La falacia progresista, que es en parte la de Rousseau, consiste en creer que si no enseñamos ninguna moral positiva, la natural -inscrita en nuestros genes- se acabará universalizando en el curso de la historia. Ésta, a su vez, será moldeada según convenga a cada circunstancia, pues su yugo es suave y su carga ligera.
Pero hay que temer a los autoproclamados bienhechores y libertadores de la humanidad. La "moral genética" resulta tan ambigua como cualquier texto sagrado al uso, y todos, justos y criminales, pueden hacer de ella su Corán. El optimismo que muestran los nuevos apóstoles de la naturaleza es fruto de identificar al hombre con sus imperativos biológicos, asumiéndose que los mismos no están sujetos a elección ni pueden frustrarse voluntariamente sin intervención externa, esto es, sin una suerte de corrupción enajenante, que vinculan a lo religioso.
La ineptitud a la hora de ver el mal en la propia constitución del hombre, así como la desconfianza generalizada en lo que respecta a su albedrío, los obliga a extender la sospecha de malignidad sobre toda moral susceptible de codificarse y de sobrevivir a su génesis cultural. La ley misma, en opinión suya, no es más que un medio del instinto para reafirmar su cometido dentro de un marco de cooperación, y la democracia el mejor de los sistemas políticos posibles, en tanto permite que el derecho se redefina conforme nuevas necesidades se hacen sentir.
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