martes, 31 de diciembre de 2013

Plutarco. Sobre la tardanza de la divinidad en castigar.




Por ejemplo, ¿Por qué se aconseja a los hijos de los fallecidos de tisis o hidropesía sentarse con los pies en el agua hasta que el cadáver queda reducido a cenizas? Porque se cree que así la enfermedad no se transmite ni se les contagia. O con otro caso, ¿por qué, cuando una cabra coge un cardo borriquero en la boca, se queda quieto el rebaño entero hasta que llega el cabrero y se lo quita?. Otras fuerzas con capacidad de contagio y de transmisión increíble pasan por su rapidez y amplitud de unos a otros. Pero nosotros nos asombramos de los intervalos de tiempo, no de los de espacio. Y sin embargo, ¿es más asombroso que la peste originada en Etiopía invadiera Atenas y Pericles muriese y Tucídides enfermara o que el castigo diferido de los delfios y sibaritas culpables alcanzase a sus hijos? Pues estas fuerzas poseen ciertas recurrencias y conexiones desde el final hasta el principio y sus causas, aunque nosotros las desconozcamos, cumplen en silencio su misión. 
Sin embargo la cólera divina contra las ciudades en su totalidad se justifica fácilmente. La ciudad, en efecto, como un ser vivo, es una sola cosa, dotada de continuidad y no se transforma con los cambios de la edad ni con el tiempo se hace otra, sino que guarda en sí iguales sentimientos y propiedades. Asume toda acusación o gratitud por lo que hace o hizo en comunidad, mientras esa comunidad, que la hace y la ata con sus lazos, mantiene su unidad. El hacer muchas ciudades, o más bien infinitas, por su división a lo largo del tiempo se parece al hacer de un solo hombre muchos porque ahora es anciano, antes fue joven y antes todavía un muchachito. Más bien se asemeja enteramente a los versos del Epicarmo, de los que surgió el 'argumento del crecimiento' de los sofistas. De este modo, quien contrajo una deuda hace tiempo ahora no debe nada, porque se ha vuelto otro y el que ayer fue invitado a una cena llega hoy sin invitación, pues es una persona diferente. 
Con todo, el paso de la edad genera mayores cambios en cada uno de nosotros que en las ciudades colectivamente. Quien hubiera visto Atenas hace treinta años podría reconocerla ahora. Sus costumbres actuales, su movimiento, sus diversiones, sus preocupaciones, los favores y las cóleras del pueblo se parecen muchísimo a las antiguas. En cambio, cualquier familiar o amigo, al encontrar a otro al cabo del tiempo, con dificultad podría reconocerlo por su aspecto, y las mudanzas de carácter, ocurridas fácilmente por cualquier razón, por un sufrimiento, pasión o costumbre, provocan extrañeza y asombro incluso en el que convive permanentemente. Sin embargo, se dice que un hombre es uno solo desde su nacimiento a su muerte. Y también creemos que una ciudad, que permanece idéntica del mismo modo, debe estar sometida a las faltas de sus antepasados con la misma justicia por la cual participa de su gloria y poder. O nos olvidaremos arrojando todo al río de Heráclito, donde, según afirmaba, no se entra dos veces, porque la naturaleza con sus transformaciones todo lo mueve y altera. 
Pero si una ciudad es una sola cosa, dotada de continuidad, lo es también, sin duda, la familia, ligada a un único origen por la transmisión de una cierta fuerza y comunidad renovada a lo largo del tiempo. Y al ser engendrado no puede, como la obra del artesano, separarse de su engendrador. Pues ha nacido de él, no por él, de modo que posee y lleva consigo una parte suya, bien sea castigado justamente bien reciba honores. Pero si no pareciera bromear, yo afirmaría que la estatua de Casandro, fundida en bronce por los atenienses, ha padecido mayores injurias, y el cuerpo de Dionisio [el Viejo] después de su muerte, al ser expulsado por los siracusanos de sus fronteras, que sus descendientes cuando pagaron sus culpas. Pues en la estatua nada hay de la naturaleza de Casandro y el alma de Dionisio había abandonado su cadáver. Pero en Niseo, en Apolócrates, en Antípatro, en Filipo e igualmente en los demás hijos de hombres culpables se ha desarrollado y permanece la parte dominante de sus padres, ni inactiva ni ociosa. Al contrario, viven de ella y con ella se alimentan, habitan y piensan. Y nada tremendo o extraño es que, si son sus hijos, tengan su mismo destino. Por decirlo de un modo general, en medicina, por ejemplo, lo útil es también justo y resulta ridículo quien afirma que es injusto cauterizar el dedo gordo de los enfermos de la cadera, o cortar el epigastrio cuando el hígado supura, o si se trata de los bueyes, untar con aceite el extremo de los cuernos cuando se les reblandecen las pezuñas. De igual modo, quien, respecto a los castigos, considera justo algo diferente de curar la maldad y se irrita si alguien por medio de unos procura la curación de otros, como los que seccionan la vena para aliviar la oftalmía, no parecen ver más allá de sus sentidos. Tampoco se acuerda de que un maestro, al pegar a uno solo de sus alumnos, reprende a los otros, o que un general, al diezmar su ejército, contiene a todos. Así no solo de un miembro mediante otro, sino de un alma mediante otra alma se transmiten ciertas disposiciones, corrupciones y rectificaciones más que de un cuerpo a otro. Pues allí, al parecer, deben producirse necesariamente el mismo padecimiento y la misma transformación. En cambio, el alma, llevada por su imaginación a sentir confianza o temor, se hace peor o mejor gracias a una fuerza innata.

Plutarco

viernes, 6 de diciembre de 2013

Senda de dolor



La hija espiritual preguntó: "Me gustaría saber cuáles, entre todos los sufrimientos, son más útiles al ser humano y más agradables a Dios". Él le respondió así: "Has de saber que se encuentran diversos tipos de sufrimiento que preparan a la persona y la llevan por el buen camino hacia su bienaventuranza, si los usa correctamente. 
A veces Dios hace que le sobrevengan a una persona duros sufrimientos sin que ésta se haya hecho merecedora de ellos. A través de las aflicciones, Dios quiere unas veces probar su firmeza o lo que tiene en sí misma, tal vez como se lee en muchos ejemplos del Antiguo Testamento, o bien otras veces pretende simplemente con ello su gloria y alabanza, como narra el Evangelio del ciego de nacimiento del que Cristo dijo que era inocente e hizo que viera. 
Algunos sufrimientos son también merecidos, como el sufrimiento del ladrón crucificado con Cristo y a quien Cristo concedió la bienaventuranza por la conversión sincera experimentada en su sufrimiento. 
Otros sufrimientos no son el resultado de una culpa directamente relacionada con el sufrimiento que padece actualmente una persona; pero como no está libre de otras culpas, Dios hace que le sobrevenga el sufrimiento. Y sucede a menudo que Dios rebaja la soberbia excesiva y muestra a la persona su lugar a través de una terrible humillación de su orgullo, con algo de lo que quizás es totalmente inocente. 
Otros sufrimientos son enviados por Dios en su bondad a la gente para que gracias a ellos eviten sufrimientos aún mayores. Es el caso de aquellos a quienes Dios hace sufrir aquí su purgatorio mediante enfermedades, la pobreza o cosas semejantes, a fin de evitarles sufrimientos ulteriores; o bien permite que caigan en manos de gentes diabólicas para ahorrarles a la hora de su muerte el rostro del diablo.
Algunas personas sufren a causa de su ardiente amor, como los mártires, que a través de las múltiples muertes de su cuerpo o de su espíritu muestran su amor a su amado Dios. 
Se encuentra también en este mundo mucho sufrimiento vano y sin consuelo, como les pasa a aquellos que viven totalmente para el mundo a través de cosas mundanas. Estos han de ganarse el infierno con amargo esfuerzo, mientras que la persona que sufre por Dios se puede ayudar a sí misma con su sufrimiento. 
También hay algunas personas a las que Dios apremia a menudo interiormente para que se conviertan a él, pues querría tenerlas en su intimidad, pero se resisten por negligencia. A estos los atrae a veces Dios mediante el sufrimiento. A donde se vuelven para escapar de Dios, allí está Dios con una desgracia temporal de este mundo agarrándolos por los cabellos para que no puedan escapar. 
También se encuentran personas que no padecen más sufrimientos que los que se fabrican ellos mismos, dándole una gran importancia a lo que no la tiene. Como en una ocasión en que un hombre, agobiado por el sufrimiento, pasó ante una casa en la que oyó cómo una mujer se lamentaba. Pensó: "Ve y consuela a esta persona en su sufrimiento". Entró y le dijo: "Oh, buena mujer, ¿qué os sucede para que gimáis así?". Ella le contestó: "Se me ha caído una aguja y no la puedo encontrar". Dando media vuelta, salió de allí pensando: ¡Oh, mujer necia, si tuvieras que cargar con uno de mis fardos no llorarías por una aguja!". Así, algunas personas débiles sufren por muchas cosas que no comportan sufrimiento alguno. 
Pero el más noble y mejor de los sufrimientos es el sufrimiento cristiforme, quiero decir: el sufrimiento que el Padre celestial envió a su Hijo unigénito y envía aún hoy a sus amigos más queridos. Y no hay que entender con esto que exista nadie completamente exento de culpa, salvo Cristo que jamás pecó, sino más bien que así como Cristo se mostró paciente y se comportó en su sufrimiento como un dulce cordero entre los lobos, así envía a veces también grandes sufrimientos a algunos de sus más queridos amigos, para que nosotros, tan poco capaces de sufrir, aprendamos de las personas santas a ser pacientes y, con un corazón lleno de dulzura, a vencer en todo momento el mal con el bien".

Enrique Suso

martes, 19 de noviembre de 2013

El defecto en lo perfecto




Sólo podía crearse un universo con leyes generales si se permitía en él cierta cantidad de mal y de imperfección, entre la que se incluye la de la enfermedad y la muerte. Un mundo en el que esta clase de accidentes sea imposible en cualquier caso es un mundo sin flexibilidad en los fenómenos y, a la postre, sin libertad en las mentes, inhabitable para criaturas racionales. En cambio, en un diseño sabio y meditado el mal es siempre un medio para un bien mayor.

Un universo donde el mal es imposible es un universo sumamente restringido en términos lógicos. Imaginad un juego en el que perder fuera imposible, o una relación amorosa donde el fracaso estuviera inmediatamente excluido del espectro de posibilidades. No consideraríamos que se diera una verdadera libertad en ninguno de los dos escenarios, sino una suerte de espectáculo al que asistiríamos pasivamente. Éste es el mundo de los débiles, y la vuestra es la perfección de los débiles: una falsa perfección. Dios ha querido sacrificar la seguridad de los bienes materiales para obtener bienes mayores, fundamentalmente bienes morales en cuya consecución quepa errar y fracasar. Prueba de que Dios es un ser moral y nos ha creado a su semejanza.

sábado, 9 de noviembre de 2013

Noli altum sapere





Insertis oleae ramis, oleaster aberrat
Enasci fructus si putat inde suos.
Tu cave contemnas, cui nondum gratia Christi
Influxit: subitò nam quod es esse potest.



Injertadas las ramas de olivo, yerra el acebuche
Si piensa que los frutos nacidos son suyos.
Guárdate de despreciar a quien todavía la gracia de Cristo
No ha llenado, pues en un instante puede ser lo que tú.

sábado, 2 de noviembre de 2013

El mundo por de dentro




Es nuestro deseo siempre peregrino en las cosas de esta vida, y así con vana solicitud anda de unas en otras sin saber hallar patria, ni descanso. Aliméntase de la variedad y diviértese con ella, tiene por ejercicio el apetito, y éste nace de la ignorancia de las cosas, pues si las conociera cuando codicioso y desalentado las busca, así las aborreciera, como cuando arrepentido las desprecia; y es de considerar la fuerza grande que tiene, pues promete y persuade tanta hermosura en los deleites y gustos, lo cual dura sólo en la pretensión de ellos, porque en llegado cualquiera a ser poseedor, es juntamente descontento. El mundo, que a nuestro deseo sabe la condición, para lisonjearla, pónese delante mudable y vario; porque la novedad y diferencia es el afeite con que más nos atrae: con esto acaricia nuestros deseos, llévalos tras sí y ellos a nosotros.  
Sea por todas las experiencias mi suceso, pues cuando más apurado me había de tener el conocimiento de estas cosas, me hallé todo en poder de la confusión, poseído de la vanidad de tal manera que en la gran población del mundo, perdido ya, corría donde tras la hermosura me llevaban los ojos, y a donde tras la conversación los amigos, de una calle en otra, hecho fábula de todos; y en lugar de desear salida al laberinto, procuraba que se me alargase el engaño. Ya por la calle de la ira descompuesto seguía las pendencias pisando sangre y heridas, ya por la de la gula veía responder los brindis turbados. Al fin, de una calle en otra andaba (siendo infinitas) de tal manera confuso, que la admiración aun no dejaba sentido para el cansancio, cuando llamado de voces descompuestas y tirado porfiadamente del manteo, volví la cabeza. Era un viejo venerable en sus canas, maltratado, roto por mil partes el vestido y pisado; no por eso ridículo, antes severo y digno de respeto.  
- ¿Quién eres, dije, que así te confiesas envidioso de mis gustos? Déjame, que siempre los ancianos aborrecéis en los mozos y placeres los deleites, no que dejáis de vuestra voluntad, sino que por fuerza os quita el tiempo. Tú vas, yo vengo; déjame gozar y ver el mundo. 
Desmintiendo sus sentimientos, riéndose, dijo: 
- Ni te estorbo ni te envidio lo que deseo, antes te tengo lástima. ¿Tú por ventura sabes lo que vale un día? ¿Entiendes de cuánto precio es una hora? ¿Has examinado el valor del tiempo? Cierto es que no, pues así alegre le dejas pasar, hurtado de la hora, que fugitiva y secreta te lleva preciosísimo robo. ¿Quién te ha dicho que lo que ya fue volverá cuando lo hayas menester, si le llamares? Dime, ¿has visto algunas pisadas de los días? No por cierto, que ellos sólo vuelven la cabeza a reírse y burlarse de los que así los dejaron pasar. Sábete que la muerte y ellos están eslabonados, y en una cadena, y que cuando más caminan los días que van delante de ti, tiran hacia ti y te acercan a la muerte, que quizá la aguardas, y es ya llegada; y según vives, antes será pasada que creída. Por necio tengo al que toda la vida se muere de miedo que se ha de morir, y por malo al que vive tan sin miedo de ella como si no la hubiese; que éste lo viene a temer cuando lo padece, y embarazado con el temor, ni halla remedio a la vida ni consuelo a su fin. Cuerdo es sólo el que vive cada día como quien cada día y cada hora puede morir. 
- Eficaces palabras tienes, buen viejo, traído me has el alma a mí, que me la llevaban embelesada vanos deseos. ¿Quién eres, de dónde y qué haces por aquí?  
- Mi hábito y traje dice que soy hombre de bien y amigo de decir verdades en lo roto y poco medrado. Y lo peor que tu vida tiene es no haberme visto la cara hasta ahora. Yo soy el Desengaño, estos rasgones de la ropa son de los tirones que dan de mí los que dicen en el mundo que me quieren; y estos cardenales de rostro, estos golpes y coces me dan en llegando, porque vine y porque me vaya; que en el mundo todos decís que queréis desengaño, y en teniéndole unos os desesperáis, otros maldecís a quien os lo dio, y los más corteses no le creéis. Si tú quieres, hijo, ver el mundo, ven conmigo, que yo te llevaré a la calle mayor, que es adonde salen todas las figuras, y allí verás juntos los que por aquí van divididos sin cansarte. Yo te enseñaré el mundo como es, que tú no alcanzas a ver sino lo que parece. 
- ¿Y cómo se llama, dije yo, la calle mayor del mundo donde hemos de ir? 
- Llámase, respondió, Hipocresía, calle que empieza con el mundo y se acabará con él, y no hay nadie casi que no tenga, si no una casa, un cuarto o un aposento en ella. Unos son vecinos y otros paseantes, que hay muchas diferencias de hipócritas, y todos cuantos ves por ahí lo son.

Francisco de Quevedo

viernes, 18 de octubre de 2013

Ciencia platónica




Definiciones

I.

Ciencia es todo conocimiento metódico basado en principios generales por el que pueda alcanzarse la verdad.

II.

Proposición verdadera es aquella cuya negación es contradictoria o conduce a una contradicción.

III.

Contradictoria es la proposición que no se adecua al sistema al que pertenece o a los hechos que describe.

Et contra:

"Ciencia es todo conocimiento basado en hechos reales y comprobables". 

Es falso, puesto que -como se probará- no son los hechos los que hacen a la ciencia, sino la ciencia la que hace a los hechos. Aquélla fundamenta a éstos, no a la inversa.

"Verdad es la adecuación de la proposición a los hechos que describe". 

Esta afirmación es autocontradictoria, ya que si la verdad exige esta adequatio, la proposición anterior no la cumple, toda vez que no describe hechos. Por tanto, es falsa y no es científica.

Axiomas

I.

La verdad es una e inmutable.

II.

Los hechos no son contradictorios con la verdad.

III.

Los hechos son múltiples y mutables.

Proposiciones

Primera.- La verdad existe.

Demostración: Si la verdad no existe, entonces "la verdad existe" debe tenerse por una proposición contradictoria (por la definición II). Sin embargo, "la verdad existe" no se contradice con ninguna otra verdad que conozcamos. Además, si la verdad es una o reducible a una (por el axioma I), todos los hechos deben estar incluidos en la noción de verdad, puesto que, de no estarlo, o bien habría dos verdades, lo que se niega, o bien los hechos no serían verdaderos, lo que es imposible (por el axioma II). Luego, estando necesariamente los hechos en la verdad, es cierto e converso que necesariamente está la verdad en los hechos. Y los hechos existen. Por consiguiente, la verdad existe.

Segunda.- Sólo la verdad puede ser conocida.

Demostración: Los hechos son múltiples y mutables (por el axioma III), mientras que la ciencia sólo puede llegar a conocer la verdad (por la definición I). Ahora bien, la verdad es una e inmutable (por el axioma I). Por tanto, sólo la verdad puede ser conocida.

Tercera.- La verdad no procede de los hechos.

Demostración: Los hechos sólo se conocen en la medida en que participan de la verdad, ya que sólo la verdad puede conocerse (por la proposición segunda). Por tanto, la verdad no procede de los hechos.

Cuarta.- Los hechos proceden de la verdad.

Demostración: Se concede que la verdad y los hechos existen (por la proposición primera) y que los hechos son verdaderos. Se sigue que no hay hechos sin verdad. Entonces, o bien los hechos y la verdad mantienen una relación lógica y necesaria, o bien una relación causal y contingente. No se aprecia tal relación lógica, con lo que, por la ley del tercio excluso, sólo puede tratarse de una relación causal. Por tanto, los hechos proceden de la verdad.

Quinta.- La verdad es eterna.

Demostración: Dado que los hechos existen en el tiempo, y la verdad no procede de los hechos (por la proposición tercera), la verdad no procede del tiempo. Por tanto, la verdad es eterna.

Sexta.- La verdad es Dios.

Demostración: La verdad existe (por la proposición primera), no procede de los hechos (por la proposición tercera) y es eterna (por la proposición cuarta). Es, por añadidura, causa primera de todos los hechos (por la proposición cuarta). Por tanto, la verdad es Dios.

Séptima.- Sólo Dios puede ser conocido.

Demostración: Sólo la verdad puede ser conocida (por la proposición segunda), y la verdad es Dios (por la proposición sexta). Por tanto, sólo Dios puede ser conocido.

Octava.- Sólo la teología es propiamente una ciencia.

Demostración: Sólo Dios, que es la verdad, puede ser conocido (por las proposiciones sexta y séptima). La ciencia sólo se ocupa de la verdad (por la definición I). Por tanto, sólo la teología es propiamente una ciencia.

lunes, 14 de octubre de 2013

En torno a Suárez


Si hay ley, hay autoridad que la respalde.
La naturaleza carece de autoridad.
Todo lo que no es naturaleza es o Dios o nada.
La nada carece de autoridad.
Por tanto, si hay ley en la naturaleza, procede de Dios.

Hay ley en la naturaleza.
Por tanto, procede de Dios.

El ateo rechaza la primera premisa (que la ley requiera de autoridad) y la tesis de que hay ley en la naturaleza.

Respecto a lo primero, no veo cómo puede negarse. Toda ley moral, que presupone la libertad de los sujetos a quienes va dirigida, ha de estar instrumentada mediante algún tipo de compulsión promovida por un superior. Si no hay superior, no hay obligación ni castigo legítimos, dejándose el cumplimiento a la voluntad de cada uno, con lo que no puede hablarse de ley.

Tocante a lo segundo, cabe negar o afirmar que hay ley moral en la naturaleza. La negación, a su vez, puede ir dirigida al carácter de ley de las constantes que hallamos en la naturaleza, a la condición de natural predicada de tal ley, o a ambos. Así, si no se concede que haya ley, se admitirá que la moral es puramente consuetudinaria, cambiante, opinable y, a la postre, circunstancial y subjetiva. Por otro lado, si no se concede que dicha ley sea natural, se admitirá que es sobrenatural o antinatural.

En el caso de que se opte por la asunción inmoralista, no tengo nada más que alegar. Con inmoralistas no se discute de moral, ni con apolíticos de política, ni con analfabetos de gramática. Si, por el contrario, se prefiere la opción antinaturalista, excluyendo a Dios, habrá que explicar de dónde procede el carácter relativamente homogéneo del comportamiento humano y de los códigos que lo regulan, toda vez que la naturaleza parece predisponernos tanto al bien como al mal. Y, sobre todo, de dónde el que debamos preferir siempre obrar justa antes que injustamente.

Tal vez quedaría una última salida fuera de este esquema, consistente en pretender que junto a la naturaleza y a Dios se da una tercera posibilidad: la razón. Pero a ésta aplican las mismas objeciones que formulábamos contra la naturaleza: no es unívoca y, de serlo, ningún mandato absoluto me obliga a seguirla.

sábado, 12 de octubre de 2013

Las riendas sagradas del poder




La tesis de que el mundo secular y la modernidad arrinconaron a la Iglesia, obligándola a aceptar nolens volens la libertad de conciencia como un derecho humano, es uno de los muchos cuentos históricos que el ateo necesita creer y hacer creer para promocionar las bondades de su causa.

La verdad es justo la contraria. Fue el poder político, no el religioso, el más interesado en unir a sus súbditos bajo una sola religión. La Iglesia compartía obviamente este interés, pero no a cualquier precio, de donde surgieron los derechos individuales, derechos sagrados, como cortapisa a la potestad omnímoda del soberano, que también estaba sometida al juicio de Dios. Negar esto es negar la historia o travestirla, distorsionando la importancia relativa de los hechos y poniendo los efectos en lugar de las causas.

Cuanto más poderosa y hegemónica fue la Cristiandad menos necesitó de la coacción jurídica y las penas físicas, bastando el imperio de la fe y el natural discurrir de las buenas costumbres para garantizar la paz y el orden. La Inquisición fue un antídoto tardío contra herejías subversivas, fanatismos carismáticos y cismas virulentos que señalaron el inicio de la era moderna, amparados en una idea espuria y anárquica de la libertad religiosa.

No debe afirmarse, pues, que el cristianismo se desvinculó del poder político una vez perdida su hegemonía. Es así que la Iglesia nunca estuvo más apegada al Estado que cuando fue más débil y, dividida, se vio obligada a sobrellevar su decadencia con la ayuda de un apoyo externo. E converso, nunca fue más heroica, expansiva y gloriosa que en los tiempos de su persecución.

lunes, 30 de septiembre de 2013

Pensar a la moda




CRITÓN.- Si una debida reflexión sobre estas cosas no fuese suficiente para engendrar respeto a la fe cristiana en las mentes de los hombres, lo atribuiría más bien a otra causa que a una sabia y prudente incredulidad, cuando veo la facilidad con que los incrédulos creen en otros asuntos comunes de la vida, en los que no existe prejuicio o deseo que altere o perturbe su juicio natural; cuando veo a esos mismos hombres, que en la religión no dan un paso sin una evidencia y que exigen una demostración de cada punto, confiar su salud a un médico o su vida a un marinero, con una fe implícita, no puedo creer que merezcan el honor de ser considerados incrédulos más que otros hombres, o que estén más acostumbrados a conocer, y por esta razón menos inclinados a creer. Al contrario, uno se siente tentado a sospechar que la ignorancia tenga una mayor parte que la ciencia en nuestra moderna incredulidad, y que proceda más bien de una mente en el error o de una voluntad irregular, que de una profunda investigación. 
LISICLES.- No creemos, es preciso reconocerlo, que sean necesarios conocimientos o profundas investigaciones para juzgar correctamente las cosas. A veces pienso que la ciencia puede producir y justificar caprichos, y sinceramente creo que estaríamos mejor sin ella. Nuestra secta está dividida sobre este punto, pero la mayoría piensa como yo. He oído más de una vez a hombres muy observadores notar que la ciencia fue el verdadero medio humano para conservar la religión en el mundo, y que, si estuviera en nuestro poder preferir a los estúpidos en la iglesia, pronto estaría todo bien. 
CRITÓN.- Los hombres deben estar absurdamente enamorados de sus opiniones para preferir arrancarse los ojos a desprenderse de ellas. Pero frecuentemente han observado también hombres inteligentes que no hay mayores fanáticos que los incrédulos. 
LISICLES.- ¡Cómo! ¡Fanático un librepensador! ¡Imposible! 
CRITÓN.- No es tan imposible, sin embargo, que un incrédulo sea un fanático de su incredulidad. Considero fanático a cualquier hombre altanero y dogmático sin saber por qué, que concede la máxima importancia a las cosas más intrascendentes, precipitado en sus juicios sobre la conciencia, los pensamientos y las intenciones de los otros hombres, que no tolera los razonamientos contrarios a sus opiniones, optando por éstas por impulso más que por reflexión, enemigo de la ciencia y seguidor de autoridades insignificantes. Cómo convenga esta descripción a nuestros modernos incrédulos, dejo que lo examinen los que realmente reflexionan y piensan por sí mismos. 
LISICLES.- Nosotros no somos fanáticos; somos hombres que descubren dificultades en la religión, que atan cabos y suscitan dudas que perturban el descanso e interrumpen los sueños dorados de los fanáticos, los cuales lógicamente no pueden soportarlo. 
CRITÓN.- Los que buscan dificultades, seguramente las encontrarán o las inventarán sobre cualquier tema; pero el que, apoyado en la razón, quiera erigirse en juez para emitir un juicio acertado sobre un tema de esta naturaleza, no tendrá en cuenta solamente las partes dudosas y difíciles, sino que, con una visión comprensiva del todo, examinará todas sus partes y relaciones, rastreará sus orígenes y examinará sus principios, sus efectos y su tendencia, sus pruebas internas y externas. Distinguirá entre puntos claros y oscuros, ciertos e inciertos, esenciales y accidentales, entre lo que es genuino y lo que es extraño. Examinará las diferentes clases de pruebas que son propias de cada cosa: dónde se debe exigir la evidencia, dónde puede bastar la probabilidad y dónde es razonable suponer que existan dudas y escrúpulos. Dispondrá sus esfuerzos y su precisión en proporción a la importancia de la investigación, y vigilará la disposición de su mente a definir todas aquellas nociones, prejuicios sin fundamento, de los que estaba imbuido antes de conocer su razón. Hará callar sus pasiones y escuchará la verdad. Se esforzará por desatar nudos tanto como por atarlos y se detendrá más en las partes luminosas de las cosas que en las oscuras. Equilibrará la fuerza de su entendimiento con la dificultad del tema y, para asegurar la imparcialidad de su juicio, atenderá los testimonios de todas las partes y, cuando deba ser guiado por la autoridad, preferirá seguir la de los hombres más honestos y más sabios. Y es mi sincera opinión que la religión cristiana puede muy bien superar la prueba de una investigación semejante. 
LISICLES.- Pero tal investigación exigiría demasiados esfuerzos y excesivo tiempo. Nosotros hemos pensado en otro método: someter la religión a la prueba del ingenio y del humor. Este procedimiento lo consideramos más breve, más fácil y más eficaz. Y, como todos los enemigos gozan de la libertad de escoger sus armas, nosotros escogemos aquellas en las que somos más expertos y estamos muy contentos con nuestra elección, habiendo observado que nada odia más un teólogo serio que una broma. 
EUFRÁNOR.- Estudiar un tema en su totalidad, investigar y examinar todos sus aspectos, objetar con claridad y contestar certeramente, con el apoyo de pruebas y argumentos estrictos, sería una empresa muy tediosa e incómoda. Además, sería atacar a los pedantes con sus propias armas. ¡Cuánto más delicado e ingenioso es hacer una insinuación, ocultarse tras un enigma, dejar caer un "double entendre", mantener el poder de recuperarse, de escabullirse y dejar al adversario dando golpes al aire!

Berkeley

Demostración racional de la Trinidad


Recupero y rescato del olvido este texto, que escribí hace nueve años y que hoy habría escrito de otra manera.

* * *

Baso mi noción de la Trinidad en tres axiomas:

1) No hay pensamiento sin sujeto pensante, y viceversa, no hay sujeto pensante sin pensamiento.

2) Nadie puede ser su propio pensamiento, ya que ello conllevaría una contradicción entre el sujeto y el objeto. El sujeto debe ser siempre mayor que el objeto para comprenderlo.

3) Nada es sin una actividad.

E infiero lo siguiente:

a) Aceptando como autoevidente que "la verdad es la verdad" es la primera verdad, sabemos que no puede ser deducida a partir de otra; de donde se sigue que tiene el ser pleno por sí misma, lo cual implica la existencia.

b) Ahora bien, no puede existir sin una actividad, de modo que debe pensar y/o ser pensada por alguien.

c) Es pensada por el Padre, y dicha verdad es el Hijo.

d) El Padre es mayor que el Hijo. Sin embargo, son la misma realidad, puesto que no hay pensamiento sin sujeto pensante ni sujeto pensante sin pensamiento.

e) El acto mismo de pensar (distinto a lo pensado y al que piensa) es el Espíritu Santo.

f) El Hijo hace todo lo que el Padre hace. Luego entiendo la Trinidad como "El sujeto pensante (Padre) en el acto de pensar y dejarse pensar (Espíritu Santo) por el pensamiento (Hijo)".

I.

"'La verdad es la verdad' es verdad" forma parte del conjunto de verdades, en tanto que es verdad, pero sólo de un modo tangencial, pues no necesita ninguna otra verdad como fundamento y existe de forma necesaria.

Para que la existencia sea verdad, la verdad debe ser existente. Lo mismo vale para todas las cualidades. La verdad, entonces, es lo que es, la suma de lo pensable, concordantia oppositorum.

También debe ser eterna. La eternidad es la coherencia entre el pasado, el presente y el futuro. Dicha coherencia no es ni pretérita, ni actual, ni venidera: es eterna y es verdad.

Toda verdad debe cumplir tres propiedades: 1) no contradecirse consigo misma, 2) no contradecirse con las demás verdades y 3) inferirse de las demás verdades. Dios sólo cumple 1) y 2). De ahí que esté y no esté en el conjunto de las verdades.

Me inclino a pensar que Dios carece de fundamento. Si Dios tuviera un fundamento, habría algo lógicamente previo a Dios, más simple que él, más básico, y por consiguiente, mayor. La verdad es abstractiva, es decir, negativa. Lo más compuesto coincide con lo más contingente, con lo innecesario o superfluo.

II.

La Trinidad resuelve el problema de cómo es posible la creatio ex nihilo de lo material desde la plenitud divina, inmaterial.

Los gnósticos proponían una prolación o degradación de Dios hacia lo material. Antes de ésta, se habrían dado un Silencio y un Abismo insalvables entre el Creador y la criatura.

La ortodoxia católica objeta a esa concepción la coeternidad de la Palabra, engendrada de la misma substancia de Dios antes de todo tiempo. El Verbo divino es, antes de su encarnación, la Imagen invisible del Creador, pero también es la imagen invisible o racional de todas las criaturas. Ejerce de mediador entre ambas realidades.

La verdad sería inactiva y no podría crear si no fuese, al mismo tiempo, expansiva. La verdad autosuficiente, pues, también implica lo verdadero. En resumen, la Trinidad puede condensarse en el siguiente aserto: "Que la verdad (Padre) es la verdad (Hijo) es verdad (Espíritu Santo)". No existe una forma más simple de expresar la primera de las proposiciones verdaderas, fundamento infundado del resto.

Si el Islam niega que esa proposición sea cierta, entonces el Islam se equivoca e incurre en falsedad, lo cual sólo puede atribuirse a doctrinas de hombres, no a Dios. Si el Islam cree que hay un modo más simple de expresar esa primera proposición verdadera, muéstrelo sin demora.

III.

1) Dios no creó el mundo arbitrariamente, sino conforme a ideas sustentadas en la Verdad.

2) Dios Padre, sin embargo, no se identifica plenamente con las ideas coeternas, ya que éstas presuponen un fin creador y un orden vinculante. Pero el fin de la Creación es accidental con respecto a la potencia eterna de Dios, inengendrada y autosubsistente.

Asimismo, la providencia creadora de Dios depende de su voluntad, no su voluntad de la providencia.

Por último, las ideas son por naturaleza concebibles, mientras que Dios es absolutamente inconcebible.

3) Cristo es la suma de todas las ideas que tienden a la Creación, y es también su fundamento engendrado: el Bien, la Verdad, la Vida.

Dios, empero, es el fundamento de Cristo.

4) Dios, potencia totalmente indeterminada, engendra la Verdad, potencia absolutamente determinada. Ésta, a su vez, engendra al Espíritu, que es el acto infinito absolutamente determinado, en tanto es conforme con la Verdad.

sábado, 14 de septiembre de 2013

Que el ateo no puede ser sabio





EUFRÁNOR.- ¡Oh, Alcifrón! No dudo de tu capacidad de demostración. Pero, antes de que te coloque ante la dificultad de algún elemento posterior, me gustaría saber si las nociones de vuestra filosofía minuciosa son dignas de demostración. Quiero decir, si son útiles y provechosas para la humanidad. 
ALCIFRÓN.- En cuanto a esto, permíteme decirte que una cosa puede ser útil en opinión de un hombre y no serlo para otros; sin embargo, la verdad es la verdad, sea útil o no, y no debe ser medida por la conveniencia de éste o aquel hombre o grupo de hombres. 
EUFRÁNOR.- Pero el bien común de la humanidad, ¿no debe ser considerado como regla o medida de la verdad moral, de todas aquellas verdades que dirigen o determinan las acciones morales de los hombres? 
ALCIFRÓN.- Este punto no está claro para mí. Sé ciertamente que legisladores, teólogos y políticos siempre han dicho que es necesario para el bienestar de los hombres que éstos sean atemorizados por las ideas serviles de la religión y de la moralidad. Sin embargo, admitiendo todo esto, ¿cómo se probará que estas ideas son verdaderas? La conveniencia es una cosa, y la verdad, otra. Un filósofo genuino, por tanto, olvidará todas las ventajas y considerará sólo la verdad en sí misma. 
EUFRÁNOR.- Dime, Alcifrón, ¿tu filósofo genuino es un sabio o un necio? 
ALCIFRÓN.- Sin duda, el más sabio de los hombres. 
EUFRÁNOR.- ¿Quién es un hombre sabio, el que actúa conscientemente o el que actúa al azar? 
ALCIFRÓN.- El que actúa conscientemente. 
EUFRÁNOR.- El que actúa conscientemente lo hace por algún fin, ¿no es así? 
ALCIFRÓN.- Así es. 
EUFRÁNOR.- ¿Y un hombre sabio actúa por un fin bueno? 
ALCIFRÓN.- Ciertamente. 
EUFRÁNOR.- ¿Y muestra su sabiduría escogiendo los medios convenientes para obtener su fin? 
ALCIFRÓN.- Lo reconozco. 
EUFRÁNOR.- ¿Y, en consecuencia, cuanto más excelente es el fin propuesto y más adecuados son los medios utilizados para conseguirlo, tanto más inteligente debe ser considerado el agente? 
ALCIFRÓN.- Parece que es así. 
EUFRÁNOR.- ¿Puede un agente racional proponerse un fin más excelente que la felicidad? 
ALCIFRÓN.- No. 
EUFRÁNOR.- ¿No es la felicidad general de la humanidad un bien mayor que la felicidad particular de un solo hombre o de un grupo de hombres? 
ALCIFRÓN.- Sí. 
EUFRÁNOR.- ¿Es éste entonces el fin más excelente? 
ALCIFRÓN.- Así parece.  
EUFRÁNOR.- ¿Entonces los que persiguen este fin, con los métodos más adecuados, pueden ser considerados los hombres más sabios? 
ALCIFRÓN.- Lo reconozco. 
EUFRÁNOR.- ¿Por qué ideas se gobierna un hombre sabio, por ideas sabias o absurdas? 
ALCIFRÓN.- Por ideas sabias, sin duda. 
EUFRÁNOR.- Parece deducirse de esto que el que promueve el bienestar general de la humanidad, por los medios más necesarios y adecuados, es verdaderamente sabio y obra sabiamente. 
ALCIFRÓN.- Parece que es así. 
EUFRÁNOR.- ¿Y no es la necedad de naturaleza opuesta a la sabiduría? 
ALCIFRÓN.- Sí. 
EUFRÁNOR.- ¿No debe, pues, concluirse que son necios los que se dedican a demoler los principios que tienen una necesaria conexión con el bien general de la humanidad? 
ALCIFRÓN.- Quizá podamos admitir esto, pero, al mismo tiempo, debo observar que puedo negarlo. 
EUFRÁNOR.- ¡Cómo! ¡No negarás la conclusión después de haber admitido las premisas! 
ALCIFRÓN.- Desearía saber bajo qué condiciones discutimos; si, en esta serie de preguntas y respuestas uno comete un error, ¿es algo absolutamente irreparable? Porque, si con engaño tratas de obtener cualquier ventaja, sin tener en cuenta la sorpresa o el descuido, debo advertirte que éste no es el método de convencerme. 
EUFRÁNOR.- ¡Oh, Alcifrón! No persigo el triunfo, sino la verdad. Tienes, pues, plena libertad para rectificar cuanto hemos dicho y para enmendar o corregir cualquier error que hayas cometido. Pero ahora debes indicarlo con exactitud, de otro modo será imposible llegar a una conclusión. 
ALCIFRÓN.- Estoy de acuerdo en proseguir de esta manera la búsqueda de la verdad, de la que soy un sincero seguidor. En el curso de nuestra presente investigación he cometido, al parecer, un descuido, reconociendo la felicidad general de la humanidad como un bien mayor que la felicidad particular de un solo hombre. Puesto que realmente la felicidad individual de un solo hombre constituye, por sí sola, su propio bien absoluto. La felicidad de los demás hombres, separada de la mía, no es un bien para mí, es decir, un verdadero bien natural. Este no es, pues, un fin razonable que me deba proponer verdadera y razonablemente (no me refiero a pretensiones políticas), puesto que un hombre sabio no persigue un fin que no le concierne. Esta es la voz de la naturaleza. ¡Oh naturaleza! Tú eres la fuente, el origen y el modelo de cuanto es bueno y sabio. 
EUFRÁNOR.- ¿Deseas entonces seguir la naturaleza y proponerla como guía y modelo de imitación? 
ALCIFRÓN.- De todas las cosas. 
EUFRÁNOR.- ¿De dónde proviene tu respeto a la naturaleza? 
ALCIFRÓN.- De la excelencia de sus producciones. 
EUFRÁNOR.- En un vegetal, por ejemplo, dices que hay utilidad y excelencia, porque sus diversas partes están unidas y adaptadas unas a otras para proteger y nutrir el todo, para promover el desarrollo individual y propagar la especie; y porque sus frutos o cualidades son útiles para complacer los sentidos o contribuir al provecho del hombre. 
ALCIFRÓN.- Así es. 
EUFRÁNOR.- Del mismo modo, ¿no deduces la excelencia de los cuerpos animales de la belleza y adecuación de sus diversas partes, puesto que todas contribuyen al bienestar de cada una de las demás y al bien del conjunto? ¿No observas además una unión y armonía natural entre animales de la misma especie, y que incluso diferentes especies de animales tienen ciertas cualidades e instintos con los que contribuyen al desarrollo, cuidado y deleite de los demás? Aun los inorgánicos elementos inanimados parecen tener una excelencia, unos en relación con otros. ¿Dónde está la excelencia del agua si no hace brotar hierbas y vegetales de la tierra y producir flores y frutos? ¿Y qué sería de la belleza de la tierra, si no fuera calentada por el sol, humedecida por el agua y abanicada por el viento? ¿No observas en todo el sistema del mundo visible y natural una mutua armonía y correspondencia de partes? ¿Y no es de aquí de donde has extraído la idea de la perfección, del orden y de la belleza de la naturaleza? 
ALCIFRÓN.- Admito todo esto. 
EUFRÁNOR.- ¿Y no dijeron hace ya tiempo los estoicos (que no eran más intransigentes que tú), y has confesado tú mismo, que este modelo de orden era digno de imitación para los agentes racionales? 
ALCIFRÓN.- No niego que esto sea cierto. 
EUFRÁNOR.- ¿No deberíamos, pues, inferir la misma unión, orden y regularidad en el mundo moral que observamos en el natural? 
ALCIFRÓN.- Ciertamente. 
EUFRÁNOR.- ¿No debemos concluir entonces que las criaturas racionales, como afirma el emperador filósofo, han sido hechas unas para otras y, consecuentemente, que el hombre no debe considerarse como un individuo aislado, cuya felicidad no tenga relación con la de los demás hombres, sino más bien como parte de un todo, a cuyo bien común debe contribuir, y ordenar su conducta y acciones adecuadamente, si quiere vivir conforme a la naturaleza?
ALCIFRÓN.- Y, admitiendo esto, ¿qué puedes deducir? 
EUFRÁNOR.- ¿No se deducirá que un hombre sabio debe considerar y perseguir su bien particular relacionándolo con el de los demás hombres? Admitiendo esto, pensarás que has cometido un error. Pues, sin duda, la simpatía de dolor y placer y los sentimientos recíprocos que unen a la humanidad han sido considerados siempre una prueba evidente de esto; y ésta ha sido la doctrina permanente de los que han sido considerados los hombres más sabios e inteligentes entre los antiguos, como los platónicos, los peripatéticos y los estoicos; sin mencionar a los cristianos, a quienes tú consideres gente llena de prejuicios y fantasías. 
ALCIFRÓN.- No discutiré este punto contigo. 
EUFRÁNOR.- Por tanto, ya que no estamos de acuerdo, ¿no parece seguirse de las premisas que la fe en Dios, en una vida futura y en los deberes morales son los únicos principios sabios, lógicos y genuinos de la conducta humana puesto que tienen una conexión general con el bienestar de la humanidad? Has llegado a esta conclusión por tus propias concesiones y por la analogía de la naturaleza.

Berkeley

domingo, 8 de septiembre de 2013

La felicidad plena


¿Por qué, pues, oh mortales, buscáis fuera una felicidad que está dentro de vosotros? El error y la ignorancia os confunden. Te haré ver brevemente la felicidad plena. ¿Hay algo más valioso para ti que tú mismo? 
"Nada", me responderás. 
Si, pues, eres dueño de ti mismo, serás poseedor de un bien que nunca querrías perder ni la fortuna podría quitarte. Y para que reconozcas que la felicidad no puede consistir en estas cosas pasajeras, presta atención. Si la felicidad es el sumo bien de la criatura racional, que nadie puede arrebatar (y todo lo que puede ser arrebatado no es el sumo bien, ya que es superado por lo que no se puede quitar), entonces, la fortuna, por su misma inestabilidad, no puede aspirar a llevar al hombre a la felicidad. Atiende además a esto: el hombre que es arrastrado por esta felicidad, ¿sabe o no sabe que ésta es mudable? Si no lo sabe, ¿qué clase de felicidad puede hallar con la ceguera de su ignorancia? Si, por el contrario, lo sabe, no podrá evitar el miedo a perderla, pues no duda que la puede perder. Y así el temor constante le impide ser feliz. ¿O piensa quizás que, si la pierde, no pensará más en ella? De ser así, no deja de ser una prueba más de lo frágil que puede ser un bien cuya pérdida nos deja indiferentes.

Boecio

jueves, 22 de agosto de 2013

Dioses como hombres


Del panteísmo a la creencia en una divinidad de tipo personal hay un paso. Pues, si uno cree en una Inteligencia suprema capaz de penetrar el cosmos y cifrar su orden, cree por ello mismo en un Ser de un poder casi ilimitado al que resultaría vano concebir como desprovisto de sentido moral. La disociación entre inteligencia y moral, como si fueran facultades distintas y hasta opuestas, no tiene el menor sustento filosófico. Por el contrario, la moral es uno de los grados superiores de la inteligencia, de modo que un ser sumamente inteligente será, por esta razón, sumamente moral. Negar al Dios omnicomprensivo la capacidad de comprender lo honesto es como representarse a un cantor inconcebiblemente hábil y versátil pero sin talento para entonar las notas más altas: una contradicción en los términos.

sábado, 11 de mayo de 2013

Inanidad de la blasfemia


De cualquier modo en que lo mires, no puedes quejarte. Si no hay Dios, no hay instancia hacia la que dirigir nuestras quejas. Y si hay Dios, es imposible censurarlo sin negar al mismo tiempo que sea Dios.

Si Dios existiera, no tendría absolutamente ninguna razón para ser malo. Se es malo por ignorancia o por mala voluntad. Llamo mala voluntad al deseo de lo erróneo a sabiendas de que lo es. Ahora bien, Dios no puede ignorar nada. Por consiguiente, tampoco puede desear nada malo, ya que en él la voluntad y el entendimiento son una y la misma cosa. No puede querer lo que entiende que no ha de querer; no puede negar con la siniestra lo que afirma con la diestra, porque todo en él es simple e indivisible.

Todavía más. Dios es bueno, malo o impotente. Si es bueno, no es censurable en absoluto. Si es malo, no hay que esperar de él rectificación. Y si es impotente, no cabe imputarle culpa por aquello que no pudo evitar.

No obstante, si Dios fuera malo y el origen de todo, sería forzoso concluir que todo es malo, pues el efecto no es superior a la causa. Por tanto, es absurdo que la maldad reproche algo a la maldad.

Se demuestra lo anterior. Todo lo que está en el efecto está en la causa, y sin embargo no todo lo que está en la causa está en el efecto. Todo efecto puede reducirse a una sola causa (la causa eficiente), pero la causa no puede reducirse a un solo efecto.

Hobbes lo ejemplificaba con un burro cargado de plumas al que la adición de una última logra partirle el espinazo. Hasta llegar ésta todas las demás fueron causa ineficiente del efecto de romperse el espinazo del burro. Fue esa postrera pluma la que hizo, junto a todas las demás, que el efecto se lograse. Así que, antes de la misma, no cabía hablar de causa eficiente, de modo que, aunque muchas causas parezcan concurrir a un efecto, en realidad sólo concurren en un acto por el que se determina que dicho efecto sea antes que no sea.

sábado, 27 de abril de 2013

Que todo remite al Uno



Según Parménides, el ser universal es uno, lo que significa que participa en el Uno. Esto es confirmado por otra tesis formulada por el discípulo de Parménides, Zenón, quien demuestra que el ser no es multitud, esto es, que el ser no es sólo multitud, sino que más allá de la multitud participa en la unidad. Pues si muchos seres distintos no participasen en la unidad, serían por completo disímiles los unos de los otros, y no estarían de acuerdo entre ellos en ningún orden ni de ninguna otra manera, lo que es evidentemente falso. Así, en virtud de ser completamente distintos los unos de los otros, también serían semejantes unos de otros, cosa estúpida de sostener. Pues estos seres serían semejantes unos de otros en su disposición, en virtud del hecho de que, puesto que uno difiere completamente del otro,  ambos difieren completamente y en mutua correspondencia, por decirlo así. De modo que, en tanto que no poseerían unidad serían totalmente distintos (ya que la semejanza consiste en la unión), y por la misma razón serían también semejantes, ya que tendrían en común al menos el hecho de no poseer unidad, supuesto por nosotros. No serían semejantes, dado que estarían privados del Uno, que es la causa de toda semejanza; ni serían desemejantes, toda vez que compartirían el hecho de estar privados de la misma cosa. Tales son, a buen seguro, los absurdos que se seguirán, junto con muchos otros, si imaginamos que la multitud de entes está privada de unidad.

Marsilio Ficino

martes, 2 de abril de 2013

Dios contra el hado


Todo lo que actúa según naturaleza realiza el máximo de su poder y facultad, v.gr., el fuego quema hasta el extremo, no de manera suave o dentro de unos límites, sino cuanto le es atribuido por naturaleza. Luego si la primera causa actúa según naturaleza, como quiere Aristóteles, lógicamente infunde toda su fuerza, que ciertamente es infinita, en la causa segunda, por la misma razón las causas segundas otorgan fuerza infinita a las causas terceras, y éstas a las siguientes hasta llegar a las últimas; es decir, lo que es finito, fluctuante, caduco, se enriquece y aumenta con cierta fuerza y poder infinito. Así lo confiesan todas las familias de filósofos incluidos los epicúreos, existe una primera causa de infinito poder y bondad. Y de ese modo se igualaría el poder de todas las causas, la causa segunda con esta potencia infinita, uniéndose al cielo finito y acabado no actuaría ni se movería el tiempo. Esto parecía tan absurdo a Averroes, que apartándose de la tesis de Aristóteles separaba la causa primera del movimiento del cielo y unía la causa segunda con el primer orbe y finito, para no mezclar lo finito a lo infinito, lo duadero a lo caduco en una serie de conexión necesaria. 
(...) 
Colegimos que la primera causa es libre, no natural, no violenta. Porque si se viera forzada, en Dios no habría voluntad libre y sería necesario que fuese forzada por una causa superior, igual o inferior. No por una superior, porque nadie es superior al supremo; no por una igual, porque no lo sería, si pudiera ser forzado; no puede ser obligado por sí mismo, mucho menos por una causa inferior o más débil, pues la causa superior es tan rica en tantas y tan grandes obras que no puede ser mayor. Luego la naturaleza de Dios no sería poderosísima y excelente, si se sometiera a aquella necesidad y naturaleza con la que se rigen el cielo y la tierra y todo este mundo, y aquella fuerza y poder estarían dotados de una fuerza mayor y mejor que el mismo Dios.

Bodino

domingo, 17 de febrero de 2013

Sobre la imposibilidad de las causas segundas incausadas




Definición I

Llamo causa primera a aquella que, siendo absolutamente simple (sin partes), basta para explicarse a sí misma, y siendo absolutamente necesaria (sin cambios), todos los efectos remiten a ella.

Definición II

Llamo causas segundas a aquellas que, en oposición a la causa primera, no se explican a sí mismas, están sujetas a variación o contingencia, así como a finitud (limitadas por el espacio y el tiempo), y remiten a un ente heterogéneo para justificar su existencia.

Axioma I

La universalidad de las causas se divide en causa primera y causas segundas, tertium non datur.

Axioma II

Todo cuanto existe temporalmente produce un efecto.

Axioma III

Sólo puede predicarse la necesidad de un solo ente.

Axioma IV

Lo infinito en acto todo lo puede. Et contra, lo finito no lo puede todo.

Proposición I

La causa primera sólo puede vincularse a las causas segundas por contenerlas en germen, esto es, intrínsecamente, al modo en que el progenitor se vincula a su progenie. 

Demostración

Si el vínculo entre la causa primera y las causas segundas no derivase de la definición de la causa primera como engendradora de las demás, debería atribuirse a una tertia species distinta a la causa primera y a las causas segundas, lo que es absurdo, por el Axioma I.

Proposición II

Todas las causas segundas proceden de la causa primera.

Demostración

Ex definitione, y por la Proposición I.

Proposición III

No hay hiatos en la cadena causal.

Demostración

Dada una serie causal truncada, se hallaría en ella (en la parte ex ante) una causa sin efecto, lo que se rechaza en base al Axioma II. Hallaríase también (en la parte ex post) una causa incausada distinta de la que dio inicio a la primera serie, lo que se niega en virtud de la Definición I y el Axioma III, pues siendo causa primera sería causa necesaria y habría dos causas primeras necesarias. Por tanto, es imposible un hiato en la causalidad, si no es por vía de milagro.

Proposición IV

Nada existe sin causa, salvo la causa primera.

Demostración

Por las Proposiciones II y III, todas las causas segundas proceden de la causa primera, sin hiatos en la cadena causal. Además, todo cuanto, no siendo necesario, existe sin causa carece de razón para existir aquí antes que allí, hoy antes que mañana, de este modo antes que de este otro, etc. Por tanto, existir sin causa conlleva existir de cualquier manera posible. Ahora bien, toda causa incausada, exceptuando la causa primera, es finita. Luego, por el Axioma IV, no lo puede todo ni, en consecuencia, puede existir de cualquier manera posible. Así, toda causa incausada distinta de la causa primera sería finita (por la Definición II) e infinita (por el Axioma IV), lo que es un sinsentido. De donde se sigue que es imposible que haya causas segundas incausadas, que es lo que había que demostrar.

sábado, 9 de febrero de 2013

Parménides moral


Si el pensamiento es movimiento, el pensamiento del movimiento es el movimiento del movimiento, lo que es absurdo. Ahora bien, si el pensamiento no es movimiento, no es el compuesto de partes móviles; por lo que, siendo móvil todo lo material, se concluye que el pensamiento no es material.

Digámoslo de otra manera. Si el pensamiento es color, el pensamiento del color es la coloración del color. Luego, o se le da al color lo que ya tiene, lo que es imposible (como dar vida a lo vivo o dar muerte a lo muerto), o se le da lo que no tiene, lo que hace que deje de ser color o se torne en otro color. En este último caso la coloración del color implicaría su negación o su mutación esencial. Del mismo modo, el pensamiento del movimiento implica el pensamiento de un no movimiento, cosa que resulta autocontradictoria, o el de un movimiento distinto al pensado. Así, pensar el verde oscuro sería imposible, pues siempre y en todo caso pensaríamos en su lugar el rojo o el verde claro, sin poder concebir siquiera aquel color. Pero pensar el movimiento con exactitud es posible y concebible. Por tanto, o el movimiento no es movimiento o el pensamiento no es movimiento.

miércoles, 23 de enero de 2013

Máquinas morales




Siempre me ha parecido que los autores que establecen la voluntad de Dios como primer principio de la moral pecan contra las reglas del buen método. Si no hay obligación sin superior, ¿sobre qué se funda, pues, la obligación de conformarse a la voluntad o a las intenciones de este superior? ¿Dirán estos autores que estamos obligados a hacer lo que Dios quiere, porque Dios lo quiere? 
Exista Dios o no, la existencia del hombre, tal y como nosotros lo vemos, es un hecho igualmente cierto. Es un ser que siente, que piensa, que se ama a sí mismo, que tiende a conservarse, que trata continuamente de procurarse sentimientos agradables, y que, para satisfacer más fácilmente sus necesidades, vive en sociedad con otros hombres, a los que su conducta puede tornar favorables o adversos a él. 
Indicar al hombre sus deberes es indicarle los medios que debe emplear para alcanzar el fin que se propone sin descanso, que es la felicidad. Probar que una acción es su deber es probarle que poniéndola en práctica actuará conforme a sus verdaderos intereses, y que omitiéndola disminuirá el número de sentimientos agradables que se habría podido procurar. Sentirse obligado a una acción es sentir que la misma es necesaria para su felicidad. 
Hay dos maneras de hacer sentir al hombre sus deberes o sus obligaciones. La primera consiste en probarle por el razonamiento o por una especie de cálculo fundado en la experiencia, que se procurará la mayor abundancia posible de sensaciones agradables al conformarse a determinadas reglas. La segunda manera es apelar a ese sentimiento moral que el Señor d'Alembert llama justamente la "evidencia del corazón", sentimiento que podemos suponer aquí como un hecho. Por el primero de estos dos métodos se prueba que una acción nos es útil; por el otro, se nos hace sentir que es bella. 
Todos los razonamientos por los cuales se procura persuadirme para que realice una acción, probándome su utilidad, no son más que cálculos de probabilidades. En la presente constitución de las cosas, el moralista no puede garantizarme el éxito de ninguna de mis acciones; las ventajas y desventajas que de ella resultarán para mí dependen de una infinidad de circunstancias que no se pueden ni prever ni disponer al gusto de uno, y principalmente de la duración de una vida de la que ignoramos el término. Además de esta consideración general, cada hombre tiene otras reglas de utilidad, siguiendo las circunstancias individuales en las que se encuentra. El más prudente es aquel que calcula y compara mejor los resultados posibles de sus acciones en relación a sus intereses, y que se determina en base a las mayores probabilidades. 
Si la moral no tuviera otros motivaciones que proponernos que los intereses de esta vida, sería una ciencia asaz quimérica. Cualesquiera que fueran las reglas que nos prescribiera, sus promesas serían en todo momento desmentidas por la experiencia. La misma conducta que enriquece a uno, sume al otro en la miseria; las mismas acciones que encumbran a uno a la cima de los honores, conducen al otro al  cadalso; las mismas conductas que a menudo me granjean el favor de aquellos seres necesarios para mi felicidad, los indisponen contra mí en una coyuntura distinta; todo depende, menos o más, de las circunstancias, del momento y de la habilidad. Notemos también que estos cálculos de probabilidad que la moral hace sobre los resultados de nuestras acciones son demasiado generales y demasiado complicados para que puedan causar una impresión lo bastante eficaz sobre nuestras voluntades; a menudo y casi siempre sitúan las ventajas lejanas, y por consiguiente inciertas, en oposición a las ventajas presentes que, aunque menos grandes, son más seguras y repercuten tanto más en nuestro espíritu. 
La segunda manera de probar en moral consiste, como ya he dicho, en mostrar la belleza de un cierto sistema de conducta. Se hace sentir al hombre que una acción es bella, como se le demuestra en geometría que una proposición es verdadera. Aquí, se se traen a colación axiomas que se suponen evidentes a todos los hombres; aquí, se apela a los sentimientos universales que podemos llamar los axiomas de los corazones humanos. Se dice con razón que las primeras verdades de todas las ciencias, para ser reconocidas, no requieren más que ser presentadas; que son indemostrables porque, en efecto, constituyen la base de toda demostración y son los límites de todo análisis. Es verdad que el todo es mayor que su parte, que es bello ser agradecido; he aquí, por ejemplo, dos proposiciones que se admiten por su mera enunciación y que, a causa de su simplicidad, no son susceptibles de demostración alguna. El hombre que la solicitara sería un hombre de mala fe o un ser pervertido. 
Creemos en la verdad; nos gusta lo que hallamos bello, y todo amor es un sentimiento agradable. Lo moralmente bello en acción es la virtud. Habiendo unido la naturaleza el carácter de lo bello a todas las afecciones sociales, el hombre virtuoso es aquel cuyas nociones tienden constantemente al bienestar de sus semejantes. El precio de la virtud es ese sentimiento delicioso, ese placer del alma, esa satisfacción interior que llamamos buena conciencia, inseparablemente vinculada a todas las acciones, de la que la virtud es la fuente o el móvil. 
La experiencia enseña a todos los hombres que lo útil y lo bello, la prudencia y la virtud, se encuentran muy a menudo en conflicto. Las sensaciones agradables, de las que la virtud exige tantas veces el sacrificio, son placeres tan reales como aquellos que se derivan de una buena conciencia; las penas del cuerpo, a las que la práctica de la virtud puede a menudo exponerme, no ceden en realidad al sentimiento desagradable que excitan los remordimientos. Mi naturaleza me obliga a amar mi bienestar; sólo puedo, pues, contemplar la virtud como mi deber, en tanto que estoy convencido de que ésta me hace más feliz que la búsqueda de mi interés personal. Estando la magnitud de los placeres y de las penas en general en razón compuesta de su intensidad y duración, me pasaré al bando en el que crea que tengo más a ganar. Corresponde a la moral hacer este cálculo por mí. 
¿Dirá el moralista que los placeres que nacen de los sentidos, y que el hombre busca tan ávidamente, no son verdaderos placeres? Se burlarán de él, como se burlaron del estoico que pretendía que la gota no era un mal. ¿Pretenderá acaso que los placeres del alma son más vivos que los del cuerpo? La experiencia también lo desmentirá. La satisfacción que sintió Escipión por haber sacrificado su interés a la generosidad no iguala por su intensidad al placer del que habría podido gustar con su bella cautiva. Otro tanto ocurre en relación a las penas. Los horribles tormentos en los que expiró Régulo fueron ciertamente más dolorosos de lo que habrían podido ser los remordimientos de haber traicionado a su patria. Añadamos todavía que hay medios de silenciar la mala conciencia, o de no pararle mientes, mientras que respecto a los dolores del cuerpo somos enteramente pasivos. 
Los placeres del alma comparados con los placeres del cuerpo perderán, pues, de ordinario, si no se tiene en cuenta más que su intensidad. Por el contrario, sobrepasan en mucho a éstos por su naturaleza y la longitud de su duración. Los placeres sensuales disminuyen a medida que duran; el uso demasiado prolongado o frecuente los hace propensos a debilitar el alma o destruir el cuerpo. Los placeres del alma son duraderos, aumentan con su disfrute y, en lugar de enervar al hombre, le dan fuerza y vigor. 
Pero, ¿me demuestra bastantemente todo esto que estoy obligado a ser siempre virtuoso? Por de pronto, toda vez que la virtud exige el sacrificio de mi vida, la moral no dispone de absolutamente ningún motivo capaz de determinarme a ella. ¿Me prometerá una satisfacción interior de la que gozaré cuando cese de existir? Ello sería absurdo sin duda. En todos los otros casos donde la virtud deviene un obstáculo invencible para la felicidad que mi corazón no cesa de buscar (y estos casos se dan con excesiva frecuencia), ¿la contemplación del bien moral será lo bastante fuerte para mantenerme por encima de las solicitaciones de mis sentidos? No dejaré nunca de encontrar bella a la virtud, la amaré siempre, pero me parecerá irrazonable amarla hasta el punto de negligir lo necesario. Haré como un hombre que, gran amante de la música, se va bruscamente en mitad de un concierto porque le han dicho que el fuego ha tomado su casa; no es que ese hombre no sienta los encantos de la música, sino que el deseo de conservar su casa es todavía más fuerte. No se trata sólo de un intercambio de placeres; a menudo he de comprar la satisfacción del alma a precio de dolor, y a precio de todo lo que la naturaleza me ha hecho más querido. 
En la medida en que vea la utilidad unida a las acciones benevolentes, no podré albergar dudas sobre el partido que me conviene tomar; mi deber es claro, y mi obligación indudable. Pero cuando mi bienestar se encuentra en conflicto con el de mis semejantes, no hay ya regla general. Entonces, soy reducido a calcular, y este cálculo variará no solamente de hombre a hombre, sino también de circunstancia a circunstancia para el mismo individuo. Todo depende de la intensidad y de la duración de los placeres que se trate de sacrificar, y de aquellos que este sacrificio me prometa, de la magnitud de las penas que me amenacen al determinarme de un modo o de otro, de la delicadeza y vivacidad de mis sentimientos morales; en fin, de la distinta perspectiva en la que los resultados buenos o malos de mi determinación se presenten. Se hallará en un caso particular que, hechas todas las cuentas, obtengo más placer a esperar o menos penas a temer aficionándome a mis propios intereses que prestándome a los de los otros. La virtud, por más que siempre bella y amable, no me parecerá ya oportuna; me reservaré a gustar de sus encantos en casos menos comprometedores. Es así que puedo encontrarme en mil circunstancias en las que los atractivos de lo moralmente bello perderán ante el tribunal de una razón fría que analiza y calcula. Contrarrestarán éstos todavía más raramente las pasiones que se erigen independientemente de nuestros razonamientos, y nos llevan con tanta violencia a preferir nuestros intereses particulares a la felicidad general. 
Hasta el momento he visto sólo obligaciones puntuales, mas ningún sistema de conducta que pueda convenir ni a todos los hombres ni a las diferentes situaciones en las que el mismo individuo pueda encontrarse. Querría poderme unir a la virtud que amo; mi corazón me habla sin descanso en su favor; mas, por otro lado, la razón y las pasiones me apartan de ella en una infinidad de casos, y la moral no posee ni los argumentos lo bastante fuertes para reducir la razón al silencio, ni los contrapesos capaces de inclinar la balanza y vencer a las pasiones. Siento que sin la virtud no puedo jactarme de perseguir la felicidad, pero no dejo de ver que ella sola no es capaz de hacerme por completo feliz. Sea cual fuere la manera en que me conduzca, mi felicidad será siempre muy imperfecta; es difícil, o más bien imposible, determinar con justeza la dosis de vicios que puedo razonablemente permitirme, y el grado de virtud que los debe acompañar. Mientras permanezca en esta incertidumbre, los momentos que me quedan por vivir se suceden con rapidez, y falto de máximas seguras, acepto el consejo provisional de las circunstancias y de mi temperamento. 
Todo cambia con la persuasión de que la virtud es la voluntad de un Dios, al que debo todo, que no quiere más que mi felicidad, que observa mis más secretos pensamientos, que desaprueba hasta los deseos viciosos, que será el remunerador infalible del hombre de bien, y que castigará al malvado. Adoptado este sistema, ya no dudo ni un momento de la naturaleza de mis deberes. Puedo en adelante librarme a los encantos de la virtud, sin el menor temor de perder algo en ello; lo moralmente bello, conciliado con la razón, es la única regla de mi conducta, y la obligación de conformarme a ella es completa. Los atractivos naturales de la virtud son entonces infinitamente realzados por la idea de un Ser que me ha dado la existencia, que es mi benefactor y que merece el más alto grado de mi amor y reconocimiento. Opongo los intereses de la eternidad a los del momento presente; mi conciencia, revestida de la autoridad del Ser supremo, habla más alto; no puedo ya hacer nada en secreto: mi benefactor y mi juez es testigo de todos mis pensamientos y de todas mis acciones. Amar a Dios de todo corazón y amar a los demás hombres como a mí mismo, he aquí los solos medios de hacerme feliz, he aquí, pues, mis deberes y mis obligaciones. 
Es así que la religión da a la moral su consistencia, o más bien su ser. Sin las ideas de Dios y de la inmortalidad del alma no puedo formarme ningún sistema razonado; encuentro ventajas y desventajas tanto en el vicio como en la virtud; la diversidad de circunstancias en las que puedo encontrarme, sea voluntariamente, sea involuntariamente, no me permite obtener un resultado exacto. ¡Y cómo podría calcular la suma de los bienes y de los males que deben acarrearme mis acciones en una existencia cuya duración y acontecimientos se encuentran en la más profunda incertidumbre, y bien a menudo al margen de mis máximas y de mi conducta!

Georg Jonathan von Holland

miércoles, 16 de enero de 2013

La mancha




Es evidente que nos encontramos en un estado de corrupción. Basta con admitir que existe una ley natural para valorar hasta qué punto el hombre la cumple sin coacción -miedo o esperanza- en términos generales. Podemos encontrarla en el denominador común de las religiones preponderantes. Mi mujer, exbudista, hoy cristiana, me habló de los cinco preceptos básicos que todo hombre medio debe cumplir en su antiguo credo: no matar la vida, no robar, no cometer estupros, no mentir y no embriagarse. Los cuatro primeros, según se encargó de explicarme, dependen del último en sentido amplio, que representa el mantenimiento de la conciencia frente al ataque de las pasiones. Cada uno de ellos e infinitos más se resumen en el amor cristiano.

Ahora bien, si restringimos el primer principio a no matar sin razón justa, es decir, para proteger un bien equivalente que no es posible conservar de otra manera, ninguno de ellos cae fuera de la observancia de los brutos animales en su práctica totalidad. Eso es admirable y debería movernos a reflexión: aunque no sean racionales cumplen con una ley racional. Mientras que en el hombre sucede justo lo contrario, ya que continuamente son traspasados, y lo serían en mayor medida si no hubiera leyes o costumbres que obligasen a refrenar el deseo de perturbar el orden.

En efecto, las criaturas asociales sobre las que nos ha sido dado dominar y disponer a nuestro antojo jamás guerrean, y por cierto casi nunca a muerte, si no es por defenderse de peligros inminentes, disputarse la supervivencia con otros depredadores o rivalizar por una hembra con elementos de su misma especie. Tampoco estiman de ordinario ninguna comida o bien que no proceda de su trabajo. Carecen de la doblez de las personas. No contemplan el sexo vago, sino que lo restringen a la búsqueda de descendencia, evitando el derroche de energía. Desprecian, en fin, los placeres superfluos.

De lo que se deduce que, existiendo esa ley eterna de la que hasta las bestias son peritas, y que el hombre, la más racional de las criaturas que deambulan por la tierra, infringe como si desconociera (aunque el error resulte inexcusable), en base a esa norma grabada en nuestras entrañas y perfectamente comprensible incluso por el más ignorante, digo, podemos inferir que algo ofusca nuestra inteligencia de forma permanente como para no cumplirla con la fidelidad debida.

Encontramos, es cierto, animales cuyo comportamiento -regular o esporádico- parece ir contra los principios naturales. Pero son la excepción que confirma la regla, al revés de lo que sucede con el hombre. Si los crímenes fuesen algo marginal y extraordinario, no se precisarían las leyes que los previenen, pues, como dice el brocardo, la ley no se ocupa de lo insignificante.

¿Qué es, en definitiva, lo que embota nuestros sentidos y discernimiento hasta colocarnos por debajo de las fieras salvajes? ¿Se trata del albedrío, del que nosotros disponemos y ellas no? Sería como culpar al cuchillo del acuchillamiento. No es por la conciencia que caemos, sino a pesar de ella. No por la inteligencia, que tiende a lo razonable, ni por el deseo, que desea lo inteligible. Lo que nos oprime, entonces, no está en la voluntad, como creyeron los budistas; más bien es previo a sus estímulos. Los teólogos se referían al pecado original para designar esta postración vergonzosa. El Islam lo niega, lo que habría de valer como prueba de falsedad de dicha religión. Pero no es el asunto que corresponde tratar aquí.

No ha visto jamás la luz una generación de hombres ajena a la ira, a la envidia, a la mentira, a la vanidad y a la vileza. Aceptado el axioma según el cual el mayor bien para un animal sociable es cooperar socialmente, ¿cómo justificar una violación constante de esa regla en las criaturas inteligentes, que en sí constituiría la frustración voluntaria de los fines de la humanidad?

El hombre es el único animal dañino para su especie, capaz de destruirse si no se somete a principios superiores. Sin duda, como ser finito, nada hay en él que sea óptimo o infalible. Pero si comparamos la suma perfección de sus órganos y lo robusto de su salud física con la debilidad de su alma, asombra ver que su sentido moral, pese a resultar innato y por ende natural, pese a ser el rasgo más característico y determinante de su especie y condición necesaria de su índole sociable, sea tan endeble, vacilante y propenso a recaídas como para precisar de los continuos estímulos o amenazas de la ley y la religión, y aun con todo ser deficitario y capaz de las mayores aberraciones. Es impensable que el hombre yerre más donde menos debería y encuentre en el error moral un placer y una condescendencia que no halla en ningún otro error cognitivo.

No es más placentero hacer el mal que el bien: ambos proporcionan cierta satisfacción, que el malo juzga mayor en el primer caso y el bueno en el segundo. Luego la supuesta razón de inclinarse por lo peor en lugar de por lo mejor -cuando no hay excusa de ignorancia o fuerza mayor- es, bien mirado, una ausencia de razón, una carencia de fin y un sinsentido completo tanto en términos naturales como morales.

domingo, 13 de enero de 2013

La virtud huérfana


Mas, una cosa es cierta, y es que la suposición de que en el UNIVERSO mismo no existen ni bondad ni belleza ni ejemplo o precedente alguno de una afección buena en un Ser Superior, esa suposición no puede representar un gran robustecimiento de nuestras afecciones morales ni prestar gran ayuda al puro amor a la bondad y a la virtud. Semejante creencia tenderá más bien a enajenar las afecciones respecto a todo lo amable y estimable por sí mismo y a suprimir el mismísimo hábito y la familiar costumbre de admirar las bellezas naturales, o sea todo lo que en el orden de las cosas está de acuerdo con un plan justo, con la armonía y con la proporción. Ya que una persona que piense que el Universo mismo es un dechado de desorden, estará poco dispuesta a amar o admirar cualquier cosa como ordenada en el Universo. ¿Cómo no va a ser inepta para venerar o respetar alguna belleza particular subordinada de una parte del Universo, cuando AL TODO se lo piensa como desprovisto de perfección como vasta deformación infinita? 
Ciertamente, nada puede haber más triste que el pensamiento de que se vive en un Universo perturbado del que cabe esperar muchos males y donde no hay nada bueno y hermoso que se haga presente, nada cuya contemplación pueda satisfacer o suscitar una pasión que no sea el desprecio, el odio o el desagrado. Semejante opinión puede llegar gradualmente a amargar la índole de uno, y hacer no sólo que se sienta menos el amor a la virtud, sino ayudar además a perjudicar y arruinar el mismísimo principio de la virtud, a saber la afección natural y amable. 
(...) 
En el caso de la religión, sin embargo, hay que tener en cuenta que si, por esperanza de premio, se entiende el amor y el deseo de un gozo virtuoso o de la pura práctica y ejercicio de la virtud en otra vida; expectativa o esperanza de tal clase están tan lejos de ser desdeñosas de la virtud que más bien son prueba de nuestro más sincero amor a la virtud por sí misma. Y no se puede llamar cabalmente 'egoísta' a este principio; pues, si el amor a la virtud no es meramente interés privado, el amor y deseo de vida por mor de la virtud tampoco puede considerarse tal. Mas, si el deseo de vida fuese sólo a causa de la violencia que produce la aversión natural a la muerte; si fuese por amor a algo diferente de la afección virtuosa, o por la renuencia a partir de esta vida presente sin nada más que con cosas del tipo de la virtud, entonces no sería ya señal o prenda de verdadera virtud.

Shaftesbury

sábado, 12 de enero de 2013

Debate sobre la Trinidad




Hay que corregir los errores más frecuentes acerca de la Trinidad. El Dios de Israel no son tres dioses, sino uno solo, expresado en tres personas o hipóstasis distintas. Ahora bien, su expresión no depende de la polisemia del lenguaje de los hombres, pues refiere al primero de los principios ontológicos, previo a toda multiplicidad y a todo ser; ni hace alusión a la misma persona en tres estados sucesivos (como creen los modalistas), ya que las tres son coeternas; ni remite a ninguna operación aritmética de agregación o multiplicación, dado que no concierne a la cantidad.

La Trinidad, entonces, no puede concebirse humanamente, desde un prisma finito, temporal, obtuso. Ella es, en consecuencia, incomprensible, insondable, inefable, indeducible, inagotable. Es el bautizo de fuego para la fe, pero también piedra de tropiezo y roca de escándalo para la impiedad. Los cristianos creemos porque el Verbo profetizador y profetizado se hizo carne, murió y resucitó; porque su presencia subyace en la letra de las Escrituras y fue conocida por los Patriarcas, si bien en la sacra tiniebla de lo que todavía no puede soportarse; porque incluso los filósofos inspirados, fieles o paganos, dan razón de ella.

No mintáis a sabiendas al decir que la Trinidad fue un dogma conciliar, una invención de obispos, pues ningún concilio se habría celebrado si la fe de la mayoría de la Cristiandad no se hubiera visto atacada por las heréticas indagaciones de Arrio, basadas en la filosofía de Aristóteles. No afirméis insensatamente que Constantino promovió una división tal, ni olvidéis que la unidad religiosa del Imperio era uno de sus principales cometidos. No creáis, por último, que los católicos hostigaron a los arrianos por sus errores, sino más bien que aquéllos tuvieron que sufrir persecución a manos de éstos por su fidelidad al mensaje apostólico.

La humildad y la debilidad de Jesús, esgrimidas como una lacra por los enemigos de su nombre, no constituyen objeciones válidas a su condición divina. Son un misterio en la economía de nuestra salvación, que no podía llevarse a cabo por la sola gracia, endurecidos como estábamos para recibirla, sin gravísimo menoscabo del humano albedrío y del orden universal. Tan necesario era el sacrificio de Cristo, muerto por nuestros pecados, como que creyésemos que no era un mero hombre el que perecía por nosotros, sino el propio Dios creador, que descendió a vivir con los hombres a semejanza de los mismos para confirmarnos su doctrina, desvelarnos las Escrituras y abrirnos el camino a la vida eterna. El mayor de todos puede y debe servir a sus hermanos para ser el mayor en caridad. Intentad, musulmanes, entender esto y os habréis hecho con la esencia del cristianismo, que es la imitación del Cristo.

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Aquí el resto del debate, que mantuve en 2004 con un polemista chiíta.

martes, 1 de enero de 2013

Si veritatem dico




At si Christianae Religionis dogmata ad rationis trutinam revocemus, si cum recto naturae lumine perspicienda et examinanda suscipiamus; aut illis ubique conformia, aut ex ipsis promanare, aut etiam eadem esse cum primis illis certissimis axiomatis comperiemus. Et quidem nonne ea duo sanctissima jussa, in quibus universa Christiana Doctrina continetur, "diliges Deum tuum ex toto corde tuo, ex tota anima tua, ex totis viribus tuis, et proximum sicut teipsum": nonne Decalogi precepta, seu decem illae Christianae Reipublicae leges: nonne denique ea omnia quae in Christi Evangelio praescribuntur, ac proponuntur, si examine vel rigidissimo discutiantur, consona, clara, manifesta, optima, justissima, praestantissima, Deoque authore dignissima adpareant? Num ibi aliquid vel turpe, vel inane, vel incertum, vel aliquo modo vitiosum deprehenderis? Omnia meliora ac sanctiora praecepta, quae aut obscura, aut erroribus commixta et implicata in libris Philosophorum dispersa sunt; cunctis sublatis erroribus clare ac dilucide et uno integroque systemate comprehensa, omnium ibi oculis subjiciuntur. Non ibi de nugis nugarum mundu hujus, non de syderum numero, aut magnitudine et cursu; non de materiae partitione; non de stillicidiis; non utrum Ancillae partus sit in fructu habendus, disputatur. Non de lineis, aut angulis mensurandis agitur. Major animus est, vita brevior, tempus pretiosus; quam ut in tantillis illud misere conteramus; Sed de vita immortali, de toto hominis bono mandata praescribuntur. Haec sola Respublica eas proponit leges quae tum ad futurae vitae beatitudinem, tum etiam ad Civitatum et regnorum felicitatem ordinantur.

Soli Christiani ii sunt qui religionis suae veritatem tanto magis agnoscunt et confitentur, quanto magis docti et sapientes evadunt. In hac sola Religione infiniti pene libri ad ipsam propugnandam, omni tempore et loco conscripti sunt. At econtra omnes Gentium Philosophi propriam religionem deridebant. Mahumetus ut suae Religionis falsitatem occultaret, litteris suos interdixit. Ex Hebraeis ii qui veritati inquirendae sese vere tradiderunt, ut plurimum, eorum lege derelicta, Christi fidem amplectuntur. Vel igitur fatendum est falsam hominibus tributam esse rationem, ut etiam in iis quae certissima videantur semper errent; vel Christianam Religionem a Deo recto rationis lumine comprobari.



Pero si ponderamos los dogmas de la religión cristiana en la balanza de la razón, si la recibimos una vez hemos podido contemplarla y examinarla con las rectas luces naturales, descubriremos que es conforme a ellas en todo, que emana de ellas mismas y de ellas deriva sus primeros y más ciertos axiomas. Y, en efecto, ¿no está contenida la doctrina cristiana toda en esos dos santísimos mandamientos, "amarás a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo"? ¿No son los preceptos del Decálogo leyes para la República cristiana? ¿No resultan, en fin, todos los que se ordenan o proponen en el Evangelio de Cristo, si se los juzga con sumo rigor, consistentes, claros, diáfanos, óptimos, justísimos, notabilísimos, y dignos de tener a Dios por autor? ¿Puede encontrarse en ellos algo que sea o vergonzoso, o insignificante, o falso, o erróneo de algún modo? Todos sus preceptos son los mejores y los más santos, los cuales, permaneciendo dispersos, ocultos y adulterados por los errores en los escritos de los filósofos, han sido depurados de toda falta de manera clara y lúcida, comprendidos en un sistema único e íntegro expuesto a los ojos de todos. No se hallan en él las vanas futesas de este mundo, no se disputa sobre el número de estrellas, o sobre su tamaño y curso; no sobre la división de la materia; no sobre las gotas de agua; no sobre si la descendencia del esclavo debe ser considerada ganancia del dueño; no se ocupa de medir las líneas o los ángulos. Más grande es el alma, más breve es la vida, precioso el tiempo como para que lo consumamos en estas pequeñeces. Por el contrario, prescribe sus mandamientos sobre la vida inmortal, sobre la totalidad del bien de los hombres. Sólo esta República les propone leyes que se ordenan a la beatitud de la vida futura, así como a la felicidad de la ciudad y el reino.
Sólo son los cristianos quienes cuanto más doctos y sabios llegan a ser, tanto más conocen y confiesan la verdad de su religión. En esta sola religión se han escrito en todo tiempo y lugar casi infinitos libros para defenderla. Mas, por el contrario, todos los filósofos gentiles se mofaron de su propia religión. Mahoma, para ocultar la falsedad de la suya, prohibió escribir sobre ella. Y respecto a la de los judíos, ellos mismos traicionaron la búsqueda de la verdad, por lo que muchos de este pueblo, abandonada su ley, abrazaron la fe de Cristo. Luego, o bien debe suponerse que se ha concedido a los hombres una razón falsa, pues incluso en lo que más cierto parece yerran siempre; o bien la religión cristiana puede ser confirmada por Dios a la luz de la recta razón.

Francisco Gazzerro