es una inversión del mundo: aquí todo tiende al mal, salvo que se corrija, obrando las causas finales sobre las eficientes, las acciones sobre las pasiones; allí todo tiende al bien, sin variación posible.
El malvado es libre y, dado que es libre, puede ser juzgado. El bueno es más libre, en tanto que no se somete a sus pasiones, pero esto no debe conducirnos a negar la libertad del primero. Por el mismo motivo, el bueno sólo merece ser elogiado si tiene la posibilidad de errar y la rechaza; si nunca la tuvo, sólo debe ser elogiado su Creador, de cuya virtud el es un receptáculo pasivo. Con todo, el que es salvo no tiene ya esa posibilidad, pero la tuvo y supo resistirla, por lo que es merecedor de elogios y digno destinatario del premio de la incorrupción. No ser libre para hacer el mal no es en él una carencia, sino una perfección, como lo es en Dios. Pero es una perfección que depende de su libertad ya consumada e inalienable, esto es, de la que ejerció en su vida terrena, en lugar de depender de la sola bondad de Dios, lo que convertiría a éste en el único sujeto moral del universo.
El santo está más allá de la humanidad, ya que la ha superado. Tiene el pasado de un hombre y el presente de un dios.
La libertad no es un bien en sí. Ella es sólo la posibilidad del bien y del mal morales. Una libertad que alcanza su fin, que es la bondad perpetua, no tiene necesidad de perdurar, dado que deviene inútil. La gracia no anula la libertad, sino que la dirige. En el Cielo, que es el Reino de la Gracia, ya no tiene dónde dirigirla: ha llegado a su destino. No creo siquiera que el Cielo permita un aumento de la virtud ante la contemplación de Dios, pues la virtud es ciertamente una facultad libre del hombre. Dependiendo en alguna medida de nosotros, que somos imperfectos, no tiene que tender necesariamente a la perfección, lo que conllevaría el escándalo de que pudiera errarse en el Cielo. Y si depende sólo de Dios, entonces este crecimiento carece de relevancia moral para la criatura.
La bondad es el amor del bien absoluto. Este amor sólo debe ser libre al menos una vez en el tiempo para confirmarse fuera del tiempo, tornándose constante y eterno. Es inconmovible porque está sujeto a dos extremos que también lo son. Por un lado, al pasado, cuya naturaleza es inalterable, del que procede; por el otro, a Dios, a quien se encamina.
Decimos de Dios que es libre en sentido metafísico, porque nada lo condiciona, pero no en sentido moral, porque no puede obrar mal. Dios es digno de todo encomio por ser el bien en sí, no por hacer el bien, pues es imposible que obre de otra manera.
La bondad es el amor del bien absoluto. Este amor sólo debe ser libre al menos una vez en el tiempo para confirmarse fuera del tiempo, tornándose constante y eterno. Es inconmovible porque está sujeto a dos extremos que también lo son. Por un lado, al pasado, cuya naturaleza es inalterable, del que procede; por el otro, a Dios, a quien se encamina.
Decimos de Dios que es libre en sentido metafísico, porque nada lo condiciona, pero no en sentido moral, porque no puede obrar mal. Dios es digno de todo encomio por ser el bien en sí, no por hacer el bien, pues es imposible que obre de otra manera.
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