San Agustín se enfrenta en una de sus obras de juventud al problema aristotélico del lugar del alma, que deriva en la disyuntiva de su indivisión o corporeidad. Es ésta una cuestión que no ha dejado de discutirse, aunque parece que casi todo el pensamiento no confesional, o de profesión de fe materialista, se decante hoy por ver en el alma algo corpóreo (Ryle, Penrose y un largo etcétera).
El ejemplo de Aristóteles, que Agustín ilustra con una experiencia personal ligeramente modificada, es el de un gusano al que se secciona en varias partes y, no obstante, sigue moviéndose en todas ellas. San Agustín sostiene que puede deberse a que "el aire y el fuego" que integran al animal escapan por las heridas recién abiertas, de manera que cuando abandonan completamente el cuerpo cesa el movimiento. Pero a continuación, dando pruebas de una gran honestidad intelectual, narra el caso de un ciempiés partido en dos cuyas respectivas partes siguen andando en direcciones opuestas, viviendo ambas más tarde, y de las que, de no observarse este proceso, se habría dicho que eran dos animales distintos; esto es, engendrados separadamente.
Pues bien, a tal dificultad San Agustín no sabe responder nada claro. Se refugia en nuestra ignorancia y reconoce algo contrariado que ese gusanillo pone en aprietos a toda su teorización anterior, que no obstante es cierta "a priori", por lo que deduce que algo debemos estar interpretando mal en la experiencia. En un intento por zafarse, compara el cuerpo y el alma con las letras de una palabra y su significado, alegando que hay palabras divisibles que pueden mantener su significado después de la división, y otras que no, por lo que todo radicaría en cómo se divide.
Sin embargo, el santo no explica con ello de qué modo un alma inextensa puede estar en dos cuerpos separados, o regirlos de forma opuesta. La analogía de las palabras divisibles, además, no deja de ser una falacia, si la he entendido bien, pues ningún significado puede descomponerse permaneciendo idéntico, sino que siempre remitirá a elementos más primitivos.
La buena noticia es que todo esto queda resuelto por la Monadología de Leibniz. No hay un alma en cada cuerpo, asignada al comienzo de los tiempos, sino infinitas, si bien sea una en exclusividad la que rija sobre las demás mientras las cosas sigan como están en el cuerpo. Si el cuerpo cambia, esa mónada central puede ceder su primacía o verla amputada. En seres complejos como el hombre, con un sistema nervioso centralizado en el cerebro, ello no es posible en principio, pero en un gusano sí. Un gusano no tiene un cerebro, contando en su lugar con un sistema nervioso en el que muchas de sus partes son cerebros en potencia, potencia que para actualizarse sólo requiere de un pequeño cambio en el cuerpo.
Es el monismo substancialista el que traciona a San Agustín, mientras que la Monadología es un pluralismo substancialista. Poseemos como cuerpos mónadas infinitas e irreflexivas y sólo un alma capaz de apercepción, forma del cuerpo, cuya función aglutinadora define a éste. Media una distancia tal entre ambos tipos de mónadas, que no es razonable pensar que las primeras podrán ocupar naturalmente el lugar de las segundas en el hombre, al menos en el hombre desarrollado, cosa que sí sucede en el gusano, porque carece de alma "strictu sensu" y sólo tiene un principio automotor en acto, junto a muchos en potencia.
Se dirá que la hipótesis de las mónadas es superflua y no explica nada que no quede comprendido en la hipótesis materialista. Pero yo no estaría tan seguro; mas, aunque así fuera, se habría demostrado que es congruente con la experiencia. Y digo que no estaría tan seguro porque el materialista siempre tiene serios problemas para identificar lo que es un cuerpo, dado que ve en la materia un continuo de influencia recíproca que sólo establece pseudodiscontinuidades (cuerpos) en función de su nivel de organización.
Con todo, la misma palabra "organización" es poco materialista y delata un intento disimulado de mezclar el materialismo puro con una suerte de teleología. El experimento del gusano o del ciempiés prueban que la organización no es sólo propia de lo que el materialista llama cuerpo (el contorno físico del animal), sino de cada una de sus partes, susceptible de volverse autónoma en algunas especies; incluso autónoma con inmediatez y sin desarrollo previo, como sucede en los citados casos. Por tanto, prueban la Monadología, o la muestran plausible.
La autoorganización, pues, implica teleología, ya que cada cuerpo tiene un conato, un afán de perseverar en sí mismo, y eso es un fin como cualquier otro. Spinoza, que esgrimió el conato, negaba los fines generales, pero no el fin mismo del individuo, con lo cual se contradecía en parte, porque el individuo está incluido en el todo genérico, y no podemos decir que el individuo tiene fines y el todo no, como si estuvieran en lugares distintos o fuesen cosas separadas. Diremos que los fines del individuo son claros y los del todo no lo son, pero deducir de la no claridad la no racionalidad es la falacia cartesiana, que sólo daba carta de naturaleza filosófica a lo claro y distinto, cuando lo verdadero es, en realidad, aquello que no puede contradecirse y que resulta más cierto que su contrario. Todo esto independientemente de lo que los pobres mortales vean de claro y distinto en él, que podrá ser más o menos según sus luces.
Objétese que pueden existir fines intermedios pero es un "non sequitur" fingir otro tanto con los fines finales, como pretende la teleología. Respondo que si admitimos que hay fines, sean de la clase que sean, el reduccionismo queda refutado, y con esto me basta por el momento.
jueves, 20 de noviembre de 2008
Buenas noticias, aunque viejas
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