miércoles, 28 de mayo de 2008

Sin principios


El punto débil de la argumentación anarquista es que, como el Trasímaco de la República, asimila el poder estatal a la explotación, cuando ello no es siempre así. Se llega a esta conclusión no por la observación de los hechos, sino por considerar que ningún poder supraindividual y coercitivo está suficientemente legitimado. Sin embargo, sólo el iuspositivismo identifica el derecho y la autoridad, que sería su condición suficiente. Quien no comparte esta premisa no verá a aquélla más que como condición necesaria.

El jacobinismo está en la raíz de los planteamientos de este jaez, por lo que debe ser rechazado. Acéptese la democracia como el sistema más eficiente en determinado tiempo y lugar, pero en absoluto ha de concederse que el pueblo sea soberano. Por dos motivos: 1) porque el ejercicio de la soberanía es orgánico, no pudiendo ser desempeñado por ningún ente que carezca de una personalidad definida y una voluntad única; y 2) porque los fines de una sociedad no se reducen a la suma de los fines de sus integrantes individuales, dado que el mantenimiento del vínculo de solidaridad que forman los miembros del grupo es ya un fin en sí.

El individuo sólo podría ser soberano si se rigiera a sí mismo, si bien es ésta una forma impropia de emplear el término. Hasta en el estado más salvaje el hombre entabla relaciones con sus iguales y limita su libertad en función de las expectativas del otro. En las sociedades más complejas, al enajenar parte de sus facultades, hay que suponer que recibe una utilidad proporcional al poder que delega. Si esta suposición no se verificase en un número significativo de casos, el Estado se disolvería naturalmente, o sobreviviría sólo con el empleo permanente de la violencia, anulando la libertad de quienes le están sometidos.

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